Durante los últimos días, la humanidad ha estado
pendiente de la extensión del coronavirus, el cual provoca el Covid-19 y ya
está presente en casi todos los países del mundo. Nunca una pandemia fue más
global ni tan rápida en cubrir cada uno de los continentes que habitamos.
Cuando las primeras noticias sobre este virus alertaron que en una región
apartada de China habían comenzado a morir decenas de personas a consecuencia de este azote, no
imaginamos que tres meses después
millones de ellas estarían aisladas en sus hogares,
en Asia, Europa, América, Australia, África, modificando de un día para otro
las costumbres más ancestrales de convivencia social.
Quién nos iba a
decir, en medio de las fiestas con que
nos deseamos un Feliz Año Nuevo, que miles de seres humanos –hasta hoy más de
trece mil italianos, más de diez mil españoles, más de tres mil chinos, más de
cinco mil en EE.UU.– no rebasarían el primer tercio del 2020, mientras decenas
de miles están hoy ingresados en un hospital con la esperanza de sobrevivir.
Cada día, miles de personas salen a los balcones a aplaudir a los trabajadores de la salud que luchan por salvar vidas |
En este tiempo,
hemos asistido a diversas reacciones por parte de gobiernos y organismos
mundiales, que intentan entender la magnitud del problema sanitario que
atravesamos y emitir políticas para controlar esta pandemia.
En medio de la
tristeza que genera la pérdida de un ser querido, el sobrecogimiento que desata
la posibilidad de morir, el hastío que pueda derivarse del aislamiento social,
o la ansiedad de un abrazo, hemos asistido en estas últimas semanas a actitudes
de profundo humanismo, que encarnan lo mejor de nuestra especie en cualquier
esquina del planeta. Entre ellas, merecen ser resaltadas, en primer lugar, las
continuas muestras de devoción y entrega de miles y miles de médicos,
enfermeros, técnicos de la salud y trabajadores en general de hospitales,
ambulancias, servicios, que atienden a los enfermos aun a costa de contraer la
enfermedad. Una de las noticias más dramáticas que he leído sobre una víctima
del coronavirus, es la de una enfermera italiana –Daniela Trezzi, 34 años– que
se suicidó al ser contagiada y temió infectar a otros. En El Clarín, se
sintetizó el hecho: “Daniela, elevada a símbolo del sacrificio y la solidaridad
porque vivía obsesivamente para salvar a los pacientes, eleva al martirio la
muerte o el contagio de casi 5700 médicos y personal sanitario en los
hospitales donde se combate en primera línea el coronavirus”. A ella y a todos
los trabajadores de la salud, es el homenaje que se ha ido extendiendo por el
mundo, a través de un aplauso que sale de los balcones y las puertas de miles de hogares, diciendo gracias a esas
generosas personas que luchan por preservar la vida de sus semejantes.
Asimismo, cada día,
como para aliviar el impacto que nos causa conocer el incremento del número de
contagios y fallecidos, escuchamos de
conmovedores actos de solidaridad a través de los medios de prensa y las redes
sociales. Una señora de más de 80 años, en San José de las Lajas, Cuba, oyó
decir que las máscaras servían para evitar el contagio e inmediatamente se sentó frente a una vieja máquina de coser.
A las pocas horas salió por el barrio, para que no quedara un vecino sin esa
protección. Eso mismo estuvieron haciendo, tal vez a la misma hora, un grupo de
voluntarios en el Chaco argentino, según dijo a la BBC Carlos Leonelli, un ciudadano de allí:
“Desde que se decretó la emergencia, se comenzaron a armar grupos de
voluntarios en toda la provincia y hoy se están confeccionando barbijos en las
casas”.
En el barrio llamado
Catuche, en Caracas, hay un grupo de “Madres promotoras de la Paz” que ayudan a
los de la tercera edad para que no salgan de la casa. Ellas se ocupan de
buscarle los alimentos y medicinas que necesitan, muchas veces compartiendo sus
mismas reservas.
En la India, ante el
brote de coronavirus, a través de
Facebook se creó un grupo de voluntarios que brinda apoyo a los miembros más
vulnerables de su comunidad. En una semana alcanzó el número de 5800 miembros.
En España, José
Ramón Andrés Puerta ha convertido sus restaurantes en cocinas comunitarias para
ofrecer almuerzo a familias de bajos ingresos, a personas sin hogar y de la
tercera edad. Es la misma conducta que en China tuvo Li Bo, quien acababa de
comprar un restaurante en Wujam cuando se desató el coronavirus y no lo cerró
cuando la gente dejó de salir a la calle, porque prefirió llevar comida a los médicos y enfermeras que
luchaban en los hospitales contra el temible virus.
El Festival de Cine
de Cannes, previsto para mayo, fue postergado por el coronavirus. Pero sus
organizadores abrieron las puertas del Palais des Festivals, para que las
personas sin hogar de la ciudad tuvieran donde refugiarse en los días que no
debían estar en las calles.
De
estos ejemplos pueden citarse miles y contienen más fuerza de contagio que el
propio coronavirus. Esto nos salva. Cuando estamos más aislados unos de otros,
en estos días en que nos vemos obligados a estar casi todo el tiempo en
nuestras casas, nos damos cuenta con mayor claridad de cuanto nos necesitamos
unos a los otros. Si hemos descuidado
por momentos la comunicación con el vecino, esta pandemia viene a recordarnos
la magnitud de su presencia, cuando un saludo suyo desde la ventana o un balcón
se convierte en el mensaje entrañable de la humanidad.
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