–¿Y el paso por Tampa? –insistí, sabiendo que lo iba a mentar.
–Bueno, no les quiero aburrir con cosas ya lejanas, pero de
Tampa siempre hay que hablar. No he visto un sitio donde nos
quieran tanto a Martí, más que en muchos lugares de su propio país. La
oportunidad, que no me cansaré nunca de agradecer, me la brindó uno de los
estudiantes que renunció a días de vacaciones para atender a los maestros
cubanos. Lo he mencionado en esta casa
muchas veces, a Vittorio Guerrieri*, un siciliano que aplaudió los discursos de
Martí siendo apenas un niño. Cuando nos presentaron en Harvard, antes de darnos
las manos lo mencionó.
–Yo conocí a Martí –dijo, como si fuera suficiente para ser
mi amigo.
Y fue suficiente. Cuando estábamos en Nueva York para
regresar a Cuba, él me dice:
–Oye, ¿por qué no te vas a Tampa conmigo y de allí sigues a
La Habana? Es fácil.
Dicho y hecho. Hablamos con Fryer** y, aunque costó
convencerlo, lo logramos. Al día siguiente estábamos montados en un tren que,
dos días y medio después, estaba pitando su inmediato arribo al andén de Ybor
City. Antes de llegar, yo iba tan embelesado con los pinos que, en un momento,
no sabía si estaba leyendo su discurso o si la realidad ahogaba la imaginación
de presentirlos.
–Llegamos, Ángel.
Me detuve en el escalón, con miedo de poner un pie en el
mismo ladrillo donde él puso el suyo. ¿O los ladrillos rojizos se movían o mis
piernas temblaban? Al entrar en la Séptima Avenida, traje de la memoria:
Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas y, sin sacudirse el polvo del
camino y sin preguntar donde se comía o se bebía, preguntó cómo se iba a donde
estaba la estatua de Bolívar.
–¡Ese es Martí! –dijo Vittorio.
–Somos nosotros, mi amigo, que antes de sacudirnos el polvo
del tren vamos al lugar sagrado donde él dijo sus discursos.
–Aquí es. Aquí fue el Liceo Cubano, Ángel, de aquí salió su
voz al universo.
Yo me quedé sin voz al ver que su imagen brotaba de las
ruinas del caserón de madera y se elevaba delante de mis ojos, como un padre
cuando se le acerca un hijo. De allí pasamos frente a la casa de Paulina y
Ruperto Pedroso, que ya estaba metiéndose en la noche. Vittorio me dijo:
–Mañana pasamos para que los conozcas.
Seguimos y al pasar frente a la fábrica de Vicente Martínez
Ybor, imponente con su vestido de ladrillos bermejos, nos detuvimos frente a la
escalera de hierros que asciende hacia su puerta de entrada. Entonces Vitto me
confesó con creciente emoción, como si hubiera dejado para ese momento su mejor
recuerdo.
![]() |
| José Martí en la escalera de entrada de la fábrica de tabacos de Vicente Martínez Ybor. |
–Una tarde, Martí salió de ahí adentro rodeado de líderes cubanos y tabaqueros. Se detuvieron en la escalera, porque uno de ellos dijo que iba a tomar una fotografía. Yo andaba con otros chicos y nos pusimos delante, ¡quién sabe si un día aparece esa imagen! Después me acerqué a aquel hombre con cuerpo de muchacho, porque su mirada me daba confianza. Puso su mano en mi cabeza y me pareció que Cristo me estaba bendiciendo.
–¡Claro! –saltó Pepito–. Es la única foto conocida de Martí
en Tampa. La he visto. También aparece
el general Serafín Sánchez. Y es verdad que hay algunos niños en primera fila.
–Ah, quiero verla. Si pudiera enviarle una copia a Vittorio,
aunque desde que regresó a Sicilia no he sabido de él –comentó Ángel, siempre
tan buen amigo.
–Pero no lo interrumpan –dije–, que hoy nuestro Ángel está
inspirado y nos puede contar más acerca de Martí en ese lugar.
–Bueno, pues me fui a West Tampa con Vittorio, pues cuando
le pregunté por un hotel, respondió que el hotel era su casa. Muy cariñosa su
familia, entre ellos un primo suyo que enseguida se paró del piano.
–Stefano Guerrieri***, para servirle –me dijo, estrechándome
la mano.
Ahora es un músico importante y ha estrenado sus óperas
hasta en Nueva York, pero no me quiero salir de Martí, que es del que quieren
saber. Me alegré de ir a Tampa, fue como un sueño cumplido. Al día siguiente
caminamos por West Tampa desde temprano, porque Vittorio quería enseñarme la
biblioteca donde estuvo el Céspedes Hall, donde se reunieron tantos cubanos
ilustres. De allí seguimos a la fábrica donde se torció el tabaco para ocultar
la Orden de Alzamiento y, muy cerca, la casa donde vivió Fernando Figueredo.
Vittorio lo sabía todo de los cubanos, hasta de una casita donde vivió unos dos
meses la madre de Martí.
–¿Cómo que la madre de Martí vivió en Tampa?, ¿pero de dónde
has sacado eso? –pregunté.
–Pues sí –afirmó Ángel–. Fue a mediados del 98, cuando la
guerra se estaba acabando. Vivió allí con La Chata, una de las hijas, en la
calle Chesnut. Cuando estuve allí, todavía muchas personas la recordaban.
–¿Por qué no escribiste sobre eso, tío? –preguntó Pepito.
–Eso es para ustedes, los historiadores –se defendió, para
empatar el cuento–. De allí montamos en el tranvía hasta Ybor City, porque
insistí en conocer a los Pedroso. Cuando llegamos a la casita de madera, allí
estaban los dos, con la duda de si era prudente regresar a Cuba en ese momento.
–En este cuarto durmió él más de una noche –dijo Paulina,
que ya tenía más de cincuenta años, pero se le veía vigorosa y jovial.
–Y es verdad que estuvo enfermo y que aquí vino a curarlo el
médico Barbarrosa?
–Ay, m’ijo, ¿tú no lo has oído decir? Trataron de
envenenarlo. Dos malvados le brindaron una copa de vino aquí mismo, al doblar
de la esquina. Él, de buenazo, les creyó. A esos malvados los compró el
español. Yo me asomé y lo vi doblado del dolor, mordiéndose los labios. Casi lo
traje a cuestas y lo acosté. Ruper corrió a buscar a Don Miguel, un médico de
nosotros. Con un purgante, enseguida vomitó hasta la hiel. Parecía que se iba a
quedar sin tripas. Estaba blanco como un papel y no lo dejamos moverse de esta
casa durante tres días.
–¿Y los tipos, Ruperto?
–No lo vas a creer. Ya sabíamos del que le dio la copa. A
los dos días, por la tardecita, Martí lo distinguió entre tres o cuatro que
pasaron frente a la casa. Yo fui a coger la escopeta y me detuvo: Llámelo, por
favor. Entró y se sentaron a hablar. Él le hablaba despacito, casi hasta con
cariño, mientras el hombre bajaba la cabeza. Pues aquel mulato fue de los
primeros expedicionarios que salieron para la guerra. Debió pelear muy duro,
porque llegó a comandante. Su nombre es Valentín Castro Córdova, tal vez usted
pueda encontrarlo por allá.
–Mire usted quién era Martí. Ese hombre era un santo –afirmó
Paulina con lágrimas en los ojos.
–¿Y no van a regresar a Cuba? –les pregunté.
–Estamos esperando a ver si llega la república que él
quería, pero tenemos muchas dudas –dijo Ruperto y continuó–: Aquí mismo ya no
es como cuando él reunió a todos los cubanos, sin distinción de color,
profesión, creencias. Ahora ya no está el Liceo Cubano donde él habló. Están
fundando un Círculo Cubano, pero ese es para gente blanca y de plata. Los
prietos nos estamos agrupando en otra asociación. La llamaremos Martí-Maceo,
uno blanco y otro mulato, porque ellos fueron un ejemplo de que la división racial,
como todas las divisiones, van contra la humanidad. Yo no sé ustedes en Cuba,
porque todavía le están dando vueltas a una Constitución que traiga un gobierno
propio, pero no tengo buenas señales.
Esa misma tarde conocí a Ramón Rubiera y hablamos mucho de
Martí, pero no les voy a cansar más.
Citas:
*Se refiere a un estudiante ficticio de la Universidad de
Harvard, institución que ofreció un curso de verano a maestros cubanos en 1900
en la que participa el protagonista que, muchos años después está contando esta
experiencia en un grupo familiar al que pertenece la andaluza. En la novela hay
información histórica acerca de este acontecimiento casi olvidado.
**Alexis Frye es también una figura histórica. Fue
superintendente de escuelas en Cuba durante la ocupación estadounidense en la
Isla entre 1899 y 1902. Fue quien propuso y organizó el curso a los maestros
cubanos en EE. UU.
***Stefano Guerrieri es una figura histórica de la que hemos
escrito en esta columna. Fue un músico italiano que vivió en West Tampa (Ver:
https://gabrielcartaya.blogspot.com/search?q=Stefano+Guerrieri). Su primo
Vittorio, sin embargo, es un personaje de ficción.
Nota: La novela El secreto de la andaluza, puede adquirirse
en Amazón.


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