El reconocido intelectual Amir Valle, de origen cubano y radicado en Berlín, nos visitará en Tampa el próximo 28 de junio. El escritor, cuya obra ha merecido elogios de Mario Vargas Llosa, Augusto Roa Bastos, Carlos Alberto Montaner y otros prestigiosos narradores, llega a nuestra ciudad a presentar su novela Mi nombre es polvo, “memorias impúdicas de un tatuador enloquecido por sus delirios de grandeza, sus traumas familiares y sus sueños de alcanzar la posteridad”, como advierte la la nota de contraportada.
Cuando Vargas Llosa
leyó una de las novelas de Amir le escribió para “agradecerle nuevamente Las
palabras y los muertos que por fin he podido leer entre maletas, aviones y
desplazamientos frenéticos. La novela es excelente y me siento honradísimo por
tu generosa dedicatoria”.
Amir, quien también
es ensayista, periodista y editor, tiene una vasta obra que ya cuenta con unos
treinta libros, entre ellos varias novelas que han merecido premios y una
atención muy favorable de la crítica. Previo a su visita, nos comunicamos con
el escritor, quien dirige la editorial Ilíada en Alemania, con el pedido de que
nos contestara algunas preguntas para La Gaceta, a lo que accedió con
amabilidad.
Estados Unidos,
país que nunca me ha gustado para vivir, tal vez porque mi espíritu es más
mediterráneo que americano o caribeño, siempre despierta en mí dos niveles de
ilusión. El primero, histórico, puesto que se trata de un sitio que está más
conectado –más de lo que muchos imaginan– con la historia de nuestra sufrida
isla, conexiones que en el caso de Tampa se profundizan en el intelectual que
creo ser porque allí dejó muchas marcas el más universal de los cubanos, José
Martí, figura que en muchos modos venero en lo humano/poético/periodístico,
aunque esa veneración no sea tanta, lo confieso, en relación a ese accionar que
lo convirtió también en una figura central de nuestra historia política.
El segundo nivel de
ilusión es más, digamos, carnal… allí hay amigos, colegas, lectores, fieles
todos a toda prueba, y a muchos de esos amigos hace ya casi 30 años que no los
veo, y la posibilidad de compartir un abrazo, conversaciones actualizadoras,
confrontar visiones aprendidas en décadas de exilio, complicidades cerradas
nuevamente cara a cara, es un generador de ilusiones inagotable.
¿En qué mundo fantástico y real se adentra Mi nombre es
polvo?
Lo que pueda haber de fantástico en la novela es el pretexto
que me tomé, el canal que construí para hablar de problemas humanos esenciales,
todos relacionados con esa bestia cada vez más miserable y más alejada de Dios
que es el ser humano. Lo fantástico, que muchos consideran “lo irreal posible”,
se convierte en un espejo que pretende mostrarnos al míster Hyde que todos
llevamos bajo la piel y que solemos esconder. Pero todo parte de una historia
real y de un personaje real.
En septiembre de
2009, en Berlín, la ciudad donde vivo, un amigo pintor me llevó a conocer a un
conocido tatuador en el populoso y depauperado barrio de Kreuzberg. Un muy
joven tatuador que tenía fama de loco, que poseía una cultura alucinante y
hacía tatuajes realmente extraordinarios –y esto es lo que anunciaba a gritos
la locura que todos le endilgaban– supuestamente gracias a un talento que,
juraba él, le había sido concedido por Dios –un dios, por cierto, que podía ser
cualquiera de los dioses existentes porque él jamás definió cuál era. Aseguraba
además que en cada una de las obras de arte que tatuaba sobre la piel de las
cientos de mujeres que él consideraba haber “embellecido”, lo acompañaba,
aconsejándolo, una especie de ángel –cuya descripción tampoco tenía que ver con
la imagen tradicional de lo que entendemos como ángel. Y en las paredes de su
sucio estudio se veían las fotografías de muchos de sus tatuajes a mujeres,
pues solo tatuaba a mujeres y, sin exageración alguna, tenían ese sello de genialidad
de los grandes artistas universales, que parecen inspirados por una fuerza
sobrenatural.
Meses después de conocerlo, el tatuador mató a una de sus
clientes luego de estampar en su cuerpo otra de sus maravillas, huyó de la
ciudad y se refugió durante un tiempo en un apartado pueblito en las montañas
de la Selva Negra, en el sur de Alemania, para finalmente suicidarse.
La prensa roja alemana, pues la noticia jamás fue reflejada
por la “prensa seria”, insistió en sus artículos sensacionalistas que existía
la posibilidad de que esa muchacha asesinada no fuera la única víctima de aquel
tatuador. De ahí, hurgando en los motivos humanos o bestiales, ocultos y
públicos, míticos o reales, fascinantes o repulsivos, que pudieron crear el
universo vital de este tatuador, nació la idea de esta novela.
En tus años de vida en Cuba hasta 2006 te diste a conocer
como uno de los más significativos escritores de tu generación, con varios
libros publicados y premios importantes. ¿Qué significó para ti iniciar la
madurez literaria en un medio tan lejano (culturalmente hablando) del entorno
de tus primeras creaciones?
Mi destierro fue desde el mismo inicio un reto. Cierto
comisario cultural, cuyo único sello en la cultura cubana ha sido portar una
melena y ascender en la política pese a ese rasgo afeminado en un mundo
político machista, dijo cuando me desterraron: “ahora Amir, como muchos otros
exiliados, conocerá la muerte literaria, se morirá como escritor, y perderá sus
raíces culturales…”.
Ese, como sabemos, es el discurso que le hacen allá a los
jóvenes intelectuales: si te vas del país, te mueres como creador, jamás serás
nadie. Quienes me conocen, saben bien que soy muy tozudo, muy empecinado…
Cuando me fui de Santiago de Cuba a La Habana, recuerdo que Aida Bahr me dijo:
“¿para qué te vas? Acá eres cabeza de león, y allá serás solo cola de ratón” …
y recuerdo que, sacando toda la autosuficiencia que entonces me caracterizaba
(y que por suerte Dios ha ido arrancando a desgarrones de mí desde que le
entregué mi vida a Cristo), le respondí a Aida: “me voy a ir, y te juro que voy
a ser el mechón más visible de la melena del león”…
Mirando atrás, creo que logré ser uno de esos mechones
visibles, eso que tú acabas de definir como “uno de los más significativos
escritores de tu generación, con varios libros publicados y premios
importantes…”. Y te confieso que no tardé en descubrir en mi destierro forzado
(primero en Madrid y luego en Alemania, donde ya cumplo 20 años de vida) que en
Cuba la política cultural obliga a los escritores a transitar los caminos que
los políticos establecen y, encima, como si fueran caballos con orejeras, condenados
a mirar solo ese camino predeterminado por la política y la ideología
“revolucionaria”.
No tardé en descubrir en mi destierro que el verdadero reto
de un escritor no es solo conquistar un sitio en la literatura de su país, es
conquistar también ese amplísimo escenario que es el territorio de la lengua
–la española o castellano en nuestro caso–, y después seguir la conquista hacia
ese espacio más abierto y plural que es el de la literatura universal.
Y aunque uno nunca está satisfecho, ver mis libros
publicados en las más grandes editoriales en lengua española, haber obtenido
premios literarios internacionales de seriedad indiscutible, que mi obra
literaria se incluya en los planes de estudio de las más importantes
universidades en casi todo el mundo, y que mis libros se traduzcan a numerosos
idiomas, me hace sentir que las malsanas intenciones del melenudo comisario
cultural no se han cumplido. Y todavía me siento con fuerzas para seguir
asumiendo el reto de no dejarme aplastar por las circunstancias casi siempre
adversas que impone el destierro.
Que yo insista en
que tengamos bien claras la diferencia entre esos dos términos legales nace de
mi experiencia con la política exterior europea, donde esa diferencia decide el
tratamiento que se le ofrece a un emigrante. Por ejemplo, he
escuchado a muchos cubanos decir que son desterrados, pero jamás se metieron en
política en Cuba, en la Isla se vieron ahogados por la miseria económica y por
ello un día huyeron del país por sus propios medios. Otros dicen “soy un
desterrado porque me vi obligado a huir de Cuba”. En esos casos usted es un
exiliado económico o político, no es un desterrado.
El destierro es
otra cosa: un desterrado es alguien a quien un gobierno expulsa del territorio
nacional, con sus medios y, además, establece una prohibición legal de regreso
a ese territorio. Desterrados en su tiempo fueron Heredia o Martí; desterradas
hoy han sido la periodista Karla Pérez o la activista Anamely Ramos, para poner
solo algunos ejemplos. En mi caso, viajé a España en 2005 a presentar una de
mis novelas, el gobierno había decidido no dejarme regresar al país y ni
siquiera pude montarme en el avión hacia la Isla, y después, cuando tras mis
gestiones personales exigiendo mi derecho a regresar y tras las peticiones del
gobierno alemán de una definición oficial a mi caso, la dictadura dejó ver que
no permitiría mi entrada a Cuba bajo ninguna circunstancia y que yo, como me
dijo el funcionario alemán que llevaba mi expediente migratorio, había perdido
“el derecho a ser considerado ciudadano cubano”… me vi obligado durante años a
vivir con un pasaporte alemán acuñado por la Oficina de Refugiados de Naciones
Unidas que determinaba mi condición de “apátrida” hasta que recibí la
nacionalidad alemana en 2020.
Además de los traumas derivados de vivir separado de mis
hijos unos años, hasta que mi esposa y yo logramos sacarlos del país, no pude
estar al lado de mi madre en sus últimos años y me vi obligado a hablar por
teléfono cada semana con un ser indefenso cuya demencia senil le permitía
intuir que su único hijo estaba lejos (“mi único huevo”, me decía ella), sin
identificar en mi voz la voz de ese hijo lejano.
Un día hablé con ella sin que me reconociera y, horas
después, recibí la llamada de mi padre haciéndome saber que había muerto
dormida el mismo día en que cumplía 80 años. La imagen que conservo de mi madre
muerta es la foto de una urnita con sus cenizas que me envió mi padre desde La
Habana. Aún así, mi destierro ha sido un duro aprendizaje de que nada de lo
sucedido, ni de lo que pueda suceder, envenenará mi alma con la ponzoña del
odio. Dios me ha dado la sabiduría para no odiar, ni siquiera a quienes tanto
daño me han hecho. Mi alma está limpia de rencor, de deseos de venganza, de
odios.
El universo de tu escritura es muy polifacético: cuento, novela, ensayo, periodismo. De esos géneros, seguramente es en la novela donde se cumple mejor tu confesión de que escribir “es un divertimento”. ¿Cómo te aíslas del mundo para tanto jugar?
Creo que la clave es que jamás me he aislado del mundo, vivo
conectado al mundo.
Desde entonces, dejé de ser solo conocido en mi país y
comenzó el reconocimiento internacional del que hoy disfruto. Tiempo después,
un respetado profeta norteamericano, de visita en Berlín, y sin conocerme de
nada, se paró ante mí en uno de los cultos de mi iglesia y dijo: “Como dice
Dios en Jeremías 30:2 Escríbete en un libro todas las palabras que te he
hablado”. Supe que Dios respondía y me daba una misión: “seguir escribiendo de
esos mundos perdidos, de esos infiernos humanos, para que el hombre se viera
cara a cara con todas las miserias que ha generado negar a Dios, darle la
espalda a su infinito amor”.
Son muchos tus libros (alrededor de 30), entre ellos varias novelas. Sé que los padres no excluyen hijos, pero, si tuvieras que elegir tres de ellos, ¿qué criterios te llevarían a hacerlo?
Justo el criterio anterior: esa materialización de los pocos
talentos que Dios me dio para poner a nuestra especie, supuestamente superior,
de cara a sus propios y más íntimos demonios. Mis preferidas en ese sentido,
Las palabras y los muertos, Santuario de sombras y Mi nombre es polvo; tres
variantes distintas en mi creación novelística: histórica, policiaca y
fantástica; tres estilos que se unen en eso que los investigadores de mi obra
han definido como “la obsesión de Amir Valle en las distintas esencias de los
infiernos humanos”.
En todos los caminos por donde te ha llevado la vida,
¿cómo va Cuba?
Siempre recuerdo que mi editor alemán, Peter Faecke, se
conmovía cuando yo repetía unas palabras que pueden leerse en la página inicial
de mi sitio web personal, y que aquí parafraseo porque es lo que mejor responde
a tu pregunta: Soy un escritor cubano: esa es mi cruz. Cada ser sobre la tierra
carga su cruz personal e intransferible, con idéntica cuota de amor y agonía,
desde que nos hizo Dios o el gran estallido. No habito Cuba: Cuba me habita. Y
amo mi Isla con la misma rabia en que la padezco. Amo su diversidad y padezco
sus cegueras. Amo a Benny Moré y a Celia Cruz, a Fernando Ortiz y Moreno
Fraginals, a Lezama Lima y Eugenio Florit, a Carpentier y Cabrera Infante, a
Enrique Arredondo y Guillermo Álvarez Guedes; a Wifredo Lam y Cundo Bermúdez, y
padezco las razones absurdas que intentan negarles lo que son: patrimonio de
todos los cubanos, por encima de credos, filiaciones, intolerancias y
extremismos.
Muchas gracias.