jueves, 30 de junio de 2016

A diez años de la proeza de Galia Moss

Por Gabriel Cartaya

Como en todos los grandes acontecimientos de la humanidad, el nombre de la mujer también aparece en las legendarias hazañas marinas  que registra la historia.  Ya en el siglo V a.n.e., Herodoto se refiere a la corsaria Artemisa I de Halicarnaso, quien para el rey persa Jerjes era uno de sus mejores capitanes en sus campañas contra los griegos.
  En los umbrales de la modernidad, cuando a partir de los llamados  grandes descubrimientos geográficos la piratería se convirtió en la gran aventura de alta mar, se  suman los nombres de mujeres como Jeanne Clisson, cuyos atrevidos abordajes se convirtieron en espanto para muchos corsarios y piratas y  en tormento para el propio rey Felipe VI.
  Pero ha sido a partir de la segunda mitad del siglo XX cuando encontramos a diversas mujeres ante el reto de cruzar grandes distancias marítimas sin acompañantes, en embarcaciones pequeñas. El fenómeno es conocido con el nombre de noseve (navegación solitaria en pequeños veleros), siendo Ann Davison, en 1952,  la primera mujer en atravesar el Atlántico, desde Inglaterra hasta Nueva York.

Galia Moss
 Sin embargo, esta reseña es para llamar la atención hacia la primera latinoamericana en conquistar esa proeza, tanto por el significado del acontecimiento en sí, como por las derivaciones humanitarias con que la autora acompañó su acción legendaria.
  En el mes de junio de 2006, hace justamente diez años, Galia Moss anotó una página heroica al velerismo mundial, cuando llegó a la costa de Quintana Roo, en su México natal, a los 41 días de haber salido del Puerto de Vigo, en España, sin más compañía que la férrea voluntad de atravesar el Atlántico. A la hora de coronar la hazaña, Galia tenía 31 años, de los que había dedicado más de un lustro a prepararse para cumplir el sueño y con él servir a la humanidad.
 Desde muy temprana edad, Galia sintió atracción por el deporte, practicando atletismo, gimnasia, natación, yoga. Cuando empezó a experimentar el velerismo, concibió la idea de atravesar el océano Atlántico, sin contar con nada más que su pasión, voluntad y optimismo, pues  ni siquiera sabía de dónde saldrían los recursos para armar su ­excursión solitaria. 
  En el décimo aniversario de la travesía histórica de Galia Moss, quiero llamar la atención hacia las acciones humanitarias con que esta joven mujer concibió y ejecutó su marca deportiva. Habría sido suficiente la travesía, para probar a todos lo que es capaz de lograr un ser humano cuando se propone alcanzar un sueño. También, en una época donde la mujer reivindica más que nunca su capacidad de ser par del hombre, la epopeya marina de Moss es un símbolo de equidad de género. Y, todavía, regaló a Latinoamérica el orgullo legítimo de  sumar otra página en el registro de las grandes hazañas de la humanidad.
  Pero, por encima del valor simbólico contenido en los elementos señalados, está la acción altruista de convertir la titánica empresa en beneficio social, al concebir que cientos de familias fueran favorecidas con la repercusión de un acontecimiento que atrajo a la prensa, instituciones,  negocios, patricinadores.  El proyecto de realización de la travesía trasatlántica, en coordinación con tres organizaciones sin fines de lucro, programó que por cada 8 millas náuticas vencidas se recibiría una donación para construir una casa a una familia mexicana que viviera en extrema pobreza. Un total de 644 nuevos hogares dieron gracias a Galia por su aventura de mar.
 Después de ver cumplida esta ilusión y convertirse en la primera mujer latinoamericana en atravesar el ­Atlántico timoneando un velero, sin una voz humana alrededor, Galia ha seguido transformando su pasión por el velerismo en beneficio de los más necesitados. En 2011 concluyó una travesía sin acompañantes desde Veracruz hasta las Islas Azores, y las 4250 millas náuticas del viaje, con el compromiiso de que la “Fundación Televisa” y la organización “Un kilo de ayuda” entregaran un paquete nutricional bisemanal a 708 niños durante dos años y medio.
 Galia ha contado su apasionante aventura en su libro Navegando un sueño  y ha apadrinado a cientos de niños de su país. También, ha ofrecido becas educativas y contribuído a la construcción de escuelas, dando múltiples pruebas de que su gran corazón bombea buena sangre al cerebro para emprender obras tan memorables.
    El pasado 8 de junio, Galia Moss escribió en Facebook unas bellas palabras de homenaje al mar: “Hoy, en el Día Mundial de los Océanos le agradezco dejarme pasar sobre sus aguas en cada una de las travesías que he logrado sola y en tripulación. Agradezco su calma, su rudeza, su belleza y sobre todo su enseñanza”.

jueves, 2 de junio de 2016

Miguel ­Barbarrosa, el médico de José ­Martí en Tampa

Por Gabriel Cartaya

No se sabe mucho sobre el Dr. Miguel Barbarrosa y Márquez, médico cubano que vivió en Ybor City a finales del siglo XIX, durante los años gloriosos en que, en medio del propio crecimiento de este barrio y el de West Tampa, se estuvieron realizando los más grandes esfuerzos por la independencia de Cuba. Decenas de nombres afloran al pensar en aquella época heroica. Cuando se mira en el tiempo hacia este espacio poblado de cubanos, españoles, italianos, estadounidenses,  entregados al completamiento de la independencia americana, el respeto se vuelve admiración.
Y si en alguna conversación ocasional emerge el nombre de José Martí y se recuerdan sus pasos fecundos por las calles de Tampa, inevitablemente se menciona a Carbonell, a Rivero, a Figueredo, a Ruperto y Paulina Pedroso. Muchas veces, el diálogo se enriquece con anécdotas que pasaron de generación en generación y hoy están cuidadas en la escritura. Una de las más repetidas relata el momento en que alguien atentó contra la vida de Martí. Entonces, casi siempre se habla de Paulina, por el desvelo con que ella y su esposo Ruperto  Pedroso le cuidaron en su casa, donde le dieron hospedaje seguro. En medio de esta anécdota, a veces aparece el nombre del médico que le atendió. Así es cuando asiste Emiliano Salcines a la conversación, o alguien que, como él, se apasiona con las huellas de la historia. Allí se recuerda a Barbarrosa, el galeno que atendió a Martí en Ybor City cuando le brindaron una copa de vino que contenía veneno.  
Su nombre era Miguel y, al igual que Martí, nació en La Habana, hacia 1849. En su ciudad natal se graduó de Bachiller en el Instituto de Segunda Enseñanza, donde debió coincidir con alguno de los estudiantes de medicina asesinados en 1871. Al terminar este nivel de estudios se trasladó a Estados Unidos, donde se graduó de doctor en Medicina y Cirugía. Después se mudó a Francia, residiendo un tiempo en París, lugar en que ejerció su profesión.
De París regresó a La Habana, pero volvió a tomar el camino de la emigración, eligiendo a Tampa como destino. Debió ser hacia 1890 que el Dr. Barbarrosa se instala en Ybor City, donde viven algunos miles de cubanos y ya hay decenas de profesionales prestando sus servicios en una comunidad que crece con rapidez. 
Es por la pluma atenta de Martí que conocemos algunos detalles sobre Barbarrosa, por quien llegó a sentir una sincera amistad.
 Considero que Barbarrosa debió conocer a Martí desde la primera visita de éste a la ciudad, en noviembre de 1891. Unos días antes de sufrir el intento de envenenamiento –incidente ocurrido el 16 de diciembre de 1892– le ha escrito desde Cayo Hueso. La carta está fechada el 12 de noviembre de 1892 y le expresa:
“Acaso mi amigo Barbarrosa, y el alma exquisita y ferviente de su compañera, hayan sido injustos, por falta de cartas de agradecimiento, con el viajero cuyas ansias y soledades ha alegrado más de una vez, y muchas veces,  el recuerdo del entusiasmo, de la ternura, de la lealtad, y del amor que he visto en su casa. Se habrán engañado, y allá voy a decírselo, con el cuerpo a medio deshacer, pero con más patria, con un beso en la frente pa. el niño y en la frente pa. la compañera, y con el corazón agradecido y hermano de,  su J. Martí”.
Hay cuatro cartas de Martí a Barbarrosa, que no aparecieron en las diversas ediciones de sus Obras Completas, pero fueron incluidas en el Epistolario que durante años de paciente búsqueda y estudio preparó Luis  García Pascual  y la Editorial de Ciencias Sociales publicó en La Habana, en 1993.  En esas cartas conocemos el hogar de Barbarrosa, a su esposa y pequeño hijo –René–, así como el cariño con que recibían al sensible amigo cuando llegaba de Nueva York o  regresaba de Cayo Hueso.
La segunda carta a Barbarrosa Martí la envía desde Nueva York. Su médico en la gran urbe es el Dr. Miranda, a quien le dio a conocer lo ocurrido en Tampa y le mostró el tratamiento médico prescripto. En esta carta le cuenta con orgullo a Barbarrosa que Miranda “aprobó absolutamente y con gran elogio, toda la medicación de Ud., que continúa él aquí; por cierto que no quiso irse sin su dirección”.
Con suma delicadeza, le cuenta que, aunque sigue convaleciente, ha mejorado. “Yo, ya al trabajo, entre el sofá y la silla: la mente se me ha vuelto a enflorar, de toda la virtud que he visto por ese mar azul, y en lo que toca a Ud. parte mayor: estoy,  por lo que hace a mente, echando chispas, pero le prometo no salir al frío hasta que tenga cuerpo”.
Delicadeza de amigo y de paciente, porque en la virtud encontrada por “ese mar azul”, Barbarrosa tiene “parte mayor”, y debió aconsejarle con mucha fuerza el cuidado de sus pulmones maltrechos, para despertarle la promesa de no salir al frío.
Casa de Ruperto y Paulina Pedroso -Ybor City, Tampa-,
donde el Dr. Barbarrosa atendió a José Martí
La tercera carta es del 18 de febrero de 1893 y la escribe desde Fernandina, de donde seguirá hacia Tampa. “Yo me callaba la sorpresa, pero quiero darme el gusto de saber que los he hecho pensar en mí desde hoy, antes de que me vean, camino del Cayo…”. Se queja porque no lleva consigo un carrito de juego a René,  una siempreviva a la madre y un libro al amigo, y con fino humor se disculpa: “Recíbame mal, si lo merezco, y crea que no tiene amigo más tierno, ni cliente más inútil, que su,                                                                                                                                José Martí”.
La última carta conocida de Martí a Barbarrosa la escribe en Nueva York, el 9 de mayo de 1894, en medio de su incesante ajetreo. En ella le confiesa que lo considera parte de su “íntima familia, de aquella en que sólo entran las almas de absoluta limpieza y desinterés”.
Es una lástima que el epistolario martiano no se haya completado con las cartas que él recibía. Cuánto nos servirían esas epístolas que le fueron escritas para entender la estimación que le rodeó. Las de Barbarrosa deberían estar entre ellas, porque mucho debieron significar a Martí para que le confesara: “De sus cartas sí le he de decir que me fueron un premio muy dulce, en días en que,   con todo el poder de mi humildad y mi moderación echaba acaso las bases de esa cara república de Cuba”.
Si sólo supiéramos del Dr. Miguel Barbarrosa por haber sido destinatario de unas cartas sinceras y hermosas del Apóstol, sería  suficiente para recordarle. Pero cuando apreciamos que contribuyó a su cuidado físico y espiritual y mereció ser visto por Martí como de su familia, comprendemos que esas cualidades debieron corresponderse con una atencióm exquisita, como médico y ciudadano, a la comunidad de Ybor City a fines del siglo XIX. Entonces, en la lista de médicos distinguidos que pasaron por esta ciudad, debe inscribirse también el del Dr. Miguel Barbarrosa.