Denis Fortún es un poeta y escritor cubano que ha alcanzado reconocimento en ambos géneros durante las últimas décadas. Con varios libros publicados e incluido en diversas antologías, su nombre se incorpora a una pléyade de autores que desde la diáspora representan la amplitud y riqueza literaria de la mayor de las Antillas. Así ha de considerarse, pues tanto la mejor poesía y narrativa que se escriben dentro de la Isla como fuera de ella –sin presiones extraliterarias–, expresan en sus temas, formas de expresión, idiosincrasia y aspiraciones, su histórica evolución.
A Fortún, radicado en Miami, se le cita a menudo por el
libro de décimas Zona desconocida (2007), como por su cuaderno de cuentos El
libro de los Cocozapatos (2011), pero a ellos se le suman Diles que no me devuelvan -crónicas-
(2013), la novela 324 Mendoza (
2018), Los hijos de Sobek
–cuento– (2024) Alma vieja –poesía– (2025) y otras obras en las
que ha mostrado su calidad como escritor.
Conocí a Fortún recientemente en Miami y en medio de una
animada conversación le invité a responder unas preguntas para que en Tampa,
donde tanto se lee, se conozca más acerca de su obra.
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Una agradable conversación con el escritor Denis Fortún |
Denis, aunque no te iniciaste muy temprano en el mundo de la escritura, hoy tienes ya varios libros publicados. ¿Cómo descubriste e impulsaste al escritor que hay en ti?
Escribir, puedo asegurarte que se trata de una pasión que
traigo conmigo desde niño. Recuerdo que, en la enseñanza primaria, en
particular en el quinto grado, mis mejores notas eran en español –a los números
siempre les he tenido antipatía, excepto a los números de la Lotto, pero estos
al parecer sí me tienen fobia–.
Disfrutaba hacer composiciones y, a veces, mi profesara
decía que resultaban demasiadas largas, más de dos párrafos, que por lo general
era la norma. Ya en sexto, a los once años, mi madre me regaló Los
conquistadores del fuego, de J. H. Rosny. Leer era otra pasión, igual con sus
momentos de pausa al no dedicarle el tiempo suficiente, pero tuve la suerte de
crecer con un par de libreros enormes en la casa, con autores todos de lujo,
universales, de asiento de palco, que nombrártelos representa una lista inmensa,
y siempre acababa yo atrapado por alguno, ya fuese por mi voluntad o por
sugerencia de mi abuela, que era una lectora empedernida. A esto súmale que en
el aula existía la costumbre entre un grupo de alumnos que a la hora de
almuerzo nos dedicábamos a leer. Aunque te confieso, yo no me entregaba con la
fuerza y pasión de los otros muchachos, que sí se pasaban las dos horas del
receso embobecidos con sus libros.
Siempre estuve propenso a disociarme cuando de jugar y
jeringar su poquito se trataba, lo que le costaba a mi madre ir a ver a la
maestra más de las veces que ella y yo hubiésemos gustado. Ahora bien, aquella
novela de Rosny me cautivó –le siguió El león de las Cavernas– y recuerdo que al terminarla me dije que
alguna vez iría a escribir historias, y te reitero, “me dije”, porque no se lo
comenté a nadie y por varios años fue mi mejor secreto.
Sin embargo, después del entusiasmo que me provocara las
aventuras de Naoh, Nam y Gau en busca del fuego, esa suerte de
asignatura pendiente o fantasía dejé de tomármela en serio, otras prioridades
más terrenas en mi adolescencia me atrapaban, aún sin olvidarme que lo de
escribir no tenía dudas que me atraía muchísimo. Claro, existe un detalle
importante, este es un ejercicio que precisa de soledad y a esa edad adoraba yo
el bullicio, la compañía de los amigos del barrio, los de la escuela y, llegado
el momento –y qué momento–, la compañía de la novia.
Pero por fin pasó, a la edad de treinta y seis años, un vicio que hasta hoy me persigue, eso sí, sin mucha disciplina, la que merece realmente. Coincidieron por esa época varios momentos que marcaron mi vida, y amigos que me impulsaron a hacerlo. En poesía, la confianza y saber de Jesús Candelario y Alberto Sicilia; en narrativa, la pasión, la manera de contar sus historias, y la admirable disciplina de Armando de Armas –irónico, ¿no?, pues he dicho en más de una oportunidad que no soy lo suficientemente disciplinado–. Y, quien me dio el impulso final para llegar hasta acá en cuanto a las letras se refiere, impulso que le voy a agradecer siempre, fue Helen Ochoa, mi esposa en esa época. Ella me aseguró que, más que poder, debía intentarlo de manera seria y sin temor a críticas y traspiés, que los habrá siempre. Y así, con una que otra piedra en el camino, digamos que más piedras de las que deseas o supones, con gente que me veía como un advenedizo, mucho más aquellos que “gozaban” de un nombre, conseguí publicar algunos poemas y uno que otro cuento en revistas impresas y digitales de Cienfuegos.
Un buen día vino la noticia de que quedaba finalista en un
importante concurso nacional de narrativa, cuentos cortos propiamente, donde
recibí mención especial. El cuento se publicó en una antología que hiciera
Letras Cubanas y la Editorial Luminaria. Fue este el segundo cuento que
publiqué en Cuba, hubo uno anterior antologado en un volumen que hiciera Atilio
Caballero, un cuaderno que trae por título Como el aire en la orejas,
título tomado de un cuento de Juan Francisco Pulido. Lo curioso es que esos dos
cuentos salieron cuando ya estaba viviendo en Miami.
La mayor parte de tu obra escrita la has realizado fuera
de Cuba. De alguna manera, ¿te ha dinamitado, como escritor, vivir fuera de tu
país?
Por supuesto, y la primera razón es la censura que aún
persigue a muchos en la Isla, y que yo para ellos no era lo suficiente
confiable. Mi currículum estaba muy lejos por aquel entonces de que me
consideraran un escritor, y mi “proyección” política les preocupaba demasiado.
Asimismo, venía de un mundo diferente en
apariencias, para que los “consagrados” me diesen su visto bueno y no contaba
con las relaciones adecuas para el gran salto. Para ello, debía representar una
genuflexión que no estaba dispuesto a practicar.
Estando acá, todo se presentó diferente y tuve la suerte de
que al llegar a Miami mi buen amigo Armando de Armas me ubicara en la zona
donde lograse yo conseguir un espacio, lo mismo en la literatura que en
programas de televisión –luego vinieron España y México, en antologías y
revistas–. Siempre le voy a agradecer a Mandy que estuviese delante, abriéndome
puertas. Pero fue justamente en Miami donde comencé a publicar escritos que
traje de Cuba, casi todos inéditos: poemas, cuentos y de otros géneros, como
crónicas, novela, reseñas…, ya estos escritos acá.
Entonces, retomando tu pregunta, vivir fuera de Cuba me dio
la oportunidad no solo de continuar escribiendo, sino de hacerlo por primera
vez con total libertad; publicar sin preocuparme de que lo que fuese a contar
tuviese connotaciones que pudiesen censurarse. La autonomía es fundamental para
ejercer la escritura, a pesar de que todavía ves a algunos escritores que se
“cuidan” y se autocensuran, que es la peor de todas las formas de reprobación y
crítica.
Eres poeta y narrador. ¿Se complementan, o se excluyen esas manifestaciones en la elección expresiva?
Digamos que cada una, en mi caso, en apariencia cuentan con
su motor impulsor propio, lo que ofrece la imagen de una supuesta exclusión al
instante de elegir, pero en realidad pasa sin mucha diferencia para cada forma.
La narrativa, al momento de crear, en un principio es menos
visceral que la poesía, aunque no por eso le concedo menos pasión y termina
cargando su “toque poético”, porque si bien prosa y verso se apartan en
ocasiones, no llegan a establecer una ruptura evidente porque la prosa (la
historia), carga también con esa proporción que nace de los sentimientos. Es
acaso el yo poético, ese que me asiste y más que desplazar al narrador, lo
disfraza. Ahora bien, reconozco que el poema en sí es otra manera o lenguaje al
segundo de manifestarse, entre otras razones porque se me antoja como si
alguien, alguna “entidad”, me dictase versos, una especie de posesión, aunque
ese poema cuente una historia; soy de los que piensan que la poesía puede
narrar al amparo de su lenguaje; sin embargo, esa poesía tiene que ver más con
mi estado de ánimo.
Ahora bien, tengo textos en narrativa que han sido
desarrollados a partir de una idea que tuve para poemas, y poemas con los que
ha sucedido algo similar desde la otra perspectiva: la inspiración me ha tocado
a través de la prosa. Luego, como soy yo el que las escribe, las
manifestaciones expresivas a las que haces referencia, más que fragmentarse se
complementan. Tengo un poema, por solo citarte un ejemplo, publicado en Noticia
en desarrollo (ediciones Éxodus, Miami, que dirige nuestro amigo Callejas), que
en un inicio fue una crónica escrita luego de un viaje que hice a New Orleans.
¿Cómo se entrelazan ficción y realidad en tus novelas?
Mis novelas, tengo dos escritas, una ya publicada –324
Mendoza–, y otra terminada que vengo revisando por mucho tiempo y se titula
Cueros contemporáneos. El caso es que esta última toca un tema muy recurrente
en la literatura cubana después de 1959: la dictadura, sus muertos, sus
miserias, su drama, el exilio, el desgarramiento de dejar atrás a los afectos,
los amores, la gente que quieres, que al final, es eso a lo que se reduce la
percepción de Patria.
Mucho se ha escrito sobre ese tema, muy bueno y muy malo, lo
que lo convierte en demasiado recurrente, y eso es justamente lo que me hace
dudar, y mucho, y hasta hoy no acaba de salir.
Por supuesto, no puedo dejar de mencionar a mi excelente
editora Yovana Martínez –CAAW Ediciones, con quien publiqué 324 Mendoza–, quien
me ha ayudado enormemente en el momento de revisar y cambiar, incluso desechar;
hablo de un libro con más de 400 páginas. Pero respondiendo a tu pregunta, la
ficción y la realidad, más que entrelazarse, para mí se funden, son una sola.
Quien escribe y no va a buscar en su vida, a revisar su existencia como una
suerte de archivo, a mi modo de ver no resulta honesto, y es precisamente la
honestidad la que le da el color definitivo a una historia. La ficción llega
como un bordado, sea enjundiosa o ligera, es una suerte de envoltura que has de
ir rompiendo para descubrir la verdad que pretende contar el autor.
En fin, como lo veo, la realidad viene a ser la masa del
pastel, la ficción el merengue que lo envuelve. Y se sabe, lo que más se
disfruta del pastel es lo que trae dentro.
Si tuvieras que recomendar solo uno de tus libros, ¿con qué
argumentos lo elegirías?
Pues lo haría con la misma recomendación para todos: soy yo
en la mayoría del texto, o los versos, y en cada una de sus palabras está mi
verdad, mi vida. Si te interesa, claro está, –le diría al lector–, puedes abrir
el libro.
¿Escribir para vivir o vivir para escribir?
Vivir, y si escribir forma parte de tu vida, entonces
escribe lo que vives con la credibilidad como estandarte, que ya te dije, se
reduce a tu honestidad y a tu vida, no importa que sea invención. Te lo
mencioné antes en la pregunta que me haces sobre la ficción y mis novelas, la
primera herramienta es vivir, después narrar o hacer versos con la desvergüenza
de contarle a la gente que no te conoce.
Disfrutar de ese ejercicio impúdico de mostrase uno, aun
envuelto en la fábula más inflamada, entiéndase un merengue más espeso para el
pastel, que siempre lo habrá y digamos que la ficción da su toque especial;
que, parafraseando a Armando de Armas, escribir no es una pose, se trata de un
acto de fe, de ser uno lo que es, y hasta lo que no.
Y, digo yo, todo acto precisa de entrega, y porque vivir,
insisto, es la columna vertebral de ese trance y eso presupone otorgar, todo se
reduce a un desembolso provechoso que conlleva a ser honesto. No dudo que Julio
Verne haya ido a la luna, o viajado 20000 leguas en la profundidad del mar; que
Kafka fue testigo de una metamorfosis real; que Poe hablase con los cuervos;
que Saint-Exupéry se hubiese tropezado con aquel chiquillo que se decía
Príncipe. En fin, aun contando historias fantásticas, tu verdad debe estar
siempre presente y con ella lo vivido, que es lo que corrobora finalmente. Sí,
mi estimado Cartaya, vivir y observar, estar pendiente a todo lo que nos ofrece
ese lapso que llamamos existencia.
Muchas gracias.
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