Por Gabriel Cartaya
La caída de un balde de sancocho cambió el
destino del Dr. J. Loumé. Con 45 años
bien cumplidos, se había convertido en uno de los médicos más prominentes de su
entorno, alcanzando altos reconocimientos en su país y atención en varias
publicaciones especializadas a nivel internacional. Especialista en Ortopedia y
con un alto grado científico, se le respetaba tanto en la consulta del
hospital, como en el aula de la Facultad de Medicina donde ejercía como profesor.
El atardecer que desvió el cauce por donde
avanzaba la vida ordenada del Dr. J. Loumé,
fue un rayo de sol vespertino quien, antes de perderse en la belleza del
golfo, alumbró el cuadro alucinante desde el que brotó una pregunta que se
planteaba por primera vez: ¿Qué hago yo aquí?
Aquí era el lugar donde se le cayó
de la bicicleta el dichoso balde de
sancocho, al reventarse la soga de yarey envejecido que le servía de asa. Dos
meses atrás, un paciente de La Sierra le había regalado un cerdo que, según
dijo, pesaba 120 libras en pie. Eso daría, calculó el científico
mentalmente, unas 90 libras en limpio. Comprar esa cantidad de carne equivalía a unos
1800 pesos, que venían a ser, para él que ganaba un buen salario, tres meses de
trabajo.
Aunque su esposa, también médico, imaginó entusiasmada una tanda de
bistecs para el día siguiente, el Dr. J. Loumé anunció, con el mismo acento de
defender una tesis científica: Necesitamos levantarlo hasta las doscientas
libras.
Al día siguiente regó la noticia entre sus amigos, algunos médicos
como él: Cualquier sancochito que sobre por la casa, me lo guardan. Sabía que
estaba pidiendo peras al olmo, porque donde quedaba un poquito de arroz de la
comida, un rayo de luz alumbraba el almuerzo del día siguiente. Era el día a
día de los años noventa en Cuba, a los que se había llamado, irónicamente,
“período especial”.
A pesar de todo, el querido galeno encontró oídos receptivos, sobre
todo en amigos que trabajaban en gastronomía. A veces tenía que recorrer varios
kilómetros en su bicicleta china, pero había jurado que al cerdo de su casa
nunca lo esperaría el anochecer sin un bocado de alimento.
Esa tarde, después de un día
agotador en el Hospital Clínico
Quirúrgico y de haber impartido una conferencia magistral en la Facultad a un
grupo de médicos, montó en el biciclo radiante de alegría. El administrador de
un restaurante cercano le había llamado, con la noticia de haber recibido una
carreta llena de viandas y que podía
recoger, detrás de la cocina, una gran cantidad de pedazos de yuca y boniatos
inservibles para el comedor. Sin quitarse la única bata blanca, que le cubría
hasta las rodillas y era su lujo, salió a recoger aquella riqueza para su
marrano. La suerte estaba de su lado, porque una cocinera le rellenó la vasija,
con un poco de sopa agria que el esposo no había llegado a recoger.
Comenzó a pedalear despacio y el aire del atardecer le refrescaba el
rostro. Como guiaba de bajada, no tenía que esforzarse con los pedales. Iba
verdaderamente contento, recordando los primeros días en que subía al hospital,
recién graduado de Medicina. Después pensó en la reciente propuesta para
trabajar en el Instituto de Ortopedia, en la capital. Iba tan pletórico de
sueños, que apenas se dio cuenta que debía detenerse en la intersección, para
ceder el paso a un autobús repleto de gente hasta en los estribos.
Con el frenazo, el asa del balde se reventó y comenzó a rodar hasta
detenerse, acostado, a unos tres metros del doctor. Cuando el cubo chocó contra el pavimento, una
parte del sancocho líquido le salpicó el rostro y una gran cantidad cubrió el
frente de su bata blanca, pero él no tuvo tiempo de reparar en aquel estrago,
concentrando toda su conciencia en la recuperación de tan estimada carga.
Sin pensarlo dos veces y sin mirar hacia un vecindario asomado al
deprimente espectáculo, se lanzó al pavimento a recoger la porción sólida del
sancocho. Involuntariamente, había asumido una posición cuadrúpeda para
agilizar el rescate del botín, desparramado en cinco metros alrededor. Ya iba
por la mitad de la vasija cuando, al levantar la vista por primera vez,
comprendió el inminente peligro que le venía encima. Un perro oscuro, enseñando
los dientes, avanzaba en su dirección. En el primer segundo se puso en guardia
para evitar una mordida, pero al instante comprendió que el interés del can
estaba en la comida.
El instinto del sabueso, en cambio, no le alcanzó para olfatear que se
encontraría con un rival encarnizado, en cuatro patas como él, dispuesto a
defender su legítimo derecho sobre cada pulgada de bazofia. Cuando el perro
gruñó, el médico gruñó más alto, avanzando hacia él. “El sancocho es mío, perro
e’ mierda”, gritó en el instante irracional, atacando al perro injerencista con
ímpetu de miliciano, hasta arrancarle de la garganta el mejor trozo de boniato.
Por el gesto humano de cubrirse el rostro con una mano, el Doctor J.
Loumé se descubrió con la boca abierta, tan abierta como la boca del perro. Fue
exactamente el instante en que, desde lo más profundo de su conciencia
reencontrada, le brotó la espontánea expresión que iluminó el cambio de su
rumbo. Se puso de pie, temblando al reconocerse, visiblemente transfigurado y
le dio una patada al balde de sancocho, con tanta fuerza, que vino a encajarse
en el pescuezo del perro. Entonces gritó tres veces seguidas, para que todos le
oyeran: ¿Qué hago yo aquí?
Nueve meses más tarde, el Dr. J. Loumé se asomó por la
ventanilla del avión que lo llevaba a un Congreso Internacional de Ortopedia,
en Estados Unidos. Mientras veía achicarse la difusa silueta de la isla en el
horizonte, sólo un instante apartó de su mente la imagen de su esposa, los
hijos, la familia y tanta gente querida que dejaba atrás. Fue el segundo fugaz
en que el recuerdo del balde de sancocho le provocó una triste sonrisa de
despedida
No hay comentarios:
Publicar un comentario