Por Gabriel Cartaya
Al dar a conocer la novela Esperando en la calle Zapote, Betty Viamontes irrumpe en el mundo literario con
una propuesta que llama la atención favorablemente. Es una obra de casi 300
páginas y a pesar de la extensión para una obra inaugural, la autora ha
conseguido dosificar el interés y emoción hacia la historia narrada, para que
el lector no sólo llegue hasta el final, sino también quede a la espera de un
incógnito después, identificado con los personajes centrales del drama humano
que plantea.
Toda la obra se mantiene
dentro en una línea argumental (la separación y reunificación de una
familia), aun cuando dentro del hilo narrativo trasciende
el entorno político-social cerrado y autoritario que crea el ambiente donde se
ven arrojados los personajes. La autora apenas requiere de tramas secundarias
a la primera voz narrativa. Es la madre de tres hijos quien, al quedar en Cuba cuando el esposo sale del
país, cuenta en primera persona un drama donde se entretejen esperanza,
desilusión, pruebas morales y psíquicas, enfrentadas a una circunstancia que le
deja pocos resquicios donde alimentar la ilusion del reencuentro.
Fue una buena solución de Betty Viamontes construir una segunda voz narrativa
dentro del mismo hilo argumental, para que el esposo pudiera
contar no sólo peripecias de su vida, primero en España y después en Estados
Unidos, sino delinear la segunda personalidad que inserta al lector sentimentalmente
a favor de los personajes.
El título tiene una precisión
y efecto que no necesita de un subtítulo que actúe como puente a la novela,
pues la espera de tantos años se identifica cabalmente con la calle donde
viven, y que cobra un simbolismo inusitado al nombrar una fruta en cuya textura,
color y pertenencia hay un reflejo de la nación raigal, por encima de la
tesitura psicológica externa del narrador. Más bien, el subtítulo (Amor y
pérdida en la Cuba de Castro), limita la novela al mundo pre establecido del
tiempo y espacio de la obra, alejándola de la universalidad de un drama –el de
la familia fragmentada por la emigración del padre o la madre– que es tan
antiguo como la constitución de la familia y hoy afecta a millones de personas
en el mundo.
El subtítulo tampoco contribuye
desde una perspectiva estética a la portada, como
no lo hace la indicación de que es “Una Novela”, ambas con mayúscula para mayor
desacierto del
diseño. Tampoco se relaciona el poder simbólico de los sellos de la portada
con el contenido, a pesar de la significación personal que comporten para la
autora. Más bien contradicen la obra, pues de los tres sellos que opacan a la
bandera, dos están festejando acontecimientos ajenos al espíritu de la obra
(uno a la Revolución de Octubre y otro a la ilusión de una zafra de diez
millones). Tal vez, el sello que expresa la ternura maternal hubiera sido
suficiente.
Pero estos elementos externos
a la corporeidad literaria, no quitan fuerza y legitimidad a la novela. Betty Viamontes ha sabido captar una trama que tiene
mucho de autobiográfica y a pesar de derramar lágrimas en el proceso de
creación, supo moderar la voz de la narración literaria para reconstruir una
historia emocionalmente equilibrada, adornando la conducta real de sus
entrañables personajes, con adaptaciones ficcionales requeridas por la
temperatura dramática de la obra. Asimismo, aunque en la interiorización
ideológica de la autora pesan los códigos de haber vivido una historia como la que escribe, supo mantener una prudente distancia
para no aparecer como
juez omnisciente de acontecimientos que le fueron contados o pertenecen a sus
propios recuerdos.
Aunque la novela es escrita
en idioma inglés, en el que la autora ha recibido toda su formación –vivió en Cuba sólo hasta
los 15 años (edad de Tania al término de la novela)–, la traducción al español
por ella misma mantiene un lenguaje claro, sin artificios o excesos
metafóricos, lo que facilita una comunicación cómoda con el lector. Es verdad
que hay giros y frases del
lenguaje que no se corresponden totalmente con determinadas circunstancias
donde ocurren, pero en ningún caso perjudican la comprensión y emoción que se
logran con la lectura.
Un logro de la novela está en
la agudeza con que la autora se cuida de una narración lineal, estrictamente
cronológica, que hubiera caído en el aburrimiento. Aunque hay distintos
momentos donde la retrospectiva la ayuda a reactivar el interés y entender a
los personajes, el climax de este recurso lo refleja en el inicio y cierre de
la novela. El “podía oler la sal del mar y
escuchar las olas rompiendo contra el acero en aquella noche sin luna del mes de abril. Era
1980…”, engarza a la perfección con el desenlace de Esperando en la calle
Zapote, donde se hace realidad la simbiosis literaria de ilusión llevada a
un enriquecido feliz final.
Leer Esperando en la calle
Zapote, es adentrarse en el destino de una pareja, una familia, seres
humanos que defienden los valores y el derecho a amar y estar juntos, venciendo
las circunstancias adversas que los empujan a la separación, a la resignación y
el olvido. Es un paradigma re-creado con el poder de la palabra, en una obra
literaria con la que se aprende disfrutando, o se disfruta aprendiendo. Por
eso, al terminar la lectura, cerramos el libro con la sensación de un tiempo
aprovechado.
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