Parecía que todos, más que a celebrar la
inminencia del vigésimo verano del siglo, se hubieran precipitado a las aguas
del mar a regocijarse por la añorada culminación del confinamiento a que una
terrible pandemia nos ha obligado durante casi toda la primavera. Si esta vez
la estación de las flores no pudo ser aplaudida en grupo, porque el “quédate en
casa” se convirtió en el único antídoto seguro contra el contagio,
adelantaríamos el saludo al verano atendiendo al instinto más que a la ciencia,
protegidos por el resguardo ancestral de todos los
dioses de las aguas. Sólo desde esta mística podía entenderse que tan
abruptamente nos deshiciéramos, de un día para otro, de las mascarillas,
saludos desde seis pies, líquidos antisépticos, para abrazarnos entre amigos y rosarnos con muchos
desconocidos, como si con ello pudiéramos resarcir dos meses de atraso en la
milenaria costumbre social de interrelacionarnos.
Mi asistencia a este
milagro se produjo en una hermosa playa de Sarasota –en la Florida
estadounidense–, durante el fin de
semana que se alargó al lunes, por coincidir ese día con el
homenaje a los que han ofrendado su vida envueltos en la bandera de esta
nación. El recuerdo a los caídos, esta vez
llegó junto a la decisión política de comenzar a abrir el país a una
gradual normalidad de su vida económica, aun cuando las más prestigiosas voces
científicas aconsejan no descuidar un prudente distanciamiento social hasta que
una vacuna pueda protegernos del virus que está azotando a la humanidad.
Si bien la ciencia
tiene el poder de aconsejar desde la razón, son los políticos quienes han
alcanzado la facultad de aprobar las disposiciones que rigen el comportamiento
social. Y esta vez, a partir de la máxima jerarquía ejecutiva del país, las
medidas de desconfinamiento han dado prioridad a la influencia que puede tener
en la aceptación del liderazgo una pronta recuperación de la economía. Una vez
indicadas las normas a seguir, la apertura de las playas –entre otros lugares– marcaron el lugar del
reencuentro público, con la esperanza de que las olas salobres y la gracia de
los dioses nos vacunen por adelantado.
Siesta es la gracia
de la playa a que acudí con parte de mi familia y es también el nombre del
cayo, pegado a Sarasota, donde la ribera
se alarga con más de cuarenta hectáreas de aguas cristalinas y una arena blanca
que proviene esencialmente de infinitos corales pulverizados. Al estar
considerada una de las mejores playas de Estados Unidos –la mejor, ha sido
bautizada por muchos– es lógico que los hijos de sus pueblos vecinos, donde
está Tampa a sólo una hora, la visiten y aplaudan. A ello contribuyen sus
amplias posibilidades de parqueo gratuito, la facilitación de muelles para
quienes llevan sus botes, las ofertas de hospedaje y restaurantes y, en
especial, la impresionante belleza del lugar.
Pero Siesta, esta
vez, fue mucho más que una playa de recreación. Fue el lugar elegido por miles
de personas que durante más de dos meses alimentaron la esperanza de salir de
su casa y adentrarse en un torbellino de gente liberada. Allí, tuve la
impresión de que esas personas abandonaban por un instante las noticias que
acercaban a cien mil las muertes producidas por el Covid-19 en Estados Unidos y
a más de un millón setecientos mil los contagios. Y, más grave aún, olvidábamos
por un instante las recomendaciones científicas sobre la gravedad de la
pandemia creada por un virus que no se conoce suficientemente y contra el que
no tenemos todavía la vacuna protectora.
La playa, de todos
modos, fue un canto a la esperanza, un aferramiento a la fe que desde los
ancestros acudieron a los poderes sobrenaturales, al mar, el sol o las
estrellas, para que nos explicaran antes que la ciencia el destino de nuestras
vidas.
En la petición más
abrumadora ante esas fuerzas inconmensurables, el sacrificio humano a los
dioses fue una de las más terribles. En Cartago inmolaban niños para complacer
a esas divinidades. El ritual capacocha de los incas ofrendaba la vida de niños
menores de 12 años a sus deidades para que su ira no fuera a desatar una plaga
devastadora.
En esa edad estaba
una niña que entristeció la tarde del domingo pasado, en la playa de Sarasota,
al ahogarse delante de todos, sin que nadie se diera cuenta. Miramos sobrecogidos hacia la camilla donde,
en vano, los paramédicos intentaban volverla a la vida. Pero ahora, ni siquiera
tenemos el consuelo de justificar la aparente naturalidad con que se regó por
la arena la tragedia, con la ilusión de que ese inmenso sacrificio venga a
salvarnos de la pandemia terrenal.
Si así fuera, una
esperanza imaginaria, como un conjuro, justificaría el abandono repentino de la distancia social y de las mascarillas
recomendadas con sensatez. Con todo, lo prudente es confiar en que pronto la ciencia
encontrará la verdadera solución.
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