viernes, 21 de noviembre de 2025

El dichoso aventón

 Para mi hijo Julius, que me lo contó

Cuando Bartolo se acomodó el saco en el hombro, supo que no bajaba de un quintal, pero llevaba dos horas esperando que asomara un cacharro con ruedas que lo llevara hasta Pilón. Eran varios kilómetros y por mucho que, a sus setenta años, caminara con aquella carga, la noche lo iba a alcanzar antes de llegar a su casa. No le quedaba otro remedio. El transporte público había sido penosamente eliminado “por falta de combustible”, según dijo el jefe del poder popular. Cuando el dirigente agregó que la culpa era del imperialismo, a Bartolo le extrañó que los enemigos no hubieran bloqueado también los litros de gasolina destinados al Lada, donde ya apenas cabía la barriga del compañero.

Al mirar la carretera que viene llena de huecos desde Santiago de Cuba, angustiada entre las laderas gallardas que se encaraman en las lomas a mirar la grandeza del mar, Bartolo perdió la ilusión de que algún almendrón desperdigado pudiera darle un empujón. Ajustó el bulto con las dos manos, con más atención en la que cerraba la boca. Está bien sujeto, se dijo, al avanzar la pierna derecha hacia la caída del sol. Salir con la izquierda da mala suerte, pensó, lo que vino a comprobar con alegría cuando apenas había dejado atrás un kilómetro llano.  Primero fue un zumbido, como un panal de abejas escapadas de la colmena, pero enseguida se le hizo inconfundible el sonido contento de un motor.  Se detuvo en seco, como si hubiera chocado en sueños con una providencial aparición. Volvió la vista hacia la curva de Farallones y adivinó el resplandor del automóvil. Aguzó bien los ojos para cerciorarse de que no era un espejismo y al ver que se agrandaba a cada segundo, desmontó la carga y se dispuso a preparar una señal cariñosa para cuanto lo tuviera a pocas varas de distancia.


Todavía le dio tiempo para una elucubración: debe ser algún dirigentico que viene del hotel y si le ha ido bien con alguna secretaria estará muy feliz. Y si viene feliz me va a parar. Pero esos razonamientos manigüeros se le derrumbaron en un instante, al darse cuenta, cuando ya lo tenía arriba, que era un carro de policía.  No le dio tiempo a desmontar la señal del brazo, ante la rapidez con que se tiraron del auto los dos uniformados. Uno de ellos ni lo miró, al lanzarse con la voracidad de un cuervo sobre el saco agachado en la cuneta. Lo estrujó una y otra vez, por la garganta y la barriga, apretando los dedos con fuerza sobre los granos huidizos en su interior.

–¡Es café, carajos! –gritó con alegría, como si hubiera descubierto un tesoro largamente perseguido.

–Está detenido, ciudadano. Suba inmediatamente al carro –le dijo el otro oficial, en cuyos grados identificó a un sargento con ambición.

El viejo, sudoroso, fue a abrir la boca, con un tartamudeo que se le quebró antes de formarse la palabra. Quiso abrir los brazos en signo interrogativo, pero el sargento lo empujó con violencia hacia el asiento de atrás. El policía más simple se acomodó a su lado, con la mano derecha encima de la pistola y la otra en posición de alerta, con el puño cerrado. En el camino tampoco lo miró. De haberlo hecho, tal vez se habría alarmado con la tranquilidad de su rostro, con una pizca de satisfacción que le saltaba por el rabillo del ojo, o con un leve movimiento en la comisura de los labios que le atajaba un sonreír. Pero iba tan complacido con su captura, imaginando su ascenso con tanta vanidad, que apenas sintió el frenazo que los detuvo frente a la unidad de policía de Pilón.

¿Por dónde vendría yo?, se preguntó Bartolo, cuando le abrieron la puerta y lo empujaron hacia la última luz de la tarde para que oyera, bien clarito, la declaración.

–Capitán, capitán, aquí le traemos a este viejo cargado de café –anunció el sargento.

Al capitán se le abrieron tan desmesuradamente los ojos que hicieron tambalear al saco detenido en sus pies.

–¿No me diga? Vamos a ver, ciudadano. ¿Cuántos miles de pesos creyó que iba a ganarse con esa carga?

–No es para vender.

–¿Cómo que no es para vender? ¿Se iba a tomar usted solito todo ese café?

–Usted me perdona, Capitán. Se lo digo con mucho respeto, eso no es café.

Al Capitán se le inflamaron las venas de la garganta, como si, al desaparecer el delito, volara por los aires el polvo negro que tanto alegraba a su mujer. Dio dos golpes con rabia en la pared y, para más desconcierto, se cayó el Comandante en Jefe del venerado cuadro. Su índice despavorido equivocó el rumbo y, en vez de apuntar al saco, señaló al rostro del Máximo Líder deformado por los cristales rotos. Asustado con la prefiguración, gritó desaforado:

–Entonces, ¿qué es eso, desgraciado?

–Era el Comandante, Capitán.

–¡Qué Comandante, ni Comandante!, ¿qué carajos trae usted en ese saco?

–Palmiche, Capitán, palmiche pa’ los puercos.

El sargento estaba anonadado, sin atreverse a mirar al Capitán. Miró al saco boquiabierto, tomó un puñado de granos en las manos, los lanzó con fuerza al pecho de Bartolo y lo increpó lleno de odio:

–¿Por qué cojones usted no me lo dijo?

–!Ay, oficial! Si se lo digo allá, todavía estaría yo en la carretera.

–Váyase a la mierda, viejo infeliz.


          Nota (innecesaria a cubanos). La venta de café en Cuba está prohibida desde la década de 1960 y constituye un delito condenable a prisión. El estado vende unas escasas onzas  por persona al mes.

 

 

 

 

viernes, 14 de noviembre de 2025

Despedida luctuosa a Irma Martínez Martínez, madre de Alberto Sicilia

 Nos ha dejado la madre de un amigo, la madre de Alberto Sicilia. La muerte de una madre, no nos cansaremos de saberlo, es la desaparición física de la mujer que nos trajo a la vida, porque su rostro, palabras, sonrisa, abrazo, amor, perviven en los hijos hasta que ellos mismos le siguen hacia la eternidad. Y no solo en sus hijos y nietos, sino también en los amigos de sus hijos que tuvieron el privilegio de sentarse a su alrededor.

Esta vez, lo sé, porque tuve el privilegio de ese asiento. Antes de conocer personalmente a Irma Martínez Martínez, fallecida el 9 de noviembre en su pueblo de Cabaiguán (Cuba), su hijo Alberto Sicilia me había hablado en múltiples ocasiones de ella. Como llevaba más de un año sin verla cuando nos conocimos, al mencionarla le brillaban los ojos, se le enternecía la palabra, como cuando el recuerdo reemplaza la imagen que no se aparta del corazón.

Unos años después, vi al amigo afanado en embellecer un cuarto de su casa. “Es que pronto viene mi mamá”, me dijo. A los pocos días ya Irma estaba en Tampa y enseguida la fui a saludar. “Uno de mis amigos”, oyó al hijo, y con una agilidad admirable para sus más de ochenta años se puso de pie para darme un abrazo. Ya habían pasado a verla los amigos de su hijo que la conocían desde Cabaiguán, como Fernando, Nolberto y otros, pero yo recibí el gesto como si también lo hubiera ganado desde antes. Es que las madres son así, adivinan antes que nadie a quienes le quieren a sus hijos. Y cuando la intuición se hace palpable, se convierten en madres también para ellos. Así sentí la mirada de Irma el día en que en Lutz la conocí.

En las visitas siguientes no hizo falta presentación. Algunas veces su abrazo fue el primero al entrar a la casa, porque su sala tenía la delantera, en justa preponderancia. Y como siempre nos sentamos a conversar en el porche, donde no falta un vino y un tabaco, Irma se desplazaba hacia nuestro lado, a oír y decir. Oír, porque quería saber todo de su hijo: sus constantes proyectos literarios, su afán de libros, sus amistades ganadas, sus preocupaciones de mundo; decir, porque quería que todos supieran desde cuando nacieron esos sueños, cómo era su hijo en la niñez, contar una travesura adolescente, un premio o un castigo, un desvelo y los grandes regocijos. Oyendo o diciendo se emocionaba, se le iba la sonrisa y la mirada por toda la biografía del hijo que le nació poeta. Tuvo dos más y los quería seguramente igual, pero el que la trajo a Tampa creció con una luz que a ella le brillaba en los ojos.

El hijo la paseó por Tampa con orgullo. La llevó a casa de sus amigos –a la mía en varias ocasiones–,  a los eventos públicos que frecuenta, a restaurantes para verla disfrutar un plato diferente, a  cada rincón de Ybor City por donde pasaron los héroes cubanos del siglo XIX, a que oyera en el silencio la palabra Cuba donde la dijo Martí y que, ahora, su hijo la estaba repitiendo. Como si no alcanzara tanto recibimiento, brindis, presentación, un día la llevó a un torneo de dominó realizado en un sitio histórico: el club Martí-Maceo. Irma no se asombró cuando el hijo la invitó a ser su pareja en la mesa. No se concentraba en las jugadas de tanta emoción, sin saber si salir con un doble cuatro o un doble seis. Entonces propuso una salida inspirada, la doble blanca, porque con tanta pureza nadie les podría ganar. Obtuvieron el premio, entre risas y abrazos, como si inconscientemente simbolizaran la invencibilidad de la mejor partida:  la del amor maternal.

La última visita a la casa de Lutz estando ella fue para despedirla, pues supe que al día siguiente iba para Cuba. Naturalmente, pensaba regresar a Tampa unos meses después, como hizo la vez anterior, pues Irma Martínez se hizo residente estadounidense para acercarse a su hijo.

Ahora, la triste noticia: que su corazón dejó de latir. Lo supe al levantarme el 10 de noviembre, cuando mi esposa me lo dijo con voz entristecida.  Llamé a Alberto, deshecho en el aeropuerto. ¿Qué le voy a decir? No encuentro palabras para el tamaño de su dolor. Ya ha llorado como un niño, pero no es el llanto que entonces ella pudo acallar. Es un llanto de hombre, consciente de que con la madre se va, definitivamente, el fragmento más tierno de la niñez.

“Cómo es posible que te fueras/ sin importarte las distancias”, clamó el chileno Vicente Huidobro, en unos versos a su madre. No hay distancias, poeta. La madre sigue cerca, donde quiera que esté. En el horizonte imagino una ofrenda floral con la palabra Madre, con una dulce fragancia que la acompañe hacia la infinitud, donde los amigos de su hijo que la conocieron también la seguirán mirando, sonriente, bondadosa, siempre acompañante del hijo en quien nos dejó a un buen amigo. Descanse en paz, Madre.

jueves, 6 de noviembre de 2025

Ibrahim Hidalgo sobre El secreto de la andaluza

 El Dr. Ibrahim Hidalgo Paz es uno de los estudiosos de la vida y obra de José Martí más respetados en todo el mundo, aun cuando su obra ha sido escrita y publicada mayormente en Cuba.

Su nombre aparece en las referencias bibliográficas de una buena parte de los textos dedicados al mayor héroe cubano a nivel universal. Es lógico, porque además de los enjundiosos libros que le ha dedicado, es autor de su más completa cronología, la que cuenta con varias ediciones, cada una aumentada con sus últimas investigaciones. 

Por el respeto que siento por su obra, cuando publiqué El secreto de la andaluza le hice llegar un ejemplar al estado de Texas, donde radica en la actualidad. Antes de terminar su lectura, me adelantó la opinión de que en algunos pasajes se le aguaron los ojos. Y al llegar a la última página, me envió estas cuartillas que comparto en nuestras Líneas de la memoria:

La andaluza nos hace  pensar

Por Ibrahim Hidalgo Paz

La ficción y la realidad, el pasado y el presente, se entrelazan como bejucos en las ramas, pero lo tupido del follaje se despeja una página tras otra, y no impide que la verdad aflore e ilumine el trillo que el autor de El secreto de la andaluza  escoge para guardar el misterio que esta llevara consigo.

El novelista Gabriel no cede el paso al historiador Cartaya, quien nos conduce de la mano en el desbroce de las equivocaciones, los errores, las intenciones buenas o malas de los muchos personajes, reales o no, que forman el trasfondo humano de la trama, elaborada con una prosa poética en la que la belleza del lenguaje y la precisión conceptual nos hacen pensar en el pasado, en las posibilidades de aquellos años postreros del siglo XIX, los del XX, y la trascendencia de lo que pudo ser aprendido y serviría acaso para nuestros años del XXI.

La conjunción del lenguaje culto y el coloquial hacen posible la identificación con las ideas expresadas por los hombres y mujeres de mayor o menor cultura del entorno martiano, así como con los que continuaron la lucha anticolonial después de la muerte del Apóstol, y creyeron durante un tiempo haber alcanzado la república democrática tras la intervención estadounidense en la Guerra de Independencia, para continuar en el intento de lograr los sueños posibles, o hundirse en el oportunismo que posibilitaban los nuevos dominadores, quienes hacían cada vez más lejanos los propósitos iniciales.

El autor logra sus propósitos mediante la inclusión de refranes, cuartetas, fragmentos de poemas, así como la alusión, el parafraseo o la cita oportuna de textos del Apóstol, cuya obra conoce y domina a la perfección, lo que puede comprobarse no solo en sus anteriores obras de análisis historiográfico, que incluye desde una de sus incursiones iniciales, Con las últimas páginas de José Martí,  hasta la profunda y abarcadora Tampa en la obra de José Martí,  sino también en esta novela que nos permite asistir a la evolución de la vida y las ideas de Emilia Sánchez, su esposo Rosalío Pacheco, sus cuatro hijos y toda su familia,  fieles seguidores del patriota muerto en combate en Dos Ríos, en las cercanías de la casa en la que habían vivido desde años atrás.

Ese momento terrible es evocado en varias ocasiones por la andaluza, que vio pasar al héroe acompañado por Ángel de la Guardia hacia el combate, al riesgo de la vida o la muerte, que en la guerra son opciones más casuales que calculadas por la experiencia anterior o la sabiduría en el manejo de las armas; los cascos de los caballos resuenan en su mente, y el ­sonido atronador de los fusiles le llega desde el pasado, presente en ocasiones hasta más allá del dolor.

También arriban la tristeza y la indignación de saber que el jefe enemigo, el coronel Ximénez de Sandoval, luego de apropiarse de las más valiosas reliquias del que sabía era un cubano de valía, permitió a la tropa tomar el cuerpo sin vida y repartirse el resto de las pertenencias y la ropa, para luego de este proceder indigno, enterrarlo casi desnudo en una fosa común, debajo del cadáver de un militar español, sin formalidad alguna, solo cubierto por la tierra.

Los peligros mayores no habían sido solo las tropas colonialistas, las balas enemigas, los ríos desbordados, la falta de fogueo, sino las pugnas intestinas. Estas matan, no solo a los seres humanos, sino a los ideales, a la pureza de los propósitos, enturbiados, más que las aguas revueltas, por las ansias de poder, de mando, de preservación de los intereses personales. Ante los riesgos de ir a bañarse solo en la corriente brava, el llamado de alerta de Ramón Garriga fue válido; y ante la amenaza del despotismo que no quiere ningún cubano, era pertinente la afirmación de Bellito: “La dictadura es mala, del color que la pinten”. Lo fue en 1884 y en 1895, lo es en 2025.

Sea la voz del patriota mayor, o la de cualquier otro combatiente, se afirman las advertencias contra quienes querían, y quieren aún, perpetuar el autoritarismo de corte colonial, en lugar de la fundación de “un pueblo nuevo y de sincera democracia”, para la que era, y es, esencial el ejercicio pleno de “las capacidades legítimas del hombre”, palabras citadas por Cartaya. Eran visibles los peligros externos, pero con ser graves y entorpecedores, los internos eran riesgos aún más terribles, por venir encubiertos por palabras, gestos e individuos aparentemente entregados a la causa patriótica, y en realidad demagogos, arribistas que niegan no solo el pensamiento de Martí –al que invocan cuando les resulta conveniente– sino su modo de vida austero, apegado al pueblo creador, con quien compartía riesgos y pobrezas, frente a los encumbrados por riquezas de origen turbio, que se deleitan con cuanto gustan y gozan, aunque en sus discursos llenos de consignas los denominan enemigos.

Estos coinciden, más de lo que parece, con quienes pretenden “humanizar a Martí”, y en lugar de estudiar al hombre y su obra, lo rebajan a su propia altura, como uno de sus iguales en el disfrute de un supuesto alcoholismo, la amoralidad de un donjuanismo que traiciona a amigos y colegas, y hasta en su atrevimiento de presentarlo como homosexual, en un intento de excluir el patriotismo de las preferencias sexuales no tradicionales. Esto no es humanizar, sino vulgarizar. Muy lejos están Cartaya y su novela de tamaños dislates, que pretenden desprestigiar a la persona ejemplar que fue el Maestro, y con ello restarle validez a sus ideas y a su ejemplo. En El secreto de la andaluza se halla el hombre, todo el hombre, con sus placeres cotidianos, y cuyas manifestaciones más íntimas se presentan con el lenguaje poético que requieren las escenas de amor entre parejas, porque de sentimientos se trata, no de groserías.

Alexis Pantoja. La andaluza de Dos Ríos.

También el respeto al pasado transita por el texto cuando, de la mano de Emilia Sánchez, nos muestra las anomalías de una república que surgió en 1902 lastrada por una proyección alejada de los propósitos martianos de fundarla con todos y para todos. Vemos y sentimos las ilusiones deshechas de los veteranos, de los maestros, de los intelectuales, de los campesinos y obreros, siempre defraudados por gobiernos carentes de las condiciones que harían posible a la andaluza revelar su secreto. No es irrespetuoso, sino irónico, referirse a algunos de aquellos políticos de oficio como Don, Egregio, Mayoral, Tiburón, Chino, Indio. No enjuicia Cartaya, a modo de legislador irrefutable, sino presenta, en la voz de sus personajes, a quienes pidieron la primera y la segunda intervenciones, cometieron los asesinatos de 1912, intentaron perpetuarse en el poder, utilizaron el golpe de estado para atropellar la democracia; y también muestra a quienes exaltaron y cultivaron la cultura nacional, publicaron las obras de Martí con grandes sacrificios personales, defendieron los intereses de los más necesitados, polemizaron en torno al socialismo, sufrieron la muerte de Guiteras, se propusieron erigir un mausoleo digno del Apóstol.

Entre otros muchos pasajes valiosos, se encuentra la conversación de Emilia con Rafaela Tornés, quien sintetiza la realidad de su época, y de todas las épocas:

–Yo creo que no se ha extirpado el tumor que él quiso arrancar desde la raíz, eso del caudillismo, el personalismo, la ambición de poder. Los más audaces lo aprovechan muy bien y seducen a tanta gente que les aplaude. Son los que ven en un líder providencial la solución de sus problemas, los que se fanatizan con una figura y se matan para acatar su voz. Es por ese canal que se mete la dictadura.

Con pensamientos como este se evidencia que no fue en vano el apostolado de José Martí. Sus ideas son más poderosas que la muerte. Demostrarlo no solo en los textos académicos es, a mi entender, uno de los valores imperecederos de la novela de Gabriel Cartaya.

                                                                                                    Manvel, Texas, noviembre 2025.