viernes, 5 de diciembre de 2025

Entrevista al historiador y escritor Alfredo Antonio Fernández

 Mientras estoy leyendo la novela Dominó de dictadores, de Alfredo Antonio Fernández, he tenido la suerte de conversar con su autor, quien se desempeña como profesor en la Universidad de Prairie View A&M, en Texas.  Es de origen cubano y en su país, donde se graduó de Historia en la Universidad de La Habana,  publicó sus primeras novelas: El Candidato (1979) y La última frontera (1898), ambas muy bien reconocidas por la crítica.  Después vivió en México y allí hizo un Máster en Estudios Latinoamericanos en la UNAM.

En Estados Unidos, donde radica actualmente, obtuvo un Doctorado en Español en la Universidad de Houston. Además de su labor académica, ha publicado una extensa obra que incluye varias novelas, relatos, ensayos, periodismo.

Le propuse una entrevista para La Gaceta y, al responder positivamente, le envié estas preguntas a las que respondió con amabilidad. La presentación de Fernández requeriría mucho espacio y prefiero limitarlo a sus respuestas, las que aparecerán en más de un número de nuestra publicación.


En los casi cincuenta años que separan El Candidato (1978) de Míster Verde y la señorita Greene (2025) has publicado una gran cantidad de novelas y ensayos que te convierten en uno de los escritores cubanos más prolíficos. ¿Cómo has hecho para tanto escribir cuando, a la vez, has tenido que insertarte en otra cultura, idioma y convertirte en un profesor universitario de prestigio en Estados Unidos?

No es fácil resumir tanto tiempo de escritura creativa, pero algo haré. Hasta hoy (2025) he publicado 18 libros: 12 novelas, 4 ensayos, uno de relatos y otro de no ficción. Han sido publicados en    Cuba (6), México (1),  Estados Unidos (1) Francia (1) España (5) y cuatro en Alemania. Premios: El Candidato (1978, Premio Nacional de Novela Cirilo Villaverde, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba); La última frontera 1898 (1985, 1.ª Finalista al Premio de la Crítica, Cuba); Lances de amor, vida y muerte del Caballero Narciso (Premio Razón de Ser, 1992 y Premio Novela Alejo Carpentier 1993); Dominó de dictadores (Premio Razón de Ser 1993 con título Dios y Trujillo), Adrift: The Cuban Raft People, (Rockfeller Foundation Fellowship at Florida International University, 1995); Bye, camaradas (Primer Finalista Premio Internacional Novela Marcio Veloz Maggiolo, New York, 2002 y Finalista Premio Internacional Novela La ciudad y los perros, Madrid, 2004) y Citizen Kane se fue a la guerra (1.ª finalista Hypermedia International Literature Prize, USA, 2020).

En realidad, no ha sido fácil ni en Cuba, ni en México ni en Estados Unidos, los tres países en los cuales he escrito libros, escribir y trabajar como profesor (Universidad de La Habana-Universidad Autónoma del Estado de México (Toluca Campus)-Prairie View A/M University (Texas). Por el horario de clases y actividades hace mucho adquirí ­hábitos de vampiro de escritura a ­deshoras –nocturnas y fines de semanas– en tierras, lenguas y culturas ajenas. Son retos a los que logré acostumbrarme más que superar, pero con sentimiento de extrañamiento. Cuando ocurre, trato de recordar un par de frases que sirven –si no a superarlos– a hacerlos llevaderos. La respuesta de Trotsky a la pregunta ¿Cómo se las arregla para escribir en el exilio? fue: “Con papel y lápiz a mano”. La frase que escuché al profesor universitario Juan Pérez de la Riva –prisionero en un campo de concentración nazi en la Francia de Vichy– antes de ser enviado a Cuba tras rodar por media Europa en la II Guerra Mundial: “La patria no se lleva en la suela de los zapatos”.

Repito, no es un consejo de vida, es un criterio personal basado en mi experiencia de vida profesional que no ­necesariamente funciona en otras personas en circunstancias similares.

¿Cómo un Licenciado en Historia de la Universidad de La Habana prefirió la literatura para expresar sus inquietudes históricas y, ya en Estados Unidos, optó por un doctorado en español?

Aunque parezcan de signo contrario entre sí, en mi experiencia personal he logrado con esfuerzo armonizarlas, lo mismo en Cuba que en Estados Unidos. En entrevista con Amir Valle –director de la revista cultural Otro lunes y de Ilíada Ediciones en Alemania– dije que en época de estudiante en la Universidad de La Habana –años sesenta– las diferencias entre Literatura e Historia eran flexibles, se armonizaban en la Facultad de Humanidades en la cual ambas disciplinas ocupaban pisos contiguos en la mañana y la tarde y se ejemplificaban en el profesor y escritor Alejo Carpentier –honra asistir a algunas de sus clases– quien con orgullo aseveraba sentirse “un historiador que escribía literatura” y otras “un músico que escribía novelas”. Así que, al graduarme de Historia, redondeé mi formación de Literatura Latina con Vicentina Antuña y seminarios de Rousseau y el Modernismo con Mirtha Aguirre y otros. Empecé a impartir clases de Historia Social del Arte y la Literatura con Enrique Sosa en el área de Historia –siguen juntas ambas disciplinas en mi experiencia personal– dando lugar a nuevas experiencias. Una de ellas –imbricación de “cultura clásica” y “cultura popular”– muy singular. Mi colega Enrique Sosa con más años y experiencia era aficionado a las culturas afrocubanas.

En los años setenta tenían fama los escritos de Umberto Eco que mezclaban literatura medieval –classic cult– con el cine de James Bond –pop cult– con eco en nuestro ámbito caribeño, latino y tropical de Cuba. ¿De qué tipo? El edificio de Humanidades quedaba en una intersección de vías, Zapata y Calle G, con árboles en las orillas, del lado opuesto, sobre una loma, una fortaleza colonial emblemática, el Castillo del Príncipe, sede de la cárcel más importante de Cuba. Al finalizar las clases, Sosa y yo hacíamos el recorrido desde Zapata y G al mausoleo del expresidente José Miguel Gómez (Tiburón). Nos deteníamos en los árboles de G ¿Por qué? Los familiares de los presos en el Castillo del Príncipe habían hecho de las raíces de los árboles un lugar de culto donde depositar ofrendas de amor (calderos) hacia sus parientes y de odio (ebos) a sus captores. Sosa y yo recogíamos los atados siguiendo el ritual con la mano izquierda para evitar que el “daño” cayese sobre nosotros. Luego, al llegar a la casa de Sosa abríamos y era una sorpresa saber qué ­contenían.

Hubo tardes en las que para estudio recolectaba monedas (kilos prietos, patas de gallinas, cabezas de gallos, patas de conejos, raspadura de coco, frascos con miel de abejas, corazoncitos de tela acribillados con alfileres, pañuelos de colores). ¿Crees que exista un ejemplo de sincretismo de classic cult con pop cult en el ámbito caribeño – en la vertiente preconizada por Umberto Eco–, mejor que recibir e impartir clases de cultura universal en las mañanas en un edificio de arquitectura modernista y en las tardes en las calles aledañas a un viejo edificio colonial, recolectar ofrendas y “brujerías” afrocubanas a las que acabo de relatar?  ¿Se precisa una experiencia de vida profesional mejor a la que te cuento para que me decidiera hace casi medio siglo por la narrativa histórica?

Además de tus hermosas novelas, donde el lenguaje es tan rico como el contenido, has publicado obras de crítica de cine que gozan de prestigio entre los especialistas y cinéfilos, como es el caso de A través del espejo: El cine hispanoamericano contemporáneo. ¿Cómo explicas la cercanía en el lenguaje cinematográfico y el novelístico?

El texto de cine que mencionas no es único, hay dos más: Buñuel In Memoriam, (2016) y Cine Latino de Humor Negro (2022), ambos publicados por la editorial El barco ebrio, en Madrid y en venta en Amazón.

Los capítulos de ambos textos fueron publicados en el magazín cultural Otro lunes (Berlín) entre 2009-2022. El resto de la respuesta a tu pregunta en parte la anticipé en las entrevistas (2021-2023) en Otro lunes: desde niño soy aficionado al cine pues iba con mi abuelo todas las noches durante los veranos a uno en la esquina de la casa y vi montones de comedias norteamericanas de El Gordo y El flaco y otro montón de comedias mexicanas de Cantinflas y Tin-Tan. Cuando leas una de las novelas de la tetralogía de Ilíada EdicionesCitizen Kane se fue a la guerra– verás cómo increíblemente en el inconsciente de mi mente por décadas quedaron grabados procedimientos artísticos de ambas géneros cinematográficos y culturas que muchos años después desarrollé creativamente en los capítulos de Estados Unidos y México en la revolución mexicana con las figuras de Pancho Villa, Ambrose Bierce, Stan Laurel, Oliver Hardy, etc. También en esas entrevistas explico como al pasar los años, y graduarme de Licenciado en Historia en la Facultad de Humanidades, paralelamente comencé a asistir a cursos de Apreciación Cinematográfica, Historia del Cine, Guiones, etc hasta que en 1982 me vinculé profesionalmente al Instituto del Cine (ICAIC) como guionista de la Dirección de Cinematografía, asesor del Centro de Estudios Cinematográficos y asistente a los Festivales Internacionales de Cine Latinoamericano sin dejar de enseñar en la Universidad Historia Social, Arte y Literatura y Cultura Latinoamericana. Y si aún quieres un dato más para dar respuesta a tu pregunta: “He visto, en textos tuyos, la cercanía en el lenguaje cinematográfico y el novelístico. ¿Cómo lo explicas?” Te responderé brevemente con la lección inaugural que recibí en el Curso de Guiones en el ICAIC. El profesor me dejó a solas por media hora en una salita de cine, al cabo regresó y me preguntó: “¿Qué viste?” Con dudas de si hablaba en serio o en broma, le respondí: “Ver no vi mucho, la pantalla en blanco”. Sonrío y me dijo: “Pasaste la lección. Eso es lo que debes ver, la pantalla, todo sucede allí. El trabajo de un guionista es ‘llenar’ esa pantalla en blanco con la narrativa de un texto visual. Esa es su meta, y en eso debe enfocarse. Lo demás no tiene interés. Todo pasa en la pantalla, nada fuera de la pantalla”. ¿Basta con esta lección aprendida hace ya mucho tiempo como respuesta a vuestra pregunta…?

¿Qué ventajas –y desventajas, tal vez– has encontrado en la emigración para escribir?

Interesante pregunta. Hay muchas clases de emigración, por mencionar  algunas: política, económica, religiosa y turística que es como decir fan del paisaje. Pese a las diferencias, hay coincidencias. Hay dos que vale la pena mencionar: la maleta en la que carga ropa y zapatos el emigrado y la cabeza donde guarda pensamientos y recuerdos. De las dos, la primera es efímera, la ropa y los zapatos se desgastan y es preciso cambiarlos, al hacerlo ni el color recuerdas. Pensamientos y recuerdos son otra cosa, no se desgastan, echan raíces, se fortalecen con el tiempo y cuando vienes a ver tienes una ceiba plantada en el cerebro. Salí de Cuba hace treinta años en un momento tan extraño y difícil que hasta al mismo gobierno se le hacía difícil nombrar, y ya se sabe por la filosofía de los antiguos “lo que no se nombra no existe, aunque persiste”. El término acuñado no podía ser más eufemístico: “período especial”. De ser sinceros, debió ser “período de la tristeza”, o “de la crueldad”. Palabras sagradas: eligieron la elipsis, la metáfora, el “ninguneo” socrático “solo sé que no sé nada” hecho “período especial in saecula saeculorum. Palabras ­profanas: mientras las cosas que preservaban la vida como la vivienda, los alimentos, el agua, las medicinas, el transporte, la electricidad, las escuelas y la creación cultural desaparecían sin remedio, se incrementaban la falta de vivienda, los derrumbes de edificios, la escasez de alimentos, el suministro de agua, los apagones eléctricos, la recogida de basura, las epidemias, la censura artística y la represión policial en calles y cuarteles. En resumen: lo peor no era el derrumbe en un día del bloque de países comunistas de Europa del Este, lo peor era la caída diaria de un pedazo del techo que nos cubría hasta quedar en el puro descampado. Si los pensamientos del emigrado pueden tornarse negativos, no ocurre igual con los sentimientos; si se trata de artistas emigrados, puede haber desenlaces que van de la esterilidad a la dinámica de la creación. En mi caso, quiero pensar que tras adquirir una Licenciatura en Cuba, un  Máster en América Latina (México) y un Doctorado en Estados Unidos, llegar a ser Associate Professor y escribir y publicar once (11) libros en treinta (30) años en México, Estados Unidos, España, Francia y Alemania, hice bien en optar por la dinámica de la creación y no la de la esterilidad.

En la literatura sobre los dictadores en Hispanoamérica, siempre se menciona a Yo el supremo, de Roa Bastos, a Alejo Carpentier con El recurso del método, a García Márquez con El otoño del patriarca y también aparece La fiesta del chivo de Vargas Llosa.  En esos ejemplos, sus novelas aluden a una dictadura especifica. Sin embargo, tu Dominó de dictadores abarca un espectro mayor, yendo al fondo de esa tragedia en Cuba, Santo Domingo, Alemania, y todo el escenario al que se expandió. ¿Qué te propusiste con una obra donde el novelista tiene tanta profundidad como el historiador?

Vamos por partes en la respuesta. Creo que fue el escritor cubano Antonio Benítez quien habló de Cuba como “la isla que se repite”. Una buena frase, irónica, como aquella de la dictadura de Machado –Cuba en sentido figurado– como “la isla de las cotorras”, o la de un amigo de la universidad que la definía como “la isla del tiquistiquis”. La historia de América Latina, pese a grandes diferencias tiene rasgos que se repiten: golpes de estado-dictaduras-revoluciones ad infinitum. Triste historia de la que se aprovechan políticos y militares y dicen que la democracia guía sus acciones. Los escritores que mencionas –de cerca o de lejos– pasaron por la experiencia de “vivir en dictaduras” de diferente intensidad y coloración: Carpentier-Machado, Roa Bastos-Stroessner, García Márquez-Rojas Pinillas. Hay muchos más, y es inevitable citar a Asturias con El señor presidente, un genial precursor. Las novelas del trío fueron calificadas por Benedetti como El recurso del Supremo Patriarca, las he leído y cada una me gusta por algo diferente: la de Carpentier por ser un potpurrí de las dictaduras de Díaz en México, Gómez en Venezuela y Machado en Cuba; la de Roa Bastos por apegarse a una visión historicista del dictador Rodríguez deFrancia y la de García Márquez precisamente por el hecho de ser criticada como “exagerada”, “caricaturesca” y ·desmedida”, pero que adoro. Te diría más, no es posible separar el trío de novelas del momento en que se escribieron –años setenta– vigentes aún las secuelas de las dictaduras militaristas y anticomunistas del Cono Sur en Bolivia, Brasil, Uruguay y Argentina. Debía tener en cuenta todos estos elementos a la hora de escribir la mía, de hecho, crecía en perspectivas y horizontes a medida que desarrollaba la investigación y la escritura. Primero se limitaba a la Era de Trujillo (1930-1961), como tal ganó el Premio Razón de Ser (1992) del Centro Cultural Alejo Carpentier. Me fui a México al año siguiente como Profesor Invitado, entre las clases en la universidad y la asistencia como estudiante al Máster en la UNAM, solo pude escribir un capítulo en 2 años, La Habana 1933, que publiqué en la Revista Coatepec de la universidad en la que trabajaba. Al año siguiente (1995), interrumpí al ganar una beca Rockefeller y trasladarme a Florida International University cinco meses investigando sobre la crisis internacional de los balseros, pero ya era consciente que daba para más que Trujillo y República Dominicana y debía ampliar a Cuba con Batista y Fidel y a Alemania con Hitler.

Al finalizar la investigación  en Florida me trasladé a Texas, a trabajar como Teaching ­Assistant mientras cursaba el Doctorado en Estudios Hispánicos y escribía Adrift: The Cuban Raft People. No fue hasta principios del siglo XXI que empecé a trabajar en Texas A & M University, tras graduarme, que retomé el escrito como Dominó de dictadores, y con ese título lo publicó Ilíada Ediciones en Berlín.

Si en una mochila de salvación solo pudieras poner tres libros tuyos, ¿con qué pretextos los elegirías?

Déjame primero tomar aliento y sonreír antes de responder. Me pones en la disyuntiva del padre que tiene varios hijos y debe elegir entre uno de ellos … Entonces, para evadir la decisión, si de salvar textos en una mochila se trata, iría antes a la tienda a comprar una más grande -mejor una maleta- para que cupieran más de tres y “salvar” a los que creo que conforman un ciclo histórico de más de un siglo en Cuba, las dos Américas y parte del mundo que pueda dar a los lectores del presente y del futuro una idea de quiénes fueron, cómo vivieron, amaron y odiaron los muchos personajes y situaciones que en ella aparecen. 

Mi lista incluiría en un orden que no tiene nada que ver con rankings jerárquicos -solo fecha de publicación- ni países de edición, a los siguientes títulos de novelas: El candidato, La última frontera 1898, Del otro lado del recuerdo, Los profetas de Estelí, Lances de amor, vida y muerte del caballero Narciso, Bye, camaradas, Aló, marciano, Dominó de dictadores, Citizen Kane se fue a la guerra, El condotiero, la domadora y el escritor, Míster Verde y la señorita Greene. Once, de un total de 18 publicados.  Si es necesario, con tal de cargar con todos ellos en la mochila y salvarlos, estaría dispuesto a pagar por exceso de equipaje.

Gracias, amigo Gabiel, por esta oportunidad de aparecer en La Gaceta de Tampa.

 

 

    

        

viernes, 21 de noviembre de 2025

El dichoso aventón

 Para mi hijo Julius, que me lo contó

Cuando Bartolo se acomodó el saco en el hombro, supo que no bajaba de un quintal, pero llevaba dos horas esperando que asomara un cacharro con ruedas que lo llevara hasta Pilón. Eran varios kilómetros y por mucho que, a sus setenta años, caminara con aquella carga, la noche lo iba a alcanzar antes de llegar a su casa. No le quedaba otro remedio. El transporte público había sido penosamente eliminado “por falta de combustible”, según dijo el jefe del poder popular. Cuando el dirigente agregó que la culpa era del imperialismo, a Bartolo le extrañó que los enemigos no hubieran bloqueado también los litros de gasolina destinados al Lada, donde ya apenas cabía la barriga del compañero.

Al mirar la carretera que viene llena de huecos desde Santiago de Cuba, angustiada entre las laderas gallardas que se encaraman en las lomas a mirar la grandeza del mar, Bartolo perdió la ilusión de que algún almendrón desperdigado pudiera darle un empujón. Ajustó el bulto con las dos manos, con más atención en la que cerraba la boca. Está bien sujeto, se dijo, al avanzar la pierna derecha hacia la caída del sol. Salir con la izquierda da mala suerte, pensó, lo que vino a comprobar con alegría cuando apenas había dejado atrás un kilómetro llano.  Primero fue un zumbido, como un panal de abejas escapadas de la colmena, pero enseguida se le hizo inconfundible el sonido contento de un motor.  Se detuvo en seco, como si hubiera chocado en sueños con una providencial aparición. Volvió la vista hacia la curva de Farallones y adivinó el resplandor del automóvil. Aguzó bien los ojos para cerciorarse de que no era un espejismo y al ver que se agrandaba a cada segundo, desmontó la carga y se dispuso a preparar una señal cariñosa para cuanto lo tuviera a pocas varas de distancia.


Todavía le dio tiempo para una elucubración: debe ser algún dirigentico que viene del hotel y si le ha ido bien con alguna secretaria estará muy feliz. Y si viene feliz me va a parar. Pero esos razonamientos manigüeros se le derrumbaron en un instante, al darse cuenta, cuando ya lo tenía arriba, que era un carro de policía.  No le dio tiempo a desmontar la señal del brazo, ante la rapidez con que se tiraron del auto los dos uniformados. Uno de ellos ni lo miró, al lanzarse con la voracidad de un cuervo sobre el saco agachado en la cuneta. Lo estrujó una y otra vez, por la garganta y la barriga, apretando los dedos con fuerza sobre los granos huidizos en su interior.

–¡Es café, carajos! –gritó con alegría, como si hubiera descubierto un tesoro largamente perseguido.

–Está detenido, ciudadano. Suba inmediatamente al carro –le dijo el otro oficial, en cuyos grados identificó a un sargento con ambición.

El viejo, sudoroso, fue a abrir la boca, con un tartamudeo que se le quebró antes de formarse la palabra. Quiso abrir los brazos en signo interrogativo, pero el sargento lo empujó con violencia hacia el asiento de atrás. El policía más simple se acomodó a su lado, con la mano derecha encima de la pistola y la otra en posición de alerta, con el puño cerrado. En el camino tampoco lo miró. De haberlo hecho, tal vez se habría alarmado con la tranquilidad de su rostro, con una pizca de satisfacción que le saltaba por el rabillo del ojo, o con un leve movimiento en la comisura de los labios que le atajaba un sonreír. Pero iba tan complacido con su captura, imaginando su ascenso con tanta vanidad, que apenas sintió el frenazo que los detuvo frente a la unidad de policía de Pilón.

¿Por dónde vendría yo?, se preguntó Bartolo, cuando le abrieron la puerta y lo empujaron hacia la última luz de la tarde para que oyera, bien clarito, la declaración.

–Capitán, capitán, aquí le traemos a este viejo cargado de café –anunció el sargento.

Al capitán se le abrieron tan desmesuradamente los ojos que hicieron tambalear al saco detenido en sus pies.

–¿No me diga? Vamos a ver, ciudadano. ¿Cuántos miles de pesos creyó que iba a ganarse con esa carga?

–No es para vender.

–¿Cómo que no es para vender? ¿Se iba a tomar usted solito todo ese café?

–Usted me perdona, Capitán. Se lo digo con mucho respeto, eso no es café.

Al Capitán se le inflamaron las venas de la garganta, como si, al desaparecer el delito, volara por los aires el polvo negro que tanto alegraba a su mujer. Dio dos golpes con rabia en la pared y, para más desconcierto, se cayó el Comandante en Jefe del venerado cuadro. Su índice despavorido equivocó el rumbo y, en vez de apuntar al saco, señaló al rostro del Máximo Líder deformado por los cristales rotos. Asustado con la prefiguración, gritó desaforado:

–Entonces, ¿qué es eso, desgraciado?

–Era el Comandante, Capitán.

–¡Qué Comandante, ni Comandante!, ¿qué carajos trae usted en ese saco?

–Palmiche, Capitán, palmiche pa’ los puercos.

El sargento estaba anonadado, sin atreverse a mirar al Capitán. Miró al saco boquiabierto, tomó un puñado de granos en las manos, los lanzó con fuerza al pecho de Bartolo y lo increpó lleno de odio:

–¿Por qué cojones usted no me lo dijo?

–!Ay, oficial! Si se lo digo allá, todavía estaría yo en la carretera.

–Váyase a la mierda, viejo infeliz.


          Nota (innecesaria a cubanos). La venta de café en Cuba está prohibida desde la década de 1960 y constituye un delito condenable a prisión. El estado vende unas escasas onzas  por persona al mes.

 

 

 

 

viernes, 14 de noviembre de 2025

Despedida luctuosa a Irma Martínez Martínez, madre de Alberto Sicilia

 Nos ha dejado la madre de un amigo, la madre de Alberto Sicilia. La muerte de una madre, no nos cansaremos de saberlo, es la desaparición física de la mujer que nos trajo a la vida, porque su rostro, palabras, sonrisa, abrazo, amor, perviven en los hijos hasta que ellos mismos le siguen hacia la eternidad. Y no solo en sus hijos y nietos, sino también en los amigos de sus hijos que tuvieron el privilegio de sentarse a su alrededor.

Esta vez, lo sé, porque tuve el privilegio de ese asiento. Antes de conocer personalmente a Irma Martínez Martínez, fallecida el 9 de noviembre en su pueblo de Cabaiguán (Cuba), su hijo Alberto Sicilia me había hablado en múltiples ocasiones de ella. Como llevaba más de un año sin verla cuando nos conocimos, al mencionarla le brillaban los ojos, se le enternecía la palabra, como cuando el recuerdo reemplaza la imagen que no se aparta del corazón.

Unos años después, vi al amigo afanado en embellecer un cuarto de su casa. “Es que pronto viene mi mamá”, me dijo. A los pocos días ya Irma estaba en Tampa y enseguida la fui a saludar. “Uno de mis amigos”, oyó al hijo, y con una agilidad admirable para sus más de ochenta años se puso de pie para darme un abrazo. Ya habían pasado a verla los amigos de su hijo que la conocían desde Cabaiguán, como Fernando, Nolberto y otros, pero yo recibí el gesto como si también lo hubiera ganado desde antes. Es que las madres son así, adivinan antes que nadie a quienes le quieren a sus hijos. Y cuando la intuición se hace palpable, se convierten en madres también para ellos. Así sentí la mirada de Irma el día en que en Lutz la conocí.

En las visitas siguientes no hizo falta presentación. Algunas veces su abrazo fue el primero al entrar a la casa, porque su sala tenía la delantera, en justa preponderancia. Y como siempre nos sentamos a conversar en el porche, donde no falta un vino y un tabaco, Irma se desplazaba hacia nuestro lado, a oír y decir. Oír, porque quería saber todo de su hijo: sus constantes proyectos literarios, su afán de libros, sus amistades ganadas, sus preocupaciones de mundo; decir, porque quería que todos supieran desde cuando nacieron esos sueños, cómo era su hijo en la niñez, contar una travesura adolescente, un premio o un castigo, un desvelo y los grandes regocijos. Oyendo o diciendo se emocionaba, se le iba la sonrisa y la mirada por toda la biografía del hijo que le nació poeta. Tuvo dos más y los quería seguramente igual, pero el que la trajo a Tampa creció con una luz que a ella le brillaba en los ojos.

El hijo la paseó por Tampa con orgullo. La llevó a casa de sus amigos –a la mía en varias ocasiones–,  a los eventos públicos que frecuenta, a restaurantes para verla disfrutar un plato diferente, a  cada rincón de Ybor City por donde pasaron los héroes cubanos del siglo XIX, a que oyera en el silencio la palabra Cuba donde la dijo Martí y que, ahora, su hijo la estaba repitiendo. Como si no alcanzara tanto recibimiento, brindis, presentación, un día la llevó a un torneo de dominó realizado en un sitio histórico: el club Martí-Maceo. Irma no se asombró cuando el hijo la invitó a ser su pareja en la mesa. No se concentraba en las jugadas de tanta emoción, sin saber si salir con un doble cuatro o un doble seis. Entonces propuso una salida inspirada, la doble blanca, porque con tanta pureza nadie les podría ganar. Obtuvieron el premio, entre risas y abrazos, como si inconscientemente simbolizaran la invencibilidad de la mejor partida:  la del amor maternal.

La última visita a la casa de Lutz estando ella fue para despedirla, pues supe que al día siguiente iba para Cuba. Naturalmente, pensaba regresar a Tampa unos meses después, como hizo la vez anterior, pues Irma Martínez se hizo residente estadounidense para acercarse a su hijo.

Ahora, la triste noticia: que su corazón dejó de latir. Lo supe al levantarme el 10 de noviembre, cuando mi esposa me lo dijo con voz entristecida.  Llamé a Alberto, deshecho en el aeropuerto. ¿Qué le voy a decir? No encuentro palabras para el tamaño de su dolor. Ya ha llorado como un niño, pero no es el llanto que entonces ella pudo acallar. Es un llanto de hombre, consciente de que con la madre se va, definitivamente, el fragmento más tierno de la niñez.

“Cómo es posible que te fueras/ sin importarte las distancias”, clamó el chileno Vicente Huidobro, en unos versos a su madre. No hay distancias, poeta. La madre sigue cerca, donde quiera que esté. En el horizonte imagino una ofrenda floral con la palabra Madre, con una dulce fragancia que la acompañe hacia la infinitud, donde los amigos de su hijo que la conocieron también la seguirán mirando, sonriente, bondadosa, siempre acompañante del hijo en quien nos dejó a un buen amigo. Descanse en paz, Madre.

jueves, 6 de noviembre de 2025

Ibrahim Hidalgo sobre El secreto de la andaluza

 El Dr. Ibrahim Hidalgo Paz es uno de los estudiosos de la vida y obra de José Martí más respetados en todo el mundo, aun cuando su obra ha sido escrita y publicada mayormente en Cuba.

Su nombre aparece en las referencias bibliográficas de una buena parte de los textos dedicados al mayor héroe cubano a nivel universal. Es lógico, porque además de los enjundiosos libros que le ha dedicado, es autor de su más completa cronología, la que cuenta con varias ediciones, cada una aumentada con sus últimas investigaciones. 

Por el respeto que siento por su obra, cuando publiqué El secreto de la andaluza le hice llegar un ejemplar al estado de Texas, donde radica en la actualidad. Antes de terminar su lectura, me adelantó la opinión de que en algunos pasajes se le aguaron los ojos. Y al llegar a la última página, me envió estas cuartillas que comparto en nuestras Líneas de la memoria:

La andaluza nos hace  pensar

Por Ibrahim Hidalgo Paz

La ficción y la realidad, el pasado y el presente, se entrelazan como bejucos en las ramas, pero lo tupido del follaje se despeja una página tras otra, y no impide que la verdad aflore e ilumine el trillo que el autor de El secreto de la andaluza  escoge para guardar el misterio que esta llevara consigo.

El novelista Gabriel no cede el paso al historiador Cartaya, quien nos conduce de la mano en el desbroce de las equivocaciones, los errores, las intenciones buenas o malas de los muchos personajes, reales o no, que forman el trasfondo humano de la trama, elaborada con una prosa poética en la que la belleza del lenguaje y la precisión conceptual nos hacen pensar en el pasado, en las posibilidades de aquellos años postreros del siglo XIX, los del XX, y la trascendencia de lo que pudo ser aprendido y serviría acaso para nuestros años del XXI.

La conjunción del lenguaje culto y el coloquial hacen posible la identificación con las ideas expresadas por los hombres y mujeres de mayor o menor cultura del entorno martiano, así como con los que continuaron la lucha anticolonial después de la muerte del Apóstol, y creyeron durante un tiempo haber alcanzado la república democrática tras la intervención estadounidense en la Guerra de Independencia, para continuar en el intento de lograr los sueños posibles, o hundirse en el oportunismo que posibilitaban los nuevos dominadores, quienes hacían cada vez más lejanos los propósitos iniciales.

El autor logra sus propósitos mediante la inclusión de refranes, cuartetas, fragmentos de poemas, así como la alusión, el parafraseo o la cita oportuna de textos del Apóstol, cuya obra conoce y domina a la perfección, lo que puede comprobarse no solo en sus anteriores obras de análisis historiográfico, que incluye desde una de sus incursiones iniciales, Con las últimas páginas de José Martí,  hasta la profunda y abarcadora Tampa en la obra de José Martí,  sino también en esta novela que nos permite asistir a la evolución de la vida y las ideas de Emilia Sánchez, su esposo Rosalío Pacheco, sus cuatro hijos y toda su familia,  fieles seguidores del patriota muerto en combate en Dos Ríos, en las cercanías de la casa en la que habían vivido desde años atrás.

Ese momento terrible es evocado en varias ocasiones por la andaluza, que vio pasar al héroe acompañado por Ángel de la Guardia hacia el combate, al riesgo de la vida o la muerte, que en la guerra son opciones más casuales que calculadas por la experiencia anterior o la sabiduría en el manejo de las armas; los cascos de los caballos resuenan en su mente, y el ­sonido atronador de los fusiles le llega desde el pasado, presente en ocasiones hasta más allá del dolor.

También arriban la tristeza y la indignación de saber que el jefe enemigo, el coronel Ximénez de Sandoval, luego de apropiarse de las más valiosas reliquias del que sabía era un cubano de valía, permitió a la tropa tomar el cuerpo sin vida y repartirse el resto de las pertenencias y la ropa, para luego de este proceder indigno, enterrarlo casi desnudo en una fosa común, debajo del cadáver de un militar español, sin formalidad alguna, solo cubierto por la tierra.

Los peligros mayores no habían sido solo las tropas colonialistas, las balas enemigas, los ríos desbordados, la falta de fogueo, sino las pugnas intestinas. Estas matan, no solo a los seres humanos, sino a los ideales, a la pureza de los propósitos, enturbiados, más que las aguas revueltas, por las ansias de poder, de mando, de preservación de los intereses personales. Ante los riesgos de ir a bañarse solo en la corriente brava, el llamado de alerta de Ramón Garriga fue válido; y ante la amenaza del despotismo que no quiere ningún cubano, era pertinente la afirmación de Bellito: “La dictadura es mala, del color que la pinten”. Lo fue en 1884 y en 1895, lo es en 2025.

Sea la voz del patriota mayor, o la de cualquier otro combatiente, se afirman las advertencias contra quienes querían, y quieren aún, perpetuar el autoritarismo de corte colonial, en lugar de la fundación de “un pueblo nuevo y de sincera democracia”, para la que era, y es, esencial el ejercicio pleno de “las capacidades legítimas del hombre”, palabras citadas por Cartaya. Eran visibles los peligros externos, pero con ser graves y entorpecedores, los internos eran riesgos aún más terribles, por venir encubiertos por palabras, gestos e individuos aparentemente entregados a la causa patriótica, y en realidad demagogos, arribistas que niegan no solo el pensamiento de Martí –al que invocan cuando les resulta conveniente– sino su modo de vida austero, apegado al pueblo creador, con quien compartía riesgos y pobrezas, frente a los encumbrados por riquezas de origen turbio, que se deleitan con cuanto gustan y gozan, aunque en sus discursos llenos de consignas los denominan enemigos.

Estos coinciden, más de lo que parece, con quienes pretenden “humanizar a Martí”, y en lugar de estudiar al hombre y su obra, lo rebajan a su propia altura, como uno de sus iguales en el disfrute de un supuesto alcoholismo, la amoralidad de un donjuanismo que traiciona a amigos y colegas, y hasta en su atrevimiento de presentarlo como homosexual, en un intento de excluir el patriotismo de las preferencias sexuales no tradicionales. Esto no es humanizar, sino vulgarizar. Muy lejos están Cartaya y su novela de tamaños dislates, que pretenden desprestigiar a la persona ejemplar que fue el Maestro, y con ello restarle validez a sus ideas y a su ejemplo. En El secreto de la andaluza se halla el hombre, todo el hombre, con sus placeres cotidianos, y cuyas manifestaciones más íntimas se presentan con el lenguaje poético que requieren las escenas de amor entre parejas, porque de sentimientos se trata, no de groserías.

Alexis Pantoja. La andaluza de Dos Ríos.

También el respeto al pasado transita por el texto cuando, de la mano de Emilia Sánchez, nos muestra las anomalías de una república que surgió en 1902 lastrada por una proyección alejada de los propósitos martianos de fundarla con todos y para todos. Vemos y sentimos las ilusiones deshechas de los veteranos, de los maestros, de los intelectuales, de los campesinos y obreros, siempre defraudados por gobiernos carentes de las condiciones que harían posible a la andaluza revelar su secreto. No es irrespetuoso, sino irónico, referirse a algunos de aquellos políticos de oficio como Don, Egregio, Mayoral, Tiburón, Chino, Indio. No enjuicia Cartaya, a modo de legislador irrefutable, sino presenta, en la voz de sus personajes, a quienes pidieron la primera y la segunda intervenciones, cometieron los asesinatos de 1912, intentaron perpetuarse en el poder, utilizaron el golpe de estado para atropellar la democracia; y también muestra a quienes exaltaron y cultivaron la cultura nacional, publicaron las obras de Martí con grandes sacrificios personales, defendieron los intereses de los más necesitados, polemizaron en torno al socialismo, sufrieron la muerte de Guiteras, se propusieron erigir un mausoleo digno del Apóstol.

Entre otros muchos pasajes valiosos, se encuentra la conversación de Emilia con Rafaela Tornés, quien sintetiza la realidad de su época, y de todas las épocas:

–Yo creo que no se ha extirpado el tumor que él quiso arrancar desde la raíz, eso del caudillismo, el personalismo, la ambición de poder. Los más audaces lo aprovechan muy bien y seducen a tanta gente que les aplaude. Son los que ven en un líder providencial la solución de sus problemas, los que se fanatizan con una figura y se matan para acatar su voz. Es por ese canal que se mete la dictadura.

Con pensamientos como este se evidencia que no fue en vano el apostolado de José Martí. Sus ideas son más poderosas que la muerte. Demostrarlo no solo en los textos académicos es, a mi entender, uno de los valores imperecederos de la novela de Gabriel Cartaya.

                                                                                                    Manvel, Texas, noviembre 2025.

 

 

 

viernes, 24 de octubre de 2025

Tampa en la novela El secreto de la andaluza

 

–¿Y el paso por Tampa? –insistí, sabiendo que lo iba a mentar.

–Bueno, no les quiero aburrir con cosas ya lejanas, pero de Tampa siempre hay que hablar. No he visto un sitio donde nos quieran tanto a Martí, más que en muchos lugares de su propio país. La oportunidad, que no me cansaré nunca de agradecer, me la brindó uno de los estudiantes que renunció a días de vacaciones para atender a los maestros cubanos. Lo he  mencionado en esta casa muchas veces, a Vittorio Guerrieri*, un siciliano que aplaudió los discursos de Martí siendo apenas un niño. Cuando nos presentaron en Harvard, antes de darnos las manos lo mencionó.

–Yo conocí a Martí –dijo, como si fuera suficiente para ser mi amigo.

Y fue suficiente. Cuando estábamos en Nueva York para regresar a Cuba, él me dice:

–Oye, ¿por qué no te vas a Tampa conmigo y de allí sigues a La Habana? Es fácil.

Dicho y hecho. Hablamos con Fryer** y, aunque costó convencerlo, lo logramos. Al día siguiente estábamos montados en un tren que, dos días y medio después, estaba pitando su inmediato arribo al andén de Ybor City. Antes de llegar, yo iba tan embelesado con los pinos que, en un momento, no sabía si estaba leyendo su discurso o si la realidad ahogaba la imaginación de presentirlos.

–Llegamos, Ángel.

Me detuve en el escalón, con miedo de poner un pie en el mismo ladrillo donde él puso el suyo. ¿O los ladrillos rojizos se movían o mis piernas temblaban? Al entrar en la Séptima Avenida, traje de la memoria: Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas y, sin sacudirse el polvo del camino y sin preguntar donde se comía o se bebía, preguntó cómo se iba a donde estaba la estatua de Bolívar.

–¡Ese es Martí! –dijo Vittorio.

–Somos nosotros, mi amigo, que antes de sacudirnos el polvo del tren vamos al lugar sagrado donde él dijo sus discursos.

–Aquí es. Aquí fue el Liceo Cubano, Ángel, de aquí salió su voz al universo.

Yo me quedé sin voz al ver que su imagen brotaba de las ruinas del caserón de madera y se elevaba delante de mis ojos, como un padre cuando se le acerca un hijo. De allí pasamos frente a la casa de Paulina y Ruperto Pedroso, que ya estaba metiéndose en la noche. Vittorio me dijo:

–Mañana pasamos para que los conozcas.

Seguimos y al pasar frente a la fábrica de Vicente Martínez Ybor, imponente con su vestido de ladrillos bermejos, nos detuvimos frente a la escalera de hierros que asciende hacia su puerta de entrada. Entonces Vitto me confesó con creciente emoción, como si hubiera dejado para ese momento su mejor recuerdo.

José Martí en la escalera de entrada de la fábrica
de tabacos de Vicente Martínez Ybor. 

–Una tarde, Martí salió de ahí adentro rodeado de líderes cubanos y tabaqueros. Se detuvieron en la escalera, porque uno de ellos dijo que iba a tomar una fotografía. Yo andaba con otros chicos y nos pusimos delante, ¡quién sabe si un día aparece esa imagen! Después me acerqué a aquel hombre con cuerpo de muchacho, porque su mirada me daba confianza. Puso su mano en mi cabeza y me pareció que Cristo me estaba bendiciendo.

–¡Claro! –saltó Pepito–. Es la única foto conocida de Martí en Tampa. La he visto. También  aparece el general Serafín Sánchez. Y es verdad que hay algunos niños en primera fila.

–Ah, quiero verla. Si pudiera enviarle una copia a Vittorio, aunque desde que regresó a Sicilia no he sabido de él –comentó Ángel, siempre tan buen amigo.

–Pero no lo interrumpan –dije–, que hoy nuestro Ángel está inspirado y nos puede contar más acerca de Martí en ese lugar.

–Bueno, pues me fui a West Tampa con Vittorio, pues cuando le pregunté por un hotel, respondió que el hotel era su casa. Muy cariñosa su familia, entre ellos un primo suyo que enseguida se paró del piano.

–Stefano Guerrieri***, para servirle –me dijo, estrechándome la mano.

Ahora es un músico importante y ha estrenado sus óperas hasta en Nueva York, pero no me quiero salir de Martí, que es del que quieren saber. Me alegré de ir a Tampa, fue como un sueño cumplido. Al día siguiente caminamos por West Tampa desde temprano, porque Vittorio quería enseñarme la biblioteca donde estuvo el Céspedes Hall, donde se reunieron tantos cubanos ilustres. De allí seguimos a la fábrica donde se torció el tabaco para ocultar la Orden de Alzamiento y, muy cerca, la casa donde vivió Fernando Figueredo. Vittorio lo sabía todo de los cubanos, hasta de una casita donde vivió unos dos meses la madre de Martí.

–¿Cómo que la madre de Martí vivió en Tampa?, ¿pero de dónde has sacado eso? –pregunté.

–Pues sí –afirmó Ángel–. Fue a mediados del 98, cuando la guerra se estaba acabando. Vivió allí con La Chata, una de las hijas, en la calle Chesnut. Cuando estuve allí, todavía muchas personas la recordaban.

–¿Por qué no escribiste sobre eso, tío? –preguntó Pepito.

–Eso es para ustedes, los historiadores –se defendió, para empatar el cuento–. De allí montamos en el tranvía hasta Ybor City, porque insistí en conocer a los Pedroso. Cuando llegamos a la casita de madera, allí estaban los dos, con la duda de si era prudente regresar a Cuba en ese momento.

–En este cuarto durmió él más de una noche –dijo Paulina, que ya tenía más de cincuenta años, pero se le veía vigorosa y jovial.

–Y es verdad que estuvo enfermo y que aquí vino a curarlo el médico Barbarrosa?

–Ay, m’ijo, ¿tú no lo has oído decir? Trataron de envenenarlo. Dos malvados le brindaron una copa de vino aquí mismo, al doblar de la esquina. Él, de buenazo, les creyó. A esos malvados los compró el español. Yo me asomé y lo vi doblado del dolor, mordiéndose los labios. Casi lo traje a cuestas y lo acosté. Ruper corrió a buscar a Don Miguel, un médico de nosotros. Con un purgante, enseguida vomitó hasta la hiel. Parecía que se iba a quedar sin tripas. Estaba blanco como un papel y no lo dejamos moverse de esta casa durante tres días.

–¿Y los tipos, Ruperto?

–No lo vas a creer. Ya sabíamos del que le dio la copa. A los dos días, por la tardecita, Martí lo distinguió entre tres o cuatro que pasaron frente a la casa. Yo fui a coger la escopeta y me detuvo: Llámelo, por favor. Entró y se sentaron a hablar. Él le hablaba despacito, casi hasta con cariño, mientras el hombre bajaba la cabeza. Pues aquel mulato fue de los primeros expedicionarios que salieron para la guerra. Debió pelear muy duro, porque llegó a comandante. Su nombre es Valentín Castro Córdova, tal vez usted pueda encontrarlo por allá.

–Mire usted quién era Martí. Ese hombre era un santo –afirmó Paulina con lágrimas en los ojos.

–¿Y no van a regresar a Cuba? –les pregunté.

–Estamos esperando a ver si llega la república que él quería, pero tenemos muchas dudas –dijo Ruperto y continuó–: Aquí mismo ya no es como cuando él reunió a todos los cubanos, sin distinción de color, profesión, creencias. Ahora ya no está el Liceo Cubano donde él habló. Están fundando un Círculo Cubano, pero ese es para gente blanca y de plata. Los prietos nos estamos agrupando en otra asociación. La llamaremos Martí-Maceo, uno blanco y otro mulato, porque ellos fueron un ejemplo de que la división racial, como todas las divisiones, van contra la humanidad. Yo no sé ustedes en Cuba, porque todavía le están dando vueltas a una Constitución que traiga un gobierno propio, pero no tengo buenas señales.

Esa misma tarde conocí a Ramón Rubiera y hablamos mucho de Martí, pero no les voy a cansar más.

Citas:

*Se refiere a un estudiante ficticio de la Universidad de Harvard, institución que ofreció un curso de verano a maestros cubanos en 1900 en la que participa el protagonista que, muchos años después está contando esta experiencia en un grupo familiar al que pertenece la andaluza. En la novela hay información histórica acerca de este acontecimiento casi olvidado.

**Alexis Frye es también una figura histórica. Fue superintendente de escuelas en Cuba durante la ocupación estadounidense en la Isla entre 1899 y 1902. Fue quien propuso y organizó el curso a los maestros cubanos en EE. UU.

***Stefano Guerrieri es una figura histórica de la que hemos escrito en esta columna. Fue un músico italiano que vivió en West Tampa (Ver: https://gabrielcartaya.blogspot.com/search?q=Stefano+Guerrieri). Su primo Vittorio, sin embargo, es un personaje de ficción.

Nota: La novela El secreto de la andaluza, puede adquirirse en Amazón.

 

martes, 21 de octubre de 2025

Diálogo con Rodolfo Alpízar, fecundo traductor, lingüista y escritor cubano

 Rodolfo Alpízar Castillo (La Habana, 1947) es un reconocido traductor, lingüista y escritor cubano. En cada uno de estos tres campos ha cultivado una extensa obra que, en su conjunto, ha llegado –con o sin su presencia física– a Europa, África, Estados Unidos, Latinoamérica, a través de decenas de sus artículos, ensayos, conferencias, novelas, cuentos.

Alpízar tiene el mérito de haber dado a conocer en español a importantes autores africanos de lengua portuguesa, así como traducir a un autor del prestigio de José Saramago, único Premio Nobel de Literatura de Portugal. Como especialista de la lengua española, es autor de Para expresarnos mejor (1985), Estudios de gramática del español (1987), El léxico de la terminología. Intento de sistematización (1996) y otras obras. Como narrador, entre varias novelas ha publicado Sobre un montón de lentejas (2008), La sublime embriaguez del poder (2008), Empecinadamente vivos (2010) Brindis por Virgilio (2012), Entre príncipes y habaneras (2018) y otras.

Con una obra tan extensa, entrevistar a quien ha sido miembro de la Federación Internacional de Traductores,  Miembro fundador de la Asociación de Traductores e Intérpretes de Cuba, conferencista en diversas universidades del mundo y tan fecundo escritor, es un privilegio que nos concede Alpízar a todos los lectores de La Gaceta.

Rodolfo, sé que has alcanzado reconocimiento como escritor, lingüista y traductor. Me gustaría empezar a hablar sobre esta última especialidad, ¿podrías hacer un breve resumen de la historia de la traducción en tu país?

Desde finales del siglo XVIII, y en especial en el XIX y parte del XX, muchos creadores cubanos practicaron la traducción como una manifestación más de su producción literaria. En las revistas culturales del siglo XIX aparecían textos traducidos del francés, del inglés, del alemán, e incluso del latín. En ocasiones se trataba de retraducciones o de versiones resumidas de las obras originales, pero gracias a esa labor en Cuba la intelectualidad criolla estaba actualizada en cuanto a la obra de los principales autores contemporáneos de Europa y Estados Unidos.

Para hablar de traducciones en el siglo XIX cubano son imprescindibles los nombres de grandes figuras de la literatura cubana, como José María Heredia, Antonio Bachiller y Morales, Gertrudis Gómez de Avellaneda y, sobre todo, los hermanos Antonio y Francisco Sellén. Para la primera mitad del XX, los miembros del Grupo Orígenes Eliseo Diego, Virgilio Piñera y José Rodríguez Feo. No obstante, la dedicación de los creadores literarios a la traducción disminuyó en el siglo XX y lo que va del XXI, en comparación con el XIX.

En los años 60 del siglo XX se crearon las primeras escuelas para traductores (nivel medio), y a mediados de los 70 se creó la Facultad de Lenguas Extranjeras, que forma traductores de nivel superior. En mayo de 1994 se fundó la Asociación Cubana de Traductores e Intérpretes, que agrupa además a terminólogos, profesores de traducción e intérpretes de lengua de señas, y forma parte de la Federación Internacional de Traductores (FIT) desde 2002. Varios de sus miembros han recibido premios internacionales, seis de ellos otorgados por la FIT. En el panorama internacional, los traductores e intérpretes cubanos son bien conceptuados.

Para finalizar, me gustaría resaltar tres curiosidades del siglo XIX cubano, más importante para la historia cultural de lo que se suele recordar:

José del Perojo (político e intelectual e introductor del neokantismo en el área hispánica, nacido en Santiago de Cuba) tradujo al español, por primera vez, directamente del alemán, el texto completo de la Crítica de la razón pura, de Kant (1883).

Felipe Poey Aloy, naturalista y profesor universitario, además de dedicar muchas páginas a la creación literaria y el estudio del español, realizó traducciones de textos científicos o literarios y publicó varios artículos sobre la traducción.

Néstor Ponce de León, editor, publicó en Nueva York, en 1884, el Diccionario tecnológico inglés-español y español-inglés, obra que fue durante muchas décadas de obligada consulta para los traductores técnicos en lengua española.

Cuando se habla de escritores hispanoamericanos que, a su vez, fueron buenos traductores, es frecuente que se mencione el nombre de Jorge Luis Borges. Sin embargo, no todos señalan a José Martí. ¿Hay razones para incluirlo como un excelente traductor?

Para los traductores cubanos, al menos para quienes pertenecemos a la Asociación Cubana de Traductores e Intérpretes, y muchos otros, Martí es una especie de guía o padre espiritual, tanto por haber sido un destacado traductor en su tiempo, como por sus comentarios sobre el proceso de traducción. Al respecto, hay un verbo creado por él que hemos hecho nuestro: transpensar. Considero que es más fácil entender y aplicar ese verbo que explicarlo, y no me atrevería a proponerle (¿acaso “pensar desde el otro”?, ¿con el otro?), pero me identifico con él pues siento que es lo que hago en mis traducciones (se entiende que hablamos de traducción literaria, la científico-técnica tiene otras exigencias).

Quien se ciña a conceptos propios de los tiempos actuales (con otros gustos, modas literarias y formas de encarar la traducción y la literatura), quizás no reconozca que Martí fue excelente traductor, no solo brillante escritor. Pero las traducciones de Martí funcionaron en su momento (cumplieron su cometido cultural) y funcionan hoy en día. Cualquier obra literaria, traducida u original, con tal condición, es excelente. Para mí, pues, Martí, por el volumen de su obra y por lo que escribió sobre el tema, clasifica entre los excelentes traductores del siglo XIX cubano.

Admito, no obstante (y esta afirmación disgustará a algunos de mis colegas), que en sus traducciones hay un elemento (presente en muchos de sus contemporáneos, que no comparto): llevan demasiado evidente su impronta estilística. Dicho de otro modo: me parece que lo leo a él, no al autor del texto original.

En 1856, Felipe Poey Aloy, antes mencionado, advertía contra las traducciones literales, porque, afirmaba, alteran el sentido y destruyen la eufonía. A la vez, insistía en que “si traducimos a Cicerón es menester que el lector encuentre algo de lo que se conoce con el nombre de estilo ciceroniano”. Martí no es un traductor literal, y sus traducciones son hermosas y agradables al oído (la eufonía exigida por Poey). Pero no me parece que él permita “encontrar el estilo ciceroniano” mencionado por Poey, pues realiza, ante todo, versiones o adaptaciones de las obras originales…, como tantos en su tiempo.

En conclusión, sí, para mí, Martí debe ser considerado entre los grandes traductores del siglo XIX, tanto por su obra como por sus conceptos sobre la traducción. Al respecto, recomiendo la lectura del texto Martí y Ramón Piña: algunas ideas sobre la traducción, de Yoandy Cabrera Ortega, cubano residente fuera del país (2008, lamento no poder ofrecer la ficha bibliográfica completa).

Se te reconoce como uno de los principales pioneros en Cuba de la literatura africana en lengua portuguesa. ¿Cómo un licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas de la Universidad de La Habana se convirtió en un traductor del portugués que tiene entre sus logros haber llevado al español parte de la obra de José Saramago, Premio Nobel de Literatura en 1998?

Sí, tengo el honor de haber introducido en Cuba varios autores africanos lusófonos de los más renombrados, y estoy muy orgulloso de ello. Entre otros, he traducido a los premios Camões Pepetela (angolano, cuya noveleta Las aventuras de Ngunga fue mi primera traducción literaria, allá por 1978, cuando no imaginaba que me convertiría en traductor profesional), Germano Almeida (caboverdiano), Mia Couto y Paulina Chiziane (mozambicanos; Mia, además, ya ha sido nominado al premio Nobel). Salvo Paulina, a los demás he tenido ocasión de conocerlos personalmente.

Rodolfo Alpízar (izquierda) junto a Marcelo Rebelo de Sousa,
presidente de Portugal. 

También he tenido oportunidad de traducir y conocer personalmente a importantes autores portugueses, entre ellos a José Saramago, premio Nobel de Literatura.

Para quien juzga el pasado desde el presente, parte de la respuesta puede no gustar, pero es la realidad: En 1976 me alisté voluntariamente (reitero: voluntariamente; quien no vivió aquellos tiempos puede no entenderlo, pero fueron miles los voluntarios en aquel momento) para ir a defender la naciente república de Angola, enfrentada a una invasión de Sudáfrica, Zaire y grupos de mercenarios de diversas nacionalidades, aliados con antiguos grupos guerrilleros rivales del que proclamó la independencia.

Como mi especialidad militar era la sanidad, fui con un hospital de campaña a una provincia al sur del país, pero a los veinte días de estar allí (subutilizado, pues había enfermeras y enfermeros mejor preparados que yo) me trasladaron a una escuela de especialistas menores de Logística, en Luanda, la capital. Allí, un pequeño equipo de profesores, de los cuales solo cuatro o cinco eran militares, incluido el jefe, teníamos a nuestro cargo instruir a jóvenes en distintas especialidades; la mía, desde luego, la sanidad militar.

Al llegar a Angola me prometí que, si salía vivo de allí, llevaría como ganancia vital haber aprendido la lengua portuguesa en la práctica (años antes había estudiado siete semestres de francés, y otros tantos de ruso, aunque de este idioma no había aprendido casi nada, y uno de alemán —lo aprobé con nota mínima y me di cuenta de que no congeniábamos).

Ya instalado en Luanda, rodeado a diario por entre cien y trescientos jóvenes (la cifra variaba en dependencia de los cursos; los grupos de sanidad militar solían ser de entre veinte y cuarenta alumnos) que usaban el portugués como lengua vehicular, varias circunstancias me obligaron a convertirme en traductor empírico: Yo era el único cubano con formación superior en letras; constantemente buscaba conversación en portugués con los alumnos para aprender la lengua (los demás cubanos se hacían entender como podían, sin esforzarse demasiado); estudiaba los textos de enfermería, en portugués, para preparar las clases, y, leía la prensa y alguna literatura facilitada los alumnos. Y ocurrió algo trascendental: Me enamoré de la lengua portuguesa. Un a amor a primera vista que ha crecido con el paso de los años.

Acabo de mencionar que leía libros que me facilitaban los angolanos. Pues bien, por ello ocurrió algo mágico:

Un día, acompañado de un colega, me vi tocando a las puertas de Artur Pestana, Pepetela, por entonces viceministro, comandante y joven escritor. No recuerdo cómo llegamos hasta su casa ni por qué nos recibió, solo que acababa de leer Las aventuras de Ngunga y me gustó tanto que en las horas vagas puse la novela en español, para leérsela a mi niña cuando regresara a casa. A Pepetela le gustó mi trabajo, y me ayudó con algunas observaciones sobre costumbres y cultura angolanas.

Esa es la historia, no muy corta, pero tampoco tan larga, de cómo me convertí en traductor de portugués.

Si tu prestigio como traductor y lingüista es avalado por una obra publicada y premiada internacionalmente, tu faceta como narrador y ensayista es también extensa y exitosa. Al mirar algunos títulos, asombra apreciar la fecundidad con que has utilizado el tiempo. ¿Qué es para Rodolfo Alpízar la creación literaria, después de una obra tan amplia?

No estoy seguro de haberme preguntado alguna vez, así, directamente, qué es para mí la creación literaria. No podría responder de manera categórica, pues le encuentro varios significados, o los he ido teniendo en el transcurso de mi vida. De algo sí estoy seguro: la creación literaria es parte de mi manera de ser y de vivir. Es, a la vez, una forma de amor y manera de amar. Comencemos porque amo la palabra. Amo la escritura, el arte de unir letras, unas con otras, y reproducir en el papel (o en la pantalla) lo que las personas dicen, hacen, ven, sienten. O digo, hago, veo y siento yo.

La magia de la escritura me sedujo desde muy pequeño, al punto de haber aprendido a leer sin maestro, jugando con mi hermano Rafael, un año menor que yo. Tendría yo seis años, si no menos, y él cinco, o menos. Nos lanzábamos una pelota de goma con una inscripción: CANCANEÍTO, regalada como parte de la campaña electoral de algún político de barrio, allá por el Cotorro, donde vivíamos por entonces (nunca pude saber quién era él; me hubiera gustado. Que una campaña política sirva para que dos niños aprendan a leer por sí solos demostraría que, a fin de cuentas, los políticos pueden servir para algo). Supongo que de ahí me viene el deslumbramiento por el arte de combinar letras, palabras, oraciones, párrafos…

Con estos antecedentes, casi resulta innecesario declarar que, para mí, escribir contiene cierto grado de misticismo y mucho de realización personal: Me siento en otra dimensión cuando estoy inmerso en la escritura, como cualquier jovencito enamorado ante el objeto de su amor; no necesito entornos ni rituales especiales para escribir: Algo de tranquilidad me es suficiente.

Creo en la inspiración como un estado alterado de conciencia que me permite sobreponerme a la realidad circunstante y crear mundos. Cuando ella, la inspiración, se me hace presente, nada alcanza a estar suficientemente mal para mí: escribo, la escritura me rescata de la cotidianeidad.

Acaso por ello se me convierte en acto casi fisiológico, necesario para sentirme bien dispuesto. No exagero al afirmar que me siento extraño, en un estado cercano a la depresión (sin nunca llegar a serlo del todo), cuando no tengo nada que escribir, sea mi obra, sea una traducción, sea la revisión de textos ajenos (forma esta última, valga la aclaración, de ganarme la vida, porque las demás no me lo garantizan).

Una muestra de esta relación, medio mística, medio fisiológica, con la escritura es que mantengo en estos momentos tres columnas, una semanal, una quincenal y una mensual, en una revista digital, todas ad honorem, todas por la satisfacción que me produce hacerlo.

Si la relación de mis textos publicados te parece extensa, entérate de que está incompleta: tengo inéditas tres novelas y me dispongo a escribir una pequeña mientras llega el año próximo, cuando planeo dedicarme a una más ambiciosa, sobre un personaje real.

¿Qué caracteriza tu obra?

No es el autor el más indicado para hablar de su escritura; para eso están los críticos y los especialistas. No obstante, puedo asegurar con plena conciencia que, ante todo, a mi obra la caracteriza la sinceridad.

Hace años una brillante recién graduada de letras, con toda la petulancia que caracteriza a quien acaba de recibirse con buenas notas, me criticó con dureza porque, según ella, la sinceridad no es una categoría científica. Ciertamente no lo es, pero también es cierto que no escribo novelas a partir de categorías científicas, sino desde un impulso interior que escapa a mi propio raciocinio.

Esa acientificidad, desde luego, no elimina la responsabilidad por el resultado: puesto el punto final (provisional) a una obra, paso, una y otra vez, la mirada crítica por sus páginas, para encontrar la ­mejor expresión, eliminar modificadores innecesarios (¡no solo los adjetivos!), repeticiones no justificadas, banalidades y cacofonías (con las limitaciones que impone ser el autor de la obra revisada, por supuesto). La pretensión es entregar la mejor obra posible al lector, a quien respeto y considero mejor preparado que yo para juzgar mi obra (incluso mejor que el crítico profesional).

Por otra parte, mis temas son variados, aunque me dicen amigos que mi estilo se identifica en casi toda mi narrativa.

Tengo algunos cuadernos de cuentos (el último publicado, Tercera edad y otras aberraciones, es posiblemente el último que escriba), pero mi mundo son las novelas. Algunas se refieren a temas cubanos (Sobre un montón de lentejas, Entre príncipes y habaneras, Evangelios, encuentros y desencuentros, Robaron mi cuerpo negro, Empecinadamente vivos –históricas, o con apoyo en hechos históricos varios–, Viviendo con Lesbia María y Memoria sin casa –especie de crónicas sobre la realidad actual del país, con fuerte carga autobiográfica–,  otras a temas universales, no situadas en un territorio nacional en particular La sublime embriaguez del poder –tema de los dictadores, tratado en tono de novela picaresca–, Estocolmo –maltrato a la mujer–, Brindis por Virgilio –alcoholismo en la mujer–, Habrá milagro –especie de novela de amor…, pero no rosa–.

En cuanto a la escritura como resultado de la acción de escribir, lo mencioné antes, desde mi niñez tengo una relación de deslumbramiento y de amor con ella, así como la tengo con mi idioma y con el portugués. Como buen amante, cuido al objeto de mi amor. Intento que mis textos sean pulcros, sin maltrato a la ortografía y la sintaxis ni redacción descuidada, lo cual considero irrespeto al lector. Por ello aprecio mucho el trabajo de los editores, con quienes sostengo discusiones muy productivas; eso sí, como soy consciente de mi dominio de las herramientas lingüísticas, y me siento responsable de lo bien o mal que las utilice, les exijo que hasta el cambio más insignificante los consulten conmigo.

Algo más sobre el lenguaje: Alguien me criticó, en forma personal y amistosa, que en Robaron mi cuerpo negro los esclavos hablen correctamente. Mi respuesta fue que no es una novela para demostrar mis conocimientos lingüísticos o sobre el folclor (alguna vez, cuando era lingüista, realicé el estudio de un documento de 1795 sobre la lengua de los negros bozales), sino para tratar sobre hombres y mujeres que luchaban por su libertad. Además, conozco la relación entre pensamiento y lenguaje: Al caracterizar determinados personajes (en este caso, protagónicos) con un lenguaje insuficiente, se los caracteriza, consciente o inconscientemente, como personas con pensamiento insuficiente. ¡Y eso nunca voy a hacerlo!

Hay otros elementos que caracterizan mi obra y que conozco bien, pues algunos son totalmente intencionales, pero prefiero que los lectores los descubran.


¿Algún mensaje a los lectores tampeños de La Gaceta?

Ante todo, deseo agradecerte por la invitación a dirigirme a los lectores de una publicación que ya pasa de los cien años. Es un honor que no hubiera imaginado. A sus lectores agradezco sinceramente la atención que puedan prestarme. Si mis palabras les han gustado, o no, sepan que participan de la misma sinceridad que me exijo en mi obra y en mi vida. No soy el indicado para declarar cuán buen o mal escritor soy, pero sí les puedo asegurar que intento que mi obra esté bien escrita y aporte algo positivo a quien la lea. Que pongo amor en lo que escribo. Y que aspiro a que ese amor que entrego sea recibido por los lectores.

Para terminar: escribir impone algún sacrificio. Por ejemplo, si imagino que una frase, un párrafo, una página o un capítulo es hojarasca para el lector, y no fruto, como debió ser, lo elimino (¡a veces duele!), porque la satisfacción que la obra aporte al lector es más importante para mí que el placer que sentí al escribirla. Un lector satisfecho es la mayor recompensa a que aspiro cuando escribo.

En fin, mi obra está ahí, buena parte se encuentra disponible en sitios diversos de Internet. Aprovecho para invitarlos a encontrarse con ella. Si, además, alcanzo a conocer que les aportó algo de bueno, sería una extraordinaria recompensa para mí.

Muchas gracias.

 

 

miércoles, 15 de octubre de 2025

Un Narciso martiano: la obra que dialoga con la muerte

Por Alberto Sicilia

En esta obra reciente, Alexis Miguel Pantoja Pérez –uno de los pintores más reconocidos de la plástica cubana contemporánea– nos enfrenta a una imagen que es, al mismo tiempo, íntima y profundamente polémica. La figura central, José Martí, se sumerge parcialmente en aguas oscuras, con los ojos cerrados y un gesto sereno, casi funerario. Una pluma blanca se erige como estandarte, mientras la vegetación acuática crea un marco de quietud.

Alexis Pantoja. Bajo el silencio profundo,
 murmura el arroyo manso. Lienzo, 48X70 cm.)

La pintura recuerda a un Narciso que no se contempla por vanidad, sino por desconcierto. Es el rostro de un ideario que se impone: el pensamiento martiano, proclamado como raíz moral y enarbolado en 1953 como bandera del “Centenario”. En aquel año, se presentó como el inicio de una gesta que pretendía rescatar y materializar la República soñada por Martí. Sin embargo, el devenir histórico mostró una deriva en la que, para muchos, ese ideario fue reinterpretado y, finalmente, vaciado de su esencia.

En el lienzo, el agua turbia y el silencio visual sugieren no solo la muerte física del Apóstol en Dos Ríos, sino también la muerte simbólica de la “República martiana” en la práctica posterior. El gesto inmóvil de Martí en la pintura es el de un visionario que, ante el fracaso de sus principios, se sumerge en un exilio definitivo bajo la superficie de la historia.

La obra de Pantoja, marcada por un realismo onírico y una técnica depurada, se distingue por su capacidad de conectar símbolos universales con referencias culturales profundamente cubanas. Su pintura explora la memoria, la identidad y las contradicciones entre los ideales y la realidad vivida. Aquí, el autor no solo recrea un retrato, sino que construye una narrativa visual que obliga al espectador a reflexionar: ¿es esta la imagen de una derrota definitiva o el llamado a rescatar la pureza de un proyecto inconcluso?

Más allá de la Isla, este tipo de propuestas artísticas dialogan con una problemática común en América Latina: la tensión entre las utopías fundacionales y su realización histórica. El lenguaje visual de Pantoja, con su carga simbólica y su anclaje en la historia nacional, trasciende lo local para insertarse en un debate continental sobre la pérdida, la memoria y el poder. En los circuitos internacionales, su obra ocupa un lugar sobresaliente, no solo como expresión estética, sino como testimonio crítico de una época donde las promesas políticas se diluyen en la marea oscura de la historia. Una obra que nos obliga a reflexionar sobre la causa, el efecto y la trascendencia, para aliviar el castigo colectivo y la culpa individual.