Por Gabriel Cartaya
El hombre
es el recuerdo de una habitación, dijo el doctor Carlo Fell y en una tarde
abundante de ron, me pareció mejor que lo del bípedo implume del griego, porque
la ubicación en el ascenso biológico fue remitida a la compleja combinación
cerebro-corazón, donde no puede caber gato por liebre si a cualquier sofista le
da por presentar un ave encuero, con la ocurrencia de que es ese el hombre de
Platón.
Intenté
atrapar la abstracción por los rumbos abiertos del filosofar y quién sabe
cuánto párrafo habríamos armado, si al canto no hubiera estado el professor
Valentín Gutiérrez, quien preguntó: Dígame, Doctor, ¿usted no estará
sobredimensionando la experiencia de un cuarto?
La interrogante dio en el clavo. ¿Era su secreto lo que quería contar el doctor Carlo
Fell? ¿O la circunstancia lo atrapó al descubierto, creándole, por primera
vez, la atmósfera donde destapar una
viva añoranza? Se quedó pensativo, como desembrujando una figuración. Entonces,
aquietando el último tabú, dijo en voz baja: de todos modos, la santa ya está
en el cielo, con lo que cobró aliento para contarlo:
Su nombre
era Gregaria, pero me alcanzaron dos sílabas –Grega- para dejarla en la
memoria. Llegó a Manzanillo con treinta y un
años de estreno, en una de las primaveras más milagrosas del milenio. Tal vez,
por eso, en muchas tardes aparece hasta
en el fondo del vaso de agua. Nada es mejor, para una conquista de mujer, que
un aguacero largo. Ese día iba caminando
bajo la lluvia cuando la vi. Ella apenas se había lloviznado, porque el apretón
de agua la encontró en un atrio vacío. Parecía una gacela acorralada, con el
cuello estirado y la mirada temerosa. Salté a su lado, con las palabras ¡qué
aguacero!, en el lugar donde tenía ¡qué mujer!
Pablo Picasso. Femme Assise (Jacqueline) |
El desenfado con que cerró la puerta de la habitación no supe
acoplarlo con la confesión aún caliente: en mi alma ha existido un solo hombre,
que pudo engarbullarse con artimañas de mujer, si no le hubiera descorrido un
desenlace inusual: y lo traigo conmigo. Para no herir con un simulacro de
agudeza, dejé a flor de labios la ocurrencia: uno en tu alma, pero ¿y en tu
cuerpo? Es que no la conocía aún y la
evaluaba con el machismo de la tierra, por la prueba de alcanzarme un aguacero
–largo, verdad- para rendirla. La parte final de la confesión me resultó más
inquietante que lo de un solo hombre, porque en ese instante me era igual ser
segundo, sexto o vigésimo, cuando lo perentorio era empezar a ser. Pero en lo
de traerlo consigo flotaba un peligro definible, pues todavía la infidelidad se espantaba
despalmando un machete cerca de los oídos que debían oir. Desmandé, al
vuelo, mi deje natural a lo hipotético:
lo había traído a la ciudad y aprovechando una ausencia temporal, me colaba en
el lecho. Alea jacta est, me animé y ya iba a aflojar el pantalón cuando
me cerró el impulso, abrió la puerta del balcón y respirando un chorro de aire
húmedo exclamó: Dios sabe cuánto lo
quise. Levanté la hipótesis errada y permanecí acechante, mirándola embelesada,
con sus ojos no atentos a la tarde en fuga, ni a los míos buscándola, sino a la
mesa del cuarto donde tenía un neceser
cuadrangular y un búcaro lleno de príncipes negros, salidos del botón al
despuntar el día. Bloqueándola con los ojos, armé la siguiente conjetura: el lo
traigo conmigo anulaba la asistencia física de aquel, trasladando su presencia
al espacio del alma. Esto contribuía a
liberarla del don implícito en el lo traigo, lo que implicaba, en la hipótesis
desmontada, la predisposición adultérica. Disipado el riesgo de los triángulos,
respiré hondo, alabando el campo abierto a poseerla, sin contingencias dañadoras
cuando nos desmandáramos a la cama, donde nos metimos al anochecer.
Ningún ser nacido ha conseguido las palabras exactas para calificar el
tempo de la dicha. La del hombre total, el sujeto definido en el
recuerdo de una habitación. Hombre en genérico, o mejor, en simbiosis, en ser
uno de dos, hombre y mujer. La summa alegórica se da en el acoplamiento,
en los espasmos de la penetración, en la confusion verbal por la posesión del
sexo intercambiado. Yo no podría contar
la sensación de verla desnudarse con mis manos, perdiéndonos en la boca del
cielo, ovillada a mi cuerpo de cargarla y tenderla en el reino de la sábana
blanca, abierta en pétalos para mí. Todos los nervios, sangre, músculos,
células y poros de los entrantes y salientes de los cuerpos sumados, engarzados
en el delirio de venirse arriba, de venirse abajo, con las palabras, escalofríos, temblores,
suspiros, mordedura, mugidos, torcedura,
ternezas y estiramientos del derramamiento desbravador.
Cuando la respiración volvió a su lugar, percibí el primer ataque de
ese embrujo inapresable que se llama amor. Lo adiviné cuando las yemas de mis
dedos marcaron la ruta tibia de su espalda, antes de doblar las mágicas colinas
hacia los bordes de la gruta humedecida, al asaltarme la duda de la absolutez
de posesión. ¿Será únicamente mía? ¿Alguien más de este mundo podría verla
desnuda, como yo la estaba admirando? Sin cachazas para el recelo, desamarré el nudo de la garganta: ¿Por qué me
dijiste, Grega, que al hombre de tu vida lo traes contigo? Me miró compasiva y
apretó los ojos con la punta de los dedos, como exorcizando una vision de
espíritus en la madrugada. Miró hacia la mesa de noche en penumbras, donde un
rayo de luna bailaba levemente, semejando el capricho de una forma humana en la
tapa del neceser. Entoces dijo, muy despacio: ¿Ves esa caja sobre la mesa,
forrada de lona gris? Es mi marido. Murió hace cinco años y no quise dejarlo en
el cementerio de allá. Y como al fin presiento que no me iré nunca de esta
ciudad, en cuanto amanezca lo llevo al Campo Santo, donde podrá descansar en
paz.
(De mi libro De Ceca en Meca. Editorial Betania, Madrid, 2010).
Lo llamaban Manuel; nacó en España, digo, Manzanillo. Coño, que tampoco era Manuel.
ResponderEliminarSin dudas que el docorcito ese era tremendo cabroncito... remendador de corazones al fin.