Desde que se dio a conocer el tipo de coronavirus que
produce el Covid-19, que con tanta celeridad ha expandido por el mundo la
pandemia a la que ahora nos enfrentamos, cientos de científicos de varios
países están enfrascados en conocer el origen y comportamiento de este virus y
con ello orientar la respuesta médica que permita un eficaz tratamiento a los
pacientes que han contraído la enfermedad, así como encontrar la vacuna que permita,
finalmente, inmunizar a los seres humanos contra ella.
Aunque nunca antes se internacionalizó con tanta rapidez la respuesta
de la ciencia frente al peligro de una epidemia bacteriológica, me permito
recordar uno de los tantos esfuerzos que le antecedieron en la milenaria lucha
del hombre frente a las graves amenazas epidemiológicas, no sólo como homenaje
al talento, perseverancia, solidaridad y resultados del Dr. Carlos Juan Finlay,
sino también como un modelo de entrega a la ciencia en beneficio del género
humano.
Hoy se reconoce en el mundo el aporte de Finlay al descubrimiento de
la vacuna contra la fiebre amarilla, infección viral transmitida por un género
de mosquitos pertenecientes a los aedes y haemogogus. Aunque la enfermedad era
endémica de África, el trasplante de grandes cantidades de sus pobladores a
América como esclavos hizo que en los siglos XVI y XVII esa epidemia se fuera
generalizando en varios países de nuestro continente. Durante las guerras de
independencia americanas, muchas tropas europeas fueron azoladas por este
virus, causándoles a veces más bajas que los propios soldados libertadores. Así
ocurrió también en Cuba a fines del siglo XIX, pues los europeos no tenían los
niveles de inmunidad que las poblaciones afroamerindias habían adquirido.
A estudiar ese fenómeno se consagró el médico y biólogo cubano Carlos
J. Finlay, siendo el primero en definir que el origen del contagio procedía de
la picadura de un mosquito. Quien llegó
a ser un científico de renombre universal nació en Camagüey, en 1833. Estudió
en Estados Unidos, graduándose de médico en 1855 en una universidad de
Filadelfia.
Al regresar a su país, alcanzó notoriedad por sus propuestas
profilácticas y sanitarias frente a una epidemia de cólera que se extendió
hacia 1868. Sin embargo, apenas fue escuchado por las autoridades políticas de
la Isla, quienes vieron en sus recomendaciones un ataque a su desempeño. (Esto
nos recuerda la actitud inicial de autoridades chinas hacia el Dr. Li Wenliang,
cuando al relacionar los síntomas de sus pacientes con un nuevo
coronavirus fue acusado de difundir
rumores).
Posteriormente, el esfuerzo investigativo de Finlay se concentró en el
estudio del mosquito aeddes aegypti, al descubrir tras continuas pruebas
experimentales que este era el
transmisor de la fiebre amarilla. Aunque desde la década de 1880 estuvo
exponiendo su descubrimiento, no fue escuchado por la comunidad científica
inmediatamente. Su hipótesis vino a ser aceptada en 1900, cuando una comisión
estadounidense encabezada por el bacteriólogo Walter Reed confirmó rotundamente
su veracidad. Aunque entonces se
disminuyó el peso del aporte del médico cubano a favor de enaltecer el trabajo
de la comisión estadounidense, hoy se le reconoce mundialmente como el
descubridor del agente transmisor de ese contagio. Ello permitió, en lo
inmediato, que en 1901 se erradicara en Cuba y el Caribe la fiebre amarilla,
aunque hubo que esperar hasta 1937 para desarrollar una vacuna contra ese
virus. El mérito, entonces, correspondió al científico estadounidense Max
Theiler, que pudo desarrollarla con el esfuerzo de la Fundación Rockefeller.
Gracias a ello, aunque según la Organización Mundial de la Salud se producen
anualmente unos 200 mil casos de fiebre amarilla en el mundo, sólo un 15% de
los infectados se agravan y ponen en peligro su vida.
Pero me impulsó a escribir estas líneas para los lectores tampeños,
saber que el extraordinario científico cubano y universal que fue Carlos J.
Finlay también vivió un breve tiempo en nuestra ciudad. Su llegada a Tampa la
dio a conocer Patria, el 16 de abril de 1898. En una carta enviada a
aquel periódico por quien firmaba como ‘El Corresponsal’, informa que “en el vapor que condujo a Tampa al General
Lee, vinieron de la Habana gran número de cubanos conocidos”. Y entre los
nombres menciona al Dr. Carlos Finlay, así como a Jorge Finlay (presumo que se
trata de uno de sus tres hijos, llamado Jorge Enrique).
En un artículo que debemos a Jonathan Leonard, titulado “La vida de
Carlos Finlay y la derrota de la bandera amarilla”, el autor afirma que Finlay
“estaba ayudando a los rebeldes cubanos en Tampa” y que de aquí viajó a
Washington con el propósito de ofrecerse como voluntario para la fuerza
expedicionaria estadounidense que saldría para Cuba. Nos dice Leonard que el
Inspector de Sanidad del ejército, su amigo George Stemberg, intentó
disuadirlo, pero al no lograrlo lo nombró Subinspector General de Sanidad y con
ese cargo desembarcó en Cuba el 22 de junio de 1898, contribuyendo desde ese
puesto a la independencia de su país.
Al crearse la República de Cuba en 1902, Carlos J. Finlay fue
designado Jefe Nacional de Sanidad, desempeñando ese puesto hasta retirarse, en
1909. Murió a los 81 años, el 20 de
agosto de 1915, legando a la humanidad una obra imperecedera en su lucha contra
las epidemias. En honor al destacado científico, en 1946 la Confederación
Médica Panamericana eligió la fecha de su nacimiento, 3 de diciembre, como Día Internacional del Médico. Su ejemplo, en
este momento que enfrentamos una peligrosa epidemia, es sumamente alentador.
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