Cuando
el pasado sábado Richard Lee me tendió la mano en la sala de su casa, mi
primera sensación fue la de estar frente a un hombre bueno. El artista Carlos
Arturo Camargo Vilardy me invitó a conocerlo, advirtiéndome previamente sobre
toda la riqueza que guarda, a los 91 años, este hombre menudo, limpio,
sonriente, afectuoso y con lucidez para hablar del tiempo que le ha tocado
vivir desde el lejano 1930 en que vino al mundo, en Kentucky, cuando estaba en
su cúspide la gran depresión que azotó a Estados Unidos.
Pero
toda su vida de adulto, sus polifacéticas creaciones, la formación de su
familia y sus mayores alegrías las ha sentido en Tampa, donde vino a vivir para
siempre hace 75 años. En un momento de la extensa conversación, me sorprendió
con un breve comentario que brotó de lo más profundo de su ser, sin sospechar
que en él sintetizaba no sólo la más antigua sabiduría, sino que explica desde
el misterio de la palabra la propia razón que me motivó a conocerlo. Mirándome
a los ojos, con los suyos ligeramente aguados y sinceros, exclamó: Yo tengo
muchas respuestas, pero no me hacen las preguntas.
El instrumento musical es un precioso banjo creado por Richard |
De golpe, sentí aflorar el persistente deseo de conversar con los más viejos, buscando las respuestas a tantas preguntas acerca del mundo que ellos nos han legado. Desde la antigüedad, la reverencia a los ancianos alcanzó un sitio preponderante en la civilización humana; a ellos se les preguntaba el ciclo de las cosechas, el tiempo de las lluvias, los ritos amparadores, la sabiduría del gobierno, la voluntad de los dioses, el manejo de las herramientas, la ventura del parto y lo inevitable de la muerte. A ellos se les hacían las preguntas y sus respuestas seguían en los herederos como un libro abierto vencedor de la muerte.
Ahora
no es común llamar al anciano de la familia a presidir la conversación, ni se
presta la atención que merece una frase de sus labios temblorosos, como si sus
sentencias hubieran pasado de moda en un tiempo donde es posible preguntar casi
todo a una fría pantalla abierta al Internet. Es una pena, porque son insustituibles
los mensajes que emergen del cerebro de un anciano, e irreemplazable la
enseñanza proveniente de su largo camino.
Richard
Lee tiene toda esa luz que desbordó a nuestro alrededor bondadosamente. Al
hablar, a veces en un susurro, parece que salen de sus manos instrumentos
musicales como las preciosas guitarras y banjos que construía con maderas
preciosas talladas en el taller de su casa; mirando un amplio telescopio
elaborado por él se acercan a nosotros las constelaciones que más llamaron su
atención; volvemos al tiempo en que él perteneció a las Fuerzas Navales de
Estados Unidos cuando la Guerra de Corea o a su gusto por las avionetas que
aprendió a pilotear y después poseyó no sólo como diversión, sino también como
vehículo de trabajo. Cuando le pregunto por su viaje más largo por encima del
mar, menciona con emoción a Costa Rica. Pero el hombre piloteando una pequeña
nave aérea, un barco de vela en alta mar, elaborando vinos o diversos objetos
de madera, piel u otro material, es el mismo que también ha dado expansión a su
espíritu con múltiples lecturas y ha dejado testimonio de la interioridad del
alma en preciosos poemas, cuentos y múltiples escritos creados para su
intimidad sin proponerse publicarlos. Seguramente son esas realizaciones las
que explican su visible felicidad.
Todo este primer diálogo con Richard se concentró en oírle recordar acerca de estas múltiples experiencias, aunque también nos habló de su tiempo de estudiante en la Universidad de Tampa y su trabajo en la Compaña Richard Lee Reporting, fundada por él en 1964, la que aún presta servicios sobre informes judiciales en Florida Central al seguir activa bajo la dirección de Warren Lee, uno de sus vástagos, porque en Tampa se casó y tuvo 4 hijos que ya le han traído nietos, conformando una familia de la que muestra orgullo.
Richard,
que aprendió el idioma español por su admiración a la cultura expresada en esta
lengua, me dejó leer algunos de sus cuentos y poemas y le animé a publicarlos.
Asimismo, le prometí volver con nuevas preguntas, para que sus muchas
respuestas no se pierdan en el abismo del silencio. Al despedirnos, siento que en él, como en
tantos hombres y mujeres de su edad, se confirma que las ciudades son más ricas
y seguras donde se le presta mayor atención a sus habitantes longevos.
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