viernes, 19 de junio de 2015

En el Día de los Padres

Por Gabriel Cartaya

En homenaje al Día de los Padres, tomo de mi libro De ceca en meca un cuento que escribí al día siguiente en que uno de mis grandes amigos, Juan Valentín Gutiérrez, perdió al suyo. Después de compartir durante años con ambos, en la casa niquereña donde siempre se me acogió como a uno más de la familia, sentí la necesidad de desahogar la pena que nos dejaba la ida de Juan Gutiérrez, desde una ilusión que intenta  eternizar el encanto de la niñez con la felicidad del amor paternal.
Cuando unos años más tarde se despidió mi padre de la vida, al borde de cumplir un siglo con toda la lucidez, su mirada profunda de iluminarme la reencontré –la encuentro– en la ternura cándida de esa edad, cuando la imaginación tiene la capacidad inmensa de desconocer  la muerte, para que, como en “El último escondrijo”, nos acompañen siempre los seres que amamos.

Último escondrijo
                                                                                      A Valentín Gutiérrez             

Estaba amaneciendo y yo estaba allí, por primera vez desamparado, sin entender por qué las personas mayores no se iban a dormir en una noche tan larga. En algún momento de la madrugada me aparté de los míos, nunca tan cabizbajos, para jugar otra vez al escondido con mi papá. Con él no tengo suerte en el escondrijo, porque siempre me encuentra por el olor. Aunque a él no le va mejor, pues le descubro en media vuelta la carcajada larga, una risa explayada que le sale del alma desde que yo nací. ¿Y qué ha pasado esta noche, que no se quiere reír? ¿O anda escondido muy lejos?
Primero lo voy buscando por el cuarto, que huele a él y a mi mamá. Todo en la estancia es él, pero nada como la cama, hoyada al medio desde mis vueltas a carnero  –dicen–, pero yo sé que es de ellos estarse  pegaditos cincuenta y cinco años. Abro el escaparate y sospecho que no debe andar lejos, porque toda su ropa está en el mismo lugar. Corro al segundo cuarto y nada. Entonces oigo sus pasos en el patio y me precipito, ¡mírate ahí, papá!, pero la imagen flota detrás de la mata de mangos y se me escapa entre las hojas verdes. Quiero seguirle el rastro cuando las pisadas se hacen etéreas y se me aguan los ojos por una jugarreta que me pierde.
Después, mientras los mayores siguen sin entender, lo voy buscando por la mar cercana, que es un pez nadando. Con la evasión, nos hemos separado demasiado, o quién sabe si estaremos perdidos los dos. Por eso voy chiflando por la orilla, a que salte rapidito a encontrarme. Como no sale a dar conmigo, se me ocurre una bellacada: simulo estar vomitando para asustarlo, como aquella vez del trago de aguardiente, con el que quiso enseñar a los amigos la hombría adelantada de su primogénito. Pero las olas callan, las uva caletas están inmóviles, entre las rocas no hay señales y los acantilados no me cantan su voz.
¿Es que se iría a emborrachar?  Él antes no tomaba y trabajaba, de bigornia a chaveta, para que yo siempre tuviera zapatos nuevos. Un día le dio por jubilarse, porque tenía los años y necesitaba todo el tiempo para los cuentos que nos guardaba. ¿Pero dónde te has metido, papá, que no te encuentro? ¿O dónde me he perdido yo, que no me hayas? ¿Tú no me oyes, viejo? Detrás de los asientos no estás agachado, como antes, para desternillarte de la risa cuando yo grito un ¡te encontré! Tampoco te acierto aparruchado entre la puerta y la pared, aplaudiendo con la felicidad de los ojos mi felicidad de abrazarte.
Entonces paso callado por el arca gris, sin mirar hacia el pequeño rectángulo de cristal, rodeado de flores rojas, donde no debes esconderte. Mejor toco en mi pecho sobresaltado, con la misma ansiedad de golpear en la puerta de casa cuando he llegado tarde. Y apareces, papá, donde siempre vas a estar, sonriente, amoroso, juguetón.

viernes, 12 de junio de 2015

Esperando en la calle Zapote, la primera novela de Betty Viamontes

Por Gabriel Cartaya

Al dar a conocer la novela Esperando en la calle Zapote, Betty Viamontes irrumpe en el mundo literario con una propuesta que llama la aten­ción favorablemente. Es una obra de casi 300 páginas y a pesar de la extensión para una obra inaugural, la autora ha conseguido dosificar el interés y emoción hacia la historia narrada, para que el lector no sólo llegue hasta el final, sino también quede a la espera de un incógnito después, iden­tificado con los personajes centrales del drama humano que plantea.
     Toda la obra se mantiene dentro en una línea argu­mental (la separación y re­unificación de una familia), aun cuando dentro del hilo narrativo trasciende el entorno político-social cerrado y auto­ritario que crea el ambiente donde se ven arrojados los personajes. La autora apenas requiere de tramas secunda­rias a la primera voz narrativa. Es la madre de tres hijos quien, al quedar en Cuba cuando el esposo sale del país, cuenta en primera persona un drama donde se entretejen esperanza, desilusión, pruebas morales y psíquicas, enfrentadas a una circunstancia que le deja pocos resquicios donde alimentar la ilusion del reencuentro.
     Fue una buena solución de Betty Viamontes construir una segunda voz narrativa dentro del mismo hilo argumental, para que el esposo pudiera contar no sólo peripecias de su vida, primero en España y después en Estados Unidos, sino delinear la segunda per­sonalidad que inserta al lector sentimentalmente a favor de los personajes.
     El título tiene una preci­sión y efecto que no necesita de un subtítulo que actúe como puente a la novela, pues la espera de tantos años se identifica cabalmente con la calle donde viven, y que cobra un simbolismo inusitado al nombrar una fruta en cuya tex­tura, color y pertenencia hay un reflejo de la nación raigal, por encima de la tesitura psi­cológica externa del narrador. Más bien, el subtítulo (Amor y pérdida en la Cuba de Castro), limita la novela al mundo pre establecido del tiempo y espa­cio de la obra, alejándola de la universalidad de un drama –el de la familia fragmentada por la emigración del padre o la madre– que es tan antiguo como la constitución de la fa­milia y hoy afecta a millones de personas en el mundo.
     El subtítulo tampoco con­tribuye desde una perspectiva estética a la portada, como no lo hace la indicación de que es “Una Novela”, ambas con mayúscula para mayor desacierto del diseño. Tampoco se relaciona el poder simbóli­co de los sellos de la portada con el contenido, a pesar de la significación personal que comporten para la autora. Más bien contradicen la obra, pues de los tres sellos que opacan a la bandera, dos están feste­jando acontecimientos ajenos al espíritu de la obra (uno a la Revolución de Octubre y otro a la ilusión de una zafra de diez millones). Tal vez, el sello que expresa la ternura maternal hubiera sido suficiente.


     Pero estos elementos exter­nos a la corporeidad literaria, no quitan fuerza y legitimidad a la novela. Betty Viamontes ha sabido captar una trama que tiene mucho de autobiográfica y a pesar de derramar lágrimas en el proceso de creación, supo moderar la voz de la narra­ción literaria para reconstruir una historia emocionalmente equilibrada, adornando la con­ducta real de sus entrañables personajes, con adaptaciones ficcionales requeridas por la temperatura dramática de la obra. Asimismo, aunque en la interiorización ideológica de la autora pesan los códigos de haber vivido una historia como la que escribe, supo mantener una prudente distancia para no aparecer como juez omnis­ciente de acontecimientos que le fueron contados o pertene­cen a sus propios recuerdos.
     Aunque la novela es escrita en idioma inglés, en el que la autora ha recibido toda su formación –vivió en Cuba sólo hasta los 15 años (edad de Ta­nia al término de la novela)–, la traducción al español por ella misma mantiene un lenguaje claro, sin artificios o excesos metafóricos, lo que facilita una comunicación cómoda con el lector. Es verdad que hay giros y frases del lenguaje que no se corresponden totalmente con determinadas circunstancias donde ocurren, pero en ningún caso perjudican la compren­sión y emoción que se logran con la lectura.
     Un logro de la novela está en la agudeza con que la autora se cuida de una narración lineal, estrictamente cronológica, que hubiera caído en el aburri­miento. Aunque hay distintos momentos donde la retros­pectiva la ayuda a reactivar el interés y entender a los perso­najes, el climax de este recurso lo refleja en el inicio y cierre de la novela. El “podía oler la sal del mar y escuchar las olas rompiendo contra el acero en aquella noche sin luna del mes de abril. Era 1980…”, engarza a la perfección con el desen­lace de Esperando en la calle Zapote, donde se hace realidad la simbiosis literaria de ilusión llevada a un enriquecido feliz final.
     Leer Esperando en la calle Zapote, es adentrarse en el des­tino de una pareja, una familia, seres humanos que defienden los valores y el derecho a amar y estar juntos, venciendo las circunstancias adversas que los empujan a la separación, a la resignación y el olvido. Es un paradigma re-creado con el poder de la palabra, en una obra literaria con la que se aprende disfrutando, o se dis­fruta aprendiendo. Por eso, al terminar la lectura, cerramos el libro con la sensación de un tiempo aprovechado.

jueves, 11 de junio de 2015

El sancocho de la razón (cuento)

Por Gabriel Cartaya

La caída de un balde de sancocho cambió el destino del Dr. J. Loumé.  Con 45 años bien cumplidos, se había convertido en uno de los médicos más prominentes de su entorno, alcanzando altos reconocimientos en su país y atención en varias publicaciones especializadas a nivel internacional. Especialista en Ortopedia y con un alto grado científico, se le respetaba tanto en la consulta del hospital, como en el aula de la Facultad de Medicina donde ejercía como profesor.
El atardecer que desvió el cauce por donde avanzaba la vida ordenada del Dr. J. ­Loumé,   fue un rayo de sol vespertino quien, antes de perderse en la belleza del golfo, alumbró el cuadro alucinante desde el que brotó una pregunta que se planteaba por primera vez: ¿Qué hago yo aquí?
Aquí era el lugar donde se le cayó de  la bicicleta el dichoso balde de sancocho, al reventarse la soga de yarey envejecido que le servía de asa. Dos meses atrás, un paciente de La Sierra le había regalado un cerdo que, según dijo, pesaba 120 libras en pie. Eso daría, ­calculó el  ­científico  mentalmente,   unas 90 libras en limpio. Comprar esa cantidad de carne equivalía a unos 1800 pesos, que venían a ser, para él que ganaba un buen salario, tres meses de trabajo.
Aunque su esposa, también médico, imaginó entusiasmada una tanda de bistecs para el día siguiente, el Dr. J. ­Loumé anunció, con el mismo acento de defender una tesis científica: Necesitamos levantarlo hasta las doscientas libras.
Al día siguiente regó la noticia entre sus amigos, algunos médicos como él: Cualquier sancochito que sobre por la casa, me lo guardan. Sabía que estaba pidiendo peras al olmo, porque donde quedaba un poquito de arroz de la comida, un rayo de luz alumbraba el almuerzo del día siguiente. Era el día a día de los años noventa en Cuba, a los que se había llamado, irónicamente, “período especial”.
A pesar de todo, el querido galeno encontró oídos receptivos, sobre todo en amigos que trabajaban en gastronomía. A veces tenía que recorrer varios kilómetros en su bicicleta china, pero había jurado que al cerdo de su casa nunca lo esperaría el anochecer sin un bocado de alimento.
Esa tarde, después de un día  agotador  en el Hospital Clínico Quirúrgico y de haber impartido una conferencia magistral en la Facultad a un grupo de médicos, montó en el biciclo radiante de alegría. El administrador de un restaurante cercano le había llamado, con la noticia de haber recibido una carreta  llena de viandas y que podía recoger, detrás de la cocina, una gran cantidad de pedazos de yuca y boniatos inservibles para el comedor. Sin quitarse la única bata blanca, que le cubría hasta las rodillas y era su lujo, salió a recoger aquella riqueza para su marrano. La suerte estaba de su lado, porque una cocinera le rellenó la vasija, con un poco de sopa agria que el esposo no había llegado a recoger.
Comenzó a pedalear despacio y el aire del atardecer le refrescaba el rostro. Como guiaba de bajada, no tenía que esforzarse con los pedales. Iba verdaderamente contento, recordando los primeros días en que subía al hospital, recién graduado de Medicina. Después pensó en la reciente propuesta para trabajar en el Instituto de Ortopedia, en la capital. Iba tan pletórico de sueños, que apenas se dio cuenta que debía detenerse en la intersección, para ceder el paso a un autobús repleto de gente hasta en los estribos.
Con el frenazo, el asa del balde se reventó y comenzó a rodar hasta detenerse, acostado, a unos tres metros del doctor.  Cuando el cubo chocó contra el pavimento, una parte del sancocho líquido le salpicó el rostro y una gran cantidad cubrió el frente de su bata blanca, pero él no tuvo tiempo de reparar en aquel estrago, concentrando toda su conciencia en la recuperación de tan estimada carga.
Sin pensarlo dos veces y sin mirar hacia un vecindario asomado al deprimente espectáculo, se lanzó al pavimento a recoger la porción sólida del sancocho. Involuntariamente, había asumido una posición cuadrúpeda para agilizar el rescate del botín, desparramado en cinco metros alrededor. Ya iba por la mitad de la vasija cuando, al levantar la vista por primera vez, comprendió el inminente peligro que le venía encima. Un perro oscuro, enseñando los dientes, avanzaba en su dirección. En el primer segundo se puso en guardia para evitar una mordida, pero al instante comprendió que el interés del can estaba en la comida.
El instinto del sabueso, en cambio, no le alcanzó para olfatear que se encontraría con un rival encarnizado, en cuatro patas como él, dispuesto a defender su legítimo derecho sobre cada pulgada de bazofia. Cuando el perro gruñó, el médico gruñó más alto, avanzando hacia él. “El sancocho es mío, perro e’ mierda”, gritó en el instante irracional, atacando al perro injerencista con ímpetu de miliciano, hasta arrancarle de la garganta el mejor trozo de boniato.
Por el gesto humano de cubrirse el rostro con una mano, el Doctor J. Loumé se descubrió con la boca abierta, tan abierta como la boca del perro. Fue exactamente el instante en que, desde lo más profundo de su conciencia reencontrada, le brotó la espontánea expresión que iluminó el cambio de su rumbo. Se puso de pie, temblando al reconocerse, visiblemente transfigurado y le dio una patada al balde de sancocho, con tanta fuerza, que vino a encajarse en el pescuezo del perro. Entonces gritó tres veces seguidas, para que todos le oyeran: ¿Qué hago yo aquí?

Nueve meses más tarde, el Dr. J. Loumé se asomó por la ventanilla del avión que lo llevaba a un Congreso Internacional de Ortopedia, en Estados Unidos. Mientras veía achicarse la difusa silueta de la isla en el horizonte, sólo un instante apartó de su mente la imagen de su esposa, los hijos, la familia y tanta gente querida que dejaba atrás. Fue el segundo fugaz en que el recuerdo del balde de sancocho le provocó una triste sonrisa de despedida