viernes, 19 de diciembre de 2014

Eduardo Manrara, “el titán financiero de Tampa”

           
Por Gabriel Cartaya

Al caminar por las calles de Ybor City, esencialmente por la calle Séptima, se percibe el fulgor de una ciudad centenaria cuya historia nos llama a su recuerdo en cada esquina. Tanto lugareños como turistas mencionan, a su paso, el nombre cuyo apellido se fundió para siempre con este lugar.  A su vez, otros nombres van resultando obligatorios en el recorrido por sus calles, entre ellos el de José Martí.  Pero pocas veces se logra oir el nombre de Eduardo Manrara, a no ser cuando se entra al museo y se distingue su imagen al lado de Martínez Ybor y otros tres fundadores. Sin embargo, Manrara fue un hombre decisivo en el nacimiento de este hermoso pueblo y de gran influencia en el desarrollo de la ciudad de Tampa.

Probablemente, el silencio injusto alrededor de su figura, tenga relación con el hecho de no haber sido una figura visible en el proyecto revolucionario cubano o en el rumbo de la política de la ciudad.

Eduardo Manrara procede de Camagüey, Cuba, donde realizó sus primeros estudios. Sus dotes para las matemáticas lo inclinaron al trabajo bancario, donde demostró grandes habilidades para las finanzas. Por esta orientación, llegó a ser el principal aliado de Vicente Martínez Ybor, español que se convirtió en los inicios de la segunda mitad del siglo XIX en uno de los grandes propietarios de fábricas de tabaco en La Habana.

Eduardo Manrara
Hacia 1872 y con 30 años de edad – en medio de la Guerra Grande –,  Manrara se encontraba trabajando en un banco en La Habana, cuando entró Martínez Ybor a realizar una operación bancaria.  Según una anécdota que me ha contado Wallace Reyes, Manrara pasó la vista por la enorme cantidad de números alineados en los papeles del cliente y le dijo: Las cuentas están mal y los errores van en contra suya. En la inmediata verificación, la razón estaba de parte del empleado del banco.

A la semana siguiente, Ybor lo citó a su oficina y fue al grano: Le ofrezco cien veces lo que le paga el banco, para que trabaje conmigo. Más nunca se separaron y cuando en 1896 el viejo español estaba al borde de la muerte, le enseñó al amigo sus últimos números, correspondientes a su testamento. Manrara miró impávido la cifra: el 75 por ciento de la fortuna amasada en la producción de tabacos, se destinaba a su nombre. Quiso protestar y el moribundo explicó la razón: Esto se ha hecho gracias a ti y sólo en tus manos se conservará lo que nos ha costado toda una vida.

La historia que los unía era larga. Cuando a Martínez Ybor le estaban vigilando por simpatías hacia la causa cubana,  fue Manrara quien le sugirió el camino de Cayo Hueso y quien lo acompañó al irse de Cuba. En todo el proceso de adquisición de inmbuebles y montaje de las fábricas en el Cayo, en la ­selección de los trabajadores, en la organización de la producción y comercialización, y esencialmente en todo el control financiero, la presencia del cubano fue decisiva.

Cuando el negocio de Martínez Ybor se extendió a Nueva York, Manrara se ocupó de su control, por lo que tenía que hacer constantes viajes a ella. Por esa razón, se desmontó varias veces en el puerto de Tampa, para tomar el barco a una ciudad o el tren a la otra. De manera que, antes que Ybor, conocía el encanto alrededor de esta bahía y su opinión fue importante en la decisión de trasladar la fabricación de tabacos a ella.
Naturalmente, estuvo al lado de Ybor en el primer viaje a Tampa y juntos negociaron los terrenos, levantaron los almacenes, la fábrica “El Príncipe de Gales”, las casas de los trabajadores y toda la obra realizada para la existencia de una comunidad de tabaqueros que se convirtió en una floreciente ciudad.

Manrara también contribuyó grandemente a la modernizacion de la ciudad. A él correspondió la incorporación del primer medio de transporte sin tracción animal, al encargar a Nueva York un automóvil de vapor. Cuenta Emilio del Río en su libro Yo fuí uno de los fundadores de Ybor City, que resultó difícil arrancar aquel carro, pues nadie conocía su funcionamiento: “Entonces Alfredo Fernández se puso a trabajar en él, logró ponerlo en movimiento y lo manejó”. Era bien complicado porque se requería encender un mechero y calendar el agua hasta que saliera el vapor. Dice Del Río que Manrara “sudaba la gota gorda cada vez que lo sacaba a la calle”, pero inauguró el camino del automóvil en Tampa.

Valdría la pena investigar todo el aporte que hizo aquel enérgico industrial cubano, no sólo por el peso que tuvo en toda la obra presidida por Vicente Martínez Ybor, sino también en el acelerado crecimiento económico, arquitectónico y cultural de la ciudad de Tampa. Al morir, en 1896, el gran amigo, a cuyo negocio consagró su vida, continuó  incrementando la fortuna heredada y a principios del siglo XX se dice que era el hispano más acaudalado en Estados Unidos, contabilizando unos 40 millones de dólares.

El 2 de mayo de 1912, con 70 años de edad, dejó de existir físicamente el cubano-tampeño Eduardo Manrara. La muerte lo alcanzó en Gotham, Nueva York, acompañado de una familia creada con amor: la esposa, una hija y cuatro hijos. Al desaparecer “el titán financiero de Tampa”, como alguien le había nombrado con justicia, comenzaría a declinar la empresa que aquel hombre había hecho florecer. Pero quedaba, para la historia, todo el símbolo que encierra cada ladrillo rojo, moldeando la imagen de los grandes fundadores que edificaron la urbanización donde vivimos y amamos. Con esos sentimientos, deberíamos fundar en la ciudad que tanto le debe, un parque, una biblioteca, algún lugar con el nombre de Eduardo Manrara. Para que al explicar  a alguien cómo un hombre logró con su trabajo honrado llegar a ser quien fue, eduquemos con un buen ejemplo.