Para mi hijo Julius, que me lo contó
Cuando Bartolo se acomodó el saco en el hombro, supo que no bajaba de un quintal, pero llevaba dos horas esperando que asomara un cacharro con ruedas que lo llevara hasta Pilón. Eran varios kilómetros y por mucho que, a sus setenta años, caminara con aquella carga, la noche lo iba a alcanzar antes de llegar a su casa. No le quedaba otro remedio. El transporte público había sido penosamente eliminado “por falta de combustible”, según dijo el jefe del poder popular. Cuando el dirigente agregó que la culpa era del imperialismo, a Bartolo le extrañó que los enemigos no hubieran bloqueado también los litros de gasolina destinados al Lada, donde ya apenas cabía la barriga del compañero.
Al mirar la carretera que viene llena de huecos desde
Santiago de Cuba, angustiada entre las laderas gallardas que se encaraman en
las lomas a mirar la grandeza del mar, Bartolo perdió la ilusión de que algún
almendrón desperdigado pudiera darle un empujón. Ajustó el bulto con las dos
manos, con más atención en la que cerraba la boca. Está bien sujeto, se dijo,
al avanzar la pierna derecha hacia la caída del sol. Salir con la izquierda da
mala suerte, pensó, lo que vino a comprobar con alegría cuando apenas había
dejado atrás un kilómetro llano. Primero
fue un zumbido, como un panal de abejas escapadas de la colmena, pero enseguida
se le hizo inconfundible el sonido contento de un motor. Se detuvo en seco, como si hubiera chocado en
sueños con una providencial aparición. Volvió la vista hacia la curva de
Farallones y adivinó el resplandor del automóvil. Aguzó bien los ojos para
cerciorarse de que no era un espejismo y al ver que se agrandaba a cada
segundo, desmontó la carga y se dispuso a preparar una señal cariñosa para
cuanto lo tuviera a pocas varas de distancia.
Todavía le dio tiempo para una elucubración: debe ser algún dirigentico que viene del hotel y si le ha ido bien con alguna secretaria estará muy feliz. Y si viene feliz me va a parar. Pero esos razonamientos manigüeros se le derrumbaron en un instante, al darse cuenta, cuando ya lo tenía arriba, que era un carro de policía. No le dio tiempo a desmontar la señal del brazo, ante la rapidez con que se tiraron del auto los dos uniformados. Uno de ellos ni lo miró, al lanzarse con la voracidad de un cuervo sobre el saco agachado en la cuneta. Lo estrujó una y otra vez, por la garganta y la barriga, apretando los dedos con fuerza sobre los granos huidizos en su interior.
–¡Es café, carajos! –gritó con alegría, como si hubiera
descubierto un tesoro largamente perseguido.
–Está detenido, ciudadano. Suba inmediatamente al carro –le
dijo el otro oficial, en cuyos grados identificó a un sargento con ambición.
El viejo, sudoroso, fue a abrir la boca, con un tartamudeo
que se le quebró antes de formarse la palabra. Quiso abrir los brazos en signo
interrogativo, pero el sargento lo empujó con violencia hacia el asiento de
atrás. El policía más simple se acomodó a su lado, con la mano derecha encima
de la pistola y la otra en posición de alerta, con el puño cerrado. En el
camino tampoco lo miró. De haberlo hecho, tal vez se habría alarmado con la
tranquilidad de su rostro, con una pizca de satisfacción que le saltaba por el
rabillo del ojo, o con un leve movimiento en la comisura de los labios que le
atajaba un sonreír. Pero iba tan complacido con su captura, imaginando su
ascenso con tanta vanidad, que apenas sintió el frenazo que los detuvo frente a
la unidad de policía de Pilón.
¿Por dónde vendría yo?, se preguntó Bartolo, cuando le
abrieron la puerta y lo empujaron hacia la última luz de la tarde para que
oyera, bien clarito, la declaración.
–Capitán, capitán, aquí le traemos a este viejo cargado de
café –anunció el sargento.
Al capitán se le abrieron tan desmesuradamente los ojos que
hicieron tambalear al saco detenido en sus pies.
–¿No me diga? Vamos a ver, ciudadano. ¿Cuántos miles de
pesos creyó que iba a ganarse con esa carga?
–No es para vender.
–¿Cómo que no es para vender? ¿Se iba a tomar usted solito
todo ese café?
–Usted me perdona, Capitán. Se lo digo con mucho respeto,
eso no es café.
Al Capitán se le inflamaron las venas de la garganta, como
si, al desaparecer el delito, volara por los aires el polvo negro que tanto
alegraba a su mujer. Dio dos golpes con rabia en la pared y, para más
desconcierto, se cayó el Comandante en Jefe del venerado cuadro. Su índice
despavorido equivocó el rumbo y, en vez de apuntar al saco, señaló al rostro
del Máximo Líder deformado por los cristales rotos. Asustado con la
prefiguración, gritó desaforado:
–Entonces, ¿qué es eso, desgraciado?
–Era el Comandante, Capitán.
–¡Qué Comandante, ni Comandante!, ¿qué carajos trae usted en
ese saco?
–Palmiche, Capitán, palmiche pa’ los puercos.
El sargento estaba anonadado, sin atreverse a mirar al
Capitán. Miró al saco boquiabierto, tomó un puñado de granos en las manos, los
lanzó con fuerza al pecho de Bartolo y lo increpó lleno de odio:
–¿Por qué cojones usted no me lo dijo?
–!Ay, oficial! Si se lo digo allá, todavía estaría yo en la
carretera.
–Váyase a la mierda, viejo infeliz.
Nota (innecesaria a cubanos). La venta de café en Cuba está prohibida desde la década de 1960 y constituye un delito condenable a prisión. El estado vende unas escasas onzas por persona al mes.

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