Por Gabriel Cartaya
Si una fiesta estadounidense tan popular como
Halloween tiene en los fantasmas un lujo de representación simbólica, es porque
en lo profundo del imaginario colectivo subsiste el impacto que nos han
transmitido las historias de seres sobrenaturales, las que desde tiempos
inmemoriales nos vienen acompañando.
No hay ciudad sin ingredientes mitológicos o
legendarios y en su constructo tienen un espacio preferente los cuentos de
muertos y aparecidos. Siendo maestro de montaña en mi primera juventud, tuve la
experiencia de caminar cientos de kilómetros en la Sierra Maestra, Cuba, y en
esas travesías escuché decenas de historias relacionadas con esos seres
inasibles que habitan la noche. Muchas veces, después de largas conversaciones
pobladas de fantasmas, debía transitar un largo camino en la oscuridad,
atravesando la curva, el río o frente al árbol, donde alguien había visto la
aparición. Lo insólito es que más de una
vez, al pasar por el sitio indicado, el caballo en que montaba tuvo reacciones
sorprendentes, como resoplar, poner las orejas de punta, desviarse o incluso
negarse a caminar.
Cuando unos años después, en las costas del Guacanayabo, conversaba
con hombres de mar, se repetían estas anécdotas, adecuadas a su entorno
particular: ahora una mujer vestida
de blanco que aparecía en la noche, no montaba a
caballo, sino en un bote, y lo mismo podía perder al pescador que iluminarle el
camino de regreso.
Hay un libro excelente que relata decenas de cuentos de muertos y aparecidos, escrito por el notable
historiador y antropólogo cubano Samuel Feijóo. Se llama Mitos y leyendas en
Las Villas y entre sus descripciones recuerdo la del taxista que se detiene
al anochecer, para llevar a una mujer vestida de blanco que le ha hecho una
señal de pare.
Cuando ella se desmonta frente a la casa que ha apuntado, le pide
esperar un segundo, que saldrá a pagarle. Pero pasan algunos minutos, el
taxista se inquieta y decide tocar a la puerta. La señora que abre se muestra
asombrada con la solicitud, pues a su casa no ha entrado nadie. Entonces, el
chofer ve la única fotografía que aparece en la pared y exclama triunfal: -Sí,
señora, es la misma joven que está en el retrato. –Es mi hija– respondió la
mujer–, hace ocho años murió en un accidente, ¿dónde usted dice que la recogió?
Un taxista de México, años después, le contó un suceso similar al
escritor Gabriel García Márquez y no dudo que en muchas ciudades del mundo esté
recreada la misma aparición.
Tampa, claro está, tiene sus propios fantasmas. Hay una hermosa mujer
rubia que aparece en las noches nebulosas del puente Sunshine Skyway. Muchos
han contado que ha subido a su vehículo
y a los pocos instantes desapareció por la ventanilla. Casi siempre ocurre
cuando el chofer viaja solo, pero un matrimonio de Sarasota ha contado que les
acompañó, sentada en el asiento trasero, donde comenzó a llorar, confesando que
el puente le daba mucho miedo. Ambos se miraron asustados y cuando se
atrevieron a girar el cuello hacia atrás, el asiento estaba nuevamente vacío.
Después recordaron que unos años atrás,
el 27 de diciembre de 1996, en este lugar se produjo un enorme accidente
que implicó a una gran cantidad de carros, pero sólo murió una mujer rubia.
Tal vez la mujer que dejó ensimismado al pescador Tato Palacios en el Skyway
una madrugada, haciéndole perder la ilusión de que fuera real cuando
desapareció en un relámpago de sus ojos, era la misma que montó en el auto del
matrimonio sarasotano.
Es famosa también una hermosa casa a la orilla del mar, en Bradenton
Beach, que llevaba años deshabitada cuando fue adquirida por un matrimonio de
apellido Thomasson. Pero enseguida comenzaron a observar comportamientos
extraños: el sobre que el cartero dejaba en el buzón aparecía en el segundo
piso, se rompían valiosos objetos de
vidrio sin nadie tocarlos, las luces que apagaban se volvían a encender.
Cuentan que el matrimonio decidió llamar a un médium, a quien el
espíritu le transmitió que su nombre era Estrellita y que había muerto en la
bahía cuando naufragó el barco en que viajaba desde Boston, ilusionada para
casarse. Todavía algunos ancianos del lugar rememoran la historia de una
muchacha que venía de Massachusetts a contraer matrimonio y falleció en el mar cuando estaba casi al
llegar a Tampa. Lo curioso es que la recuerdan con el nombre de Little Star.
El teatro de Tampa, en la calle Franklin, tiene su propio fantasma,
que ha sobrevivido a su restauración de 1970. Un proyeccionista llamado Foster
Fink Finley murió en su cabina de trabajo, de un ataque al corazón, cuando
estaba proyectando una película. Desde entonces, muchos operadores del
proyector en esa sala han comentado las cosas raras que ocurren en el lugar: la
puerta se abre o se cierra sin que nadie esté cerca, se ha interrumpido la proyección
porque un ruido inesperado no dejó oír la terminación del rollo, determinados objetos se trasladan de
lugar sin explicación. Algunos empleados de limpieza, estando solos alrededor
de la media noche, han sido tocados en el hombro por detrás. Otros han visto
una figura humana moviéndose entre las butacas o han sentido quejidos
inexplicables. Nada, que algún espectro ha asistido más de una vez a una
película de fantasmas.
Hay más fantasmas en la ciudad, pero son tantos, que no caben en tan
breves cuartillas. De todos modos, si saben de alguno, me lo cuentan a través
del email: gcartaya@lagecetanewspaper.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario