Por Gabriel Cartaya
En homenaje al Día de los Padres, tomo de mi
libro De ceca en meca un cuento que escribí al día siguiente en que uno
de mis grandes amigos, Juan Valentín Gutiérrez, perdió al suyo. Después de
compartir durante años con ambos, en la casa niquereña donde siempre se me
acogió como a uno más de la familia, sentí la necesidad de desahogar la pena
que nos dejaba la ida de Juan Gutiérrez, desde una ilusión que intenta eternizar el encanto de la niñez con la
felicidad del amor paternal.
Cuando unos años más tarde se despidió mi
padre de la vida, al borde de cumplir un siglo con toda la lucidez, su mirada
profunda de iluminarme la reencontré –la encuentro– en la ternura cándida de
esa edad, cuando la imaginación tiene la capacidad inmensa de desconocer la muerte, para que, como en “El último
escondrijo”, nos acompañen siempre los seres que amamos.
Último escondrijo
A Valentín Gutiérrez
Estaba amaneciendo y yo estaba allí, por primera vez desamparado, sin
entender por qué las personas mayores no se iban a dormir en una noche tan
larga. En algún momento de la madrugada me aparté de los míos, nunca tan
cabizbajos, para jugar otra vez al escondido con mi papá. Con él no tengo
suerte en el escondrijo, porque siempre me encuentra por el olor. Aunque a él
no le va mejor, pues le descubro en media vuelta la carcajada larga, una risa
explayada que le sale del alma desde que yo nací. ¿Y qué ha pasado esta noche,
que no se quiere reír? ¿O anda escondido muy lejos?
Primero lo voy buscando por el cuarto, que huele a él y a mi mamá.
Todo en la estancia es él, pero nada como la cama, hoyada al medio desde mis
vueltas a carnero –dicen–, pero yo sé
que es de ellos estarse pegaditos
cincuenta y cinco años. Abro el escaparate y sospecho que no debe andar lejos,
porque toda su ropa está en el mismo lugar. Corro al segundo cuarto y nada.
Entonces oigo sus pasos en el patio y me precipito, ¡mírate ahí, papá!, pero la
imagen flota detrás de la mata de mangos y se me escapa entre las hojas verdes.
Quiero seguirle el rastro cuando las pisadas se hacen etéreas y se me aguan los
ojos por una jugarreta que me pierde.
Después, mientras los mayores siguen sin entender, lo voy buscando por
la mar cercana, que es un pez nadando. Con la evasión, nos hemos separado
demasiado, o quién sabe si estaremos perdidos los dos. Por eso voy chiflando
por la orilla, a que salte rapidito a encontrarme. Como no sale a dar conmigo,
se me ocurre una bellacada: simulo estar vomitando para asustarlo, como aquella
vez del trago de aguardiente, con el que quiso enseñar a los amigos la hombría
adelantada de su primogénito. Pero las olas callan, las uva caletas están
inmóviles, entre las rocas no hay señales y los acantilados no me cantan su
voz.
¿Es que se iría a emborrachar?
Él antes no tomaba y trabajaba, de bigornia a chaveta, para que yo
siempre tuviera zapatos nuevos. Un día le dio por jubilarse, porque tenía los
años y necesitaba todo el tiempo para los cuentos que nos guardaba. ¿Pero dónde
te has metido, papá, que no te encuentro? ¿O dónde me he perdido yo, que no me
hayas? ¿Tú no me oyes, viejo? Detrás de los asientos no estás agachado, como
antes, para desternillarte de la risa cuando yo grito un ¡te encontré! Tampoco
te acierto aparruchado entre la puerta y la pared, aplaudiendo con la felicidad
de los ojos mi felicidad de abrazarte.
Entonces paso callado por el arca gris, sin mirar hacia el pequeño
rectángulo de cristal, rodeado de flores rojas, donde no debes esconderte.
Mejor toco en mi pecho sobresaltado, con la misma ansiedad de golpear en la
puerta de casa cuando he llegado tarde. Y apareces, papá, donde siempre vas a
estar, sonriente, amoroso, juguetón.
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