Por Gabriel Cartaya
El Presidente Barack Obama recordó el
sábado pasado el 50 aniversario de la Marcha de Selma, ocurrida en marzo de
1965. Es justo, por todo lo que significó la chispa encendida en Alabama, para que unos meses
después se aprobara en Estados Unidos una ley que otorgó a la raza negra el
derecho a votar en las elecciones de su país.
Después
de abolida la esclavitud (1865), ese derecho tuvo que esperar todavía cien
años, porque la constitución tuvo la
paradoja fundacional de crear una nación libre con mano de obra esclava, y
después mantener la más violenta persecución y abuso sobre una de las razas que
componen el espectro multiétnico estadounidense, y a la vez proclamarse como el
epicentro de la libertad.
La evidente sinceridad con que el
Presidente habló sobre la Marcha de Selma en el
mismo
lugar donde se produjo, está enriquecida porque a la comprensión intelectual
del proceso histórico que ha determinado el crecimiento de la nación, se suma
la orgullosa asunción de los orígenes compartidos con una raza cuyo nivel de
marginación no está aún totalmente rebasado.
Al borde del mismo puente que atravesaron
los manifestantes en 1965, el primer Presidente afroamericano de Estados Unidos
llamó la atención sobre lo que consideró el “error común de sugerir que el
racismo ha desaparecido, que el trabajo realizado por los hombres y mujeres de
Selma ha terminado”. La expresión de Obama se corresponde con una realidad que
él mismo está luchando por trasformar y que tiene hilos visibles de conexión
con las presiones de oposición que experimenta en su ejercicio presidencial,
alimentadas por intereses de partido, grupo o persona, puestos por encima de
los requerimientos de la nación.
Recordar los detalles de aquellas tres
marchas pacíficas organizadas por Martin Luter King en marzo de 1965, cuando se
propusieron salir de Selma, atravesar el puente Edmund Pettus y llegar a
Montgomery -capital de Alabama-, para exigir el derecho de la raza negra a ser partícipe activa de la nación, condenar
la represión sanguinaria con que el poder reaccionó a la solicitud pacífica de
la población negra y exaltar el valor de King y quienes le acompañaron, es un
comportamiento de gratitud ciudadana. Pero volver a un
acontecimiento –como hizo el Presidente Obama al llegar a Selma- orientando la
memoria hacia la comprensión de lo que nos falta cambiar en el mundo de hoy, es
pedirle a la historia una herramienta práctica para enfrentar el presente. Es
tal vez el sentido con que el congresista John Lewis –participante heroico de
aquellos acontecimientos- dijo en el acto del pasado sábado: “Barack Obama es
lo que se esperaba al otro lado del puente de Selma”.
Esas ideas acompañaron a Martin Luter King
cuando la tercera marcha logró llegar a la capital del estado, el 24 de marzo de 1965, al decir para
siempre: “El arco del universo moral es largo, pero se inclina del lado de la
justicia”. Cinco meses después, el Presidente Lyndon Jhonson firmó la ley que abría el derecho al
voto de los afroamericanos.
A muchos
le parecía entonces que el anhelo de un grupo de personas, cruzando un puente
para exigir pacíficamente el fin de la
discriminación racial, podría ser inútil. Sin embargo, de allí brotó un caudal
indetenible que, a fuerza de sereno valor, no sólo consiguió las metas
inmediatas que entonces se propuso dentro de Estados Unidos, sino que con su
ejemplo arrastró a millones de personas
en el planeta a luchar por vivir en un
mundo mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario