viernes, 26 de febrero de 2016

Un ruiseñor y una rosa en la despedida a Harper Lee y Umberto Eco

Por Gabriel Cartaya

Hay un cuento hermoso de Oscar Wilde que se llama “El ruiseñor y la rosa”,  donde un joven estudiante se enamora de la hija de su profesor. Ante su desespero al no encontrar una rosa roja para obsequiarle, un ruiseñor, a costa de su vida, soporta el suplicio de unas espinas para que su sangre diera color a una rosa al frente de su ventana. Pero la presumida joven le rechaza, advirtiéndole que otros le ofrecían mejores regalos.

Pensé en la narración del poeta y dramaturgo británico al conocer que la muerte física de la escritora estadounidense Harper Lee y del escritor italiano Umberto Eco ocurrió el mismo día, y que en el acontecimiento se juntaban, con toda la magia de la sincronía jungniana, el ruiseñor a que dio vida eterna la escritora de Alabama y el nombre de la rosa que un nativo del Piamonte italiano hizo imperecedero.


A Harper Lee la acompañó toda la vida el embrujo de haber compartido la niñez con un niño del barrio que, al igual que ella,  se convirtió en uno de los escritores más representativos de su tiempo. Se trata de Truman Capote, vinculado a ella no sólo por los acercamientos y confesiones mutuas desde temprana edad en Monroeville, Alabama,  sino también por la presencia de él en su novela Matar a un ruiseñor, en el servicio de ella durante la investigación que permitió a Capote escribir A sangre fría, o en los continuos alejamientos y silencios cruzados entre ellos.

De alguna manera, aquella concomitancia acompañó a su nombre en la diversidad de escritos que se le dedicaron, muchas veces relegada ante el nombre del escritor que absorvió mayor atención en los titulares y que, de alguna manera, asumió el papel de la joven que en el cuento de Wilde rechaza un amor.

La sincronía, esa condición enigmática que para Carl Gustav Jung es “la simultaneidad de dos sucesos vinculados por el sentido de manera acausal”, estuvo presente en el hecho de que dos muchachos de un pequeño barrio de Alabama, atraídos por la sensibilidad hacia la palabra escrita desde sus juegos, devinieran en dos figuras cumbres de las letras de su tiempo: Harper Lee con la obra citada y Capote con A sangre fría, El arpa de hierba, Desayuno en Tiffany’s y otra gran cantidad de textos.

Sin embargo, aún con la influencia que pudo tener su desatención a la prensa, la simultaneidad de origen y obra con Capote, desplazó la atención hacia la diversidad creativa de su esquivo amigo.

A la hora de partir, otra casualidad se hizo presente, desviando ahora la atención hacia el escritor que la acompañó en el día de la muerte. Porque el viernes, 19 de febrero de 2016, también se despidió de la vida Umberto Eco, el paradigmático novelista de El nombre de la rosa. Ante la noticia de la muerte del escritor y pensador italiano que hizo de la semiótica el centro de su atención discursiva, los medios de comunicación le dieron prioridad.
Es explicable la inclinación mediática hacia Eco a nivel mundial, aun cuando compartió con la escritora estadounidense el impacto de ver trasladar al celuloide –y con mucha suerte– el destino de su obra más impactante. En el caso de Harper Lee, Matar a un ruiseñor (1960) llegó a millones de espectadores en la cinta homónima dirigida por Robert Mulligan,  alcanzando tres premios “Oscar”, mientras El nombre de la rosa, llevada al cine por Jean-Jacques ­Annaud, desató un fervor similar al que ocasinó el ruiseñor, recibiendo el premio “César” de la Academia francesa a la mejor película extranjera y una gran cantidad de laudos internacionales.

Sin embargo, a diferencia de Eco, Harper no fue –no quiso ser–  una figura mediática. Es bien conocida su determinación a no ofrecer entrevistas, a no aparecer en eventos públicos, como si el silencio fuera una exigencia de su espíritu, aún cuando su ruiseñor la desbordara al universo. Hay que recordar que su novela alcanzó enseguida el “Premio Pulitzer”, el más alto que ofrece la literatura estadounidense, al que no llegó su amigo Capote, con toda su fama.  No  alcanzo a entender si su voluntad de inadvertimiento era causal, para que una escritora de un éxito tan rotundo, leída con pasión por millones de personas, haya sido menos atendida por la crítica que cientos de autores con obras que no se le acercan en contenido ni en estilo.

Porque Matar a un ruiseñor es primeramente contenido, con una ficción nacida de la realidad. Es la observación aguda de su entorno, matizado por la desigualdad racial, discriminación de género  y la brutalidad de las distinciones sociales de su tiempo. Pero escrita con una belleza, humor, sensibilidad y humanismo conmovedores. La novela se convirtió en un lección moral y de integridad para la justicia, desde el ejemplo del personaje de Atticus Finch (con mucho del padre de la autora), quien encarna la defensa de la razón por encima del estatus del incriminado.
A pesar de los premios y la apreciación de millones de lectores*, apenas se volvió a saber de Harper Lee en más de medio siglo. Sólo el año pasado hubo una señal editorial suya, cuando de forma casi imprevista salió su libro Ve y pon un centinela.   Y ahora, para decirnos que ha muerto en una humilde residencia para ancianos, muy cerca de donde nació y escribió,  donde tal vez un día soñó ser amada por Truman. Ya adultos y con la fama de sus obras, ella volvió a estar a su lado, ayudándole a acopiar toda la información que necesitaba para su novela A sangre fría, en cuya dedicatoria aparace su nombre, pero relegado a segundo puesto, después del nombre del elegido por el autor. 

Tal vez ahora, en la noticia de la muerte, pasó otra vez a segundo plano, detrás de Umberto Eco, no sólo porque  El Péndulo de Foucalt haya arrastrado más que Ve y pon un centinela, obra tardíamente aparecida de la estadounidense, apenas un año anterior a su muerte. Y porque entre una y otra novela, sólo tres o cuatro artículos suyos fueron vistos de pasada en la prensa, mientras miles de páginas del piamontés universal pasan día a día de mano en mano,  ya como profesor, filósofo, escritor y siempre apasionante conferencista.

Con todo, la gloria es para ambos, maravillosos escritores que crecieron en la segunda mitad del siglo XX y nos acompañan en los sueños del XXI, con una escritura que se propuso desentrañar la complejidad del mundo desde una perspectiva ético-estética enriquecedora.

En el adiós a los dos grandes escritores, agradecemos la mejor sincronía, la juntura de la fuerza y la ternura en la ­cosntrucción de sus símbolos: el ruiseñor sin muerte de Lee, ave migratoria que para los celtas ejemplifica la acción de compartir y cuyo canto también nos acompaña en la noche, junto a la rosa novelada de Umberto Eco, expresión de belleza desde los babilonios y que se une, como en el cuento de Wilde,  al sacfrificio del ruiseñor por la salvación del amor.

* En una encuesta del 2006, los bibliotecarios británicos situaron la obra Matar a un ruiseñor por delante de la Biblia,  significando que es un libro que todo adulto debería leer antes de morir.