Desde hace poco más de un año y medio, venimos sufriendo la pandemia del coronavirus, la más brutal que la humanidad ha padecido en los últimos cien años. Primero llegaron las noticias desde China y muy pronto de Europa. Nos consternamos ante las tristes novedades de cientos y, enseguida, miles de fallecidos en un mismo día en Italia, España y otros países al otro lado del Atlántico, así como con las conmovedoras imágenes de hospitales colapsados y morgues insuficientes. En los primeros meses del año pasado entró a Estados Unidos y fue alcanzando a cada uno de los países de Latinoamérica, como ocurrió en Asia, África y en cada rincón del planeta.
Por muy
dolorosas que son las cifras de fallecidos que comenzaron a inundar los
noticieros no alcanzan a igualar el instante en que la revelación acompaña al
nombre de alguien conocido, aunque fuera el de una persona a la que viste sólo
alguna vez. Entonces, la palabra muerte se fija a un rostro definido y se hace
más doloroso cuando comprendes que nunca le volverás a ver.
Asimismo,
el pesar se acrecienta cuando sabes que el Covid provocó la muerte de un amigo.
En ese instante, sientes ese dolor sin fondo del que nos habló el poeta peruano
César Vallejo, porque el duro golpe entra envuelto en el rostro de alguien con
quien sostuviste charlas, copas, proyectos, sueños y cuyos recuerdos comunes ya
no volverán a ser compartidos.
José Ramón Redero |
Con Chucho Reytor, Miami, 1999 |
Hace menos de un mes una llamada telefónica me despertó con la infausta nueva de que había muerto Jesús Reytor, Chucho, como todos le decíamos. Hace unos meses estaba viviendo en Dallas, con su última esposa y allí lo atacó el coronavirus. Nos conocimos en Niquero, a principios de la década de 1970, cuando él apenas había culminado la secundaria básica. Después se hizo profesor y en la década del 90, ya en La Habana y en medio de la sobrevivencia con que los cubanos enfrentamos la miseria del llamado eufemísticamente período especial, trabajó en restaurantes y en lo que pudo, hasta que se montó en una lancha inventada de noche y desembarcó en Miami de milagro. Nos volvimos a ver en 1999, cuando yo vine a Estados Unidos por primera vez. Lo llamé por la noche, acabado de llegar a la emblemática ciudad floridana y al día siguiente, a las ocho de la mañana, estaba tocando en la puerta de la casa en que me hospedé. Nos abrazamos una y otra vez y me llevó a conocer la ciudad. En un momento le pregunté sobre la mejor vía para viajar a Tampa y su respuesta fue con otra pregunta: ¿A qué hora nos vamos? Al día siguiente salimos juntos para esta ciudad, en un Ford Explorer recién comprado por él. Ahora que ya no está, Chucho sigue en mí en aquel primer viaje que hice a Tampa, en todo lo que conversamos ese día sobre Niquero, sobre los amigos comunes, en mi primera mirada a esta bahía y en el abrazo de despedida al atardecer, porque al día siguiente él debía estar en su trabajo.
Después
nos volvimos a ver, pero aquel viaje juntos queda en mis recuerdos como el
momento tampeño de la larga amistad que sostuvimos. Ahora, me toca recordarlo
como fue: valiente, directo, emprendedor, desinteresado, decidido y,
especialmente, buen amigo.
Ramón Cisnero |
Ahora
nos falta Cisnero en Manzanillo, donde quiso y fue querido; su vida la arrebató
temprano el cruel Covid-19, como la de otros amigos, míos y de otros, de tantos
que, otra vez con Vallejo, sienten que esta pandemia hace suyos los versos: Hay
golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé.
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