Cuando en la tarde del 25 de mayo, George Floyd
conversaba con dos amigos en el interior de un auto estacionado en las
cercanías de la tienda Cup Foods, en Minneapolis, no podía presentir que estaba
viviendo los últimos minutos de su vida, interrumpida por un policía a los 46
años. El guardián, Derek Chauvin, tampoco habría sido capaz de imaginar que su
llegada al lugar, ante la llamada a cumplir una misión rutinaria, desencadenaría
el final de su profesión y libertad. Uno y otro, sin actos excepcionales que
los hubieran dado a conocer más allá
de su entorno familiar y laboral cotidiano, se precipitaron sin premeditación
hacia un acto que provocó la conmoción social más profunda vivida en la nación
estadounidense en las últimas décadas.
La concurrencia de la casualidad hizo que esa tarde
Mike Abumayyaleh no asistiera a la
tienda de su propiedad y quien atendiera a Floyd al llegar a comprar unos
cigarrillos fuera un joven desconocido. Al dudar de la legitimidad del billete,
quiso que el cliente le devolviera el producto y al no ser complacido llamó a
la policía. En los minutos siguientes se
produjo la detención rutinaria, hasta la
inutilización del presunto actor de un hecho delictivo. Ya esposado, boca abajo
en el cemento, sin ningún peligro para los defensores del orden, qué pasaría
por la mente del oficial Chauvin durante los más de 8 minutos que le mantuvo
una rodilla sobre el cuello, aun cuando escuchaba a la víctima desesperada
clamando por su necesidad de respirar.
Todo se hace más inexplicable cuando sabemos que los
dos hombres debían conocerse, pues habían coincidido en el mismo lugar de
trabajo durante algunos años; el ahora expolicía cuidando del orden en el exterior
de un restaurante, mientras el ya difunto cumplía una función similar en su
interior. Debieron verse muchas veces, aunque sólo Chauvin puede saber ahora si
alguna vez intercambiaron una palabra, un saludo, una sonrisa. Si hubo un
mínimo roce, una mala mirada, un gesto antipático que el agente policial
guardara en la memoria a la hora de mantener el zapato en su cuello, tal vez no
lo sabremos nunca. Pero el hecho de que fuera un hombre blanco quien cometiera
un injustificable crimen contra un descendiente de africanos –cuando se han
acumulado tantos actos de abuso sobre los seres humanos de piel negra– desató
el torbellino de protestas que se extendieron inmediatamente por decenas de
ciudades estadounidenses y que, lamentablemente, exceden en muchos casos el
propósito reivindicador que las legitima.
Protestar ante una injusticia es no sólo un derecho
de los seres humanos, sino una obligación. “En la mejilla ha de sentir todo
hombre verdadero el golpe que reciba cualquier mejilla de hombre”, expresó José
Martí en Tampa el 27 de noviembre de 1891 y esas palabras siguen siendo útiles
mientras alguien se crea con derecho a interrumpir la respiración de uno de sus
semejantes, mucho más grave si el más mínimo móvil racial se aloja en su
mentalidad.
Martin Luther King, la figura más emblemática en la
lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, optó por la lucha pacífica y
sin odios como única vía de conquistar un mundo donde la justicia incluyera a
todos los seres humanos, más allá de sus credos o el color de su piel. “Lo que
se obtiene con violencia, solamente se puede mantener con violencia”, dijo una
vez. No pedía renunciar a las acciones
de protestas, que él encabezó al frente de multitudes. Apelaba a la fuerza moral
que imprime a este método de lucha realizarlo sin agredir a otros en sus
personas o propiedad.
Lamentablemente, en las protestas desarrolladas esta
vez –justas en tanto enfrentan una conducta policial excesiva y de probable
motivación racial– se han realizado actos injustificables de vandalismo,
atropellos y ofensas, de tan grave magnitud como el hecho policial que se está
condenando. El golpe que haya recibido un agente profesional en el resguardo
del orden –sea de origen estadounidense, hispano, afroamericano a asiático– es
tan injusto como el trato recibido por Floyd, especialmente si fue dirigido a
uno de los policías que no alberga prejuicios raciales.
Pudo ser casual que fuera Chauvin quien llegó al
lugar cuando la policía fue convocada, como pudo concurrir el azar en las
decisiones que tomó Floyd la tarde del 25 de mayo; pero no es el acaso quien
determinó el amplio movimiento de protesta
extendido a todos los estados de la nación. Aunque la población
afroamericana ha alcanzado enormes logros en el país y su estatus no es
comparable con el que enfrentó hasta la década de 1960, hay profundas grietas
en el sistema marcadas de racismo, marginación y desconfianza. Muchos ejemplos
de maltrato policial hacia personas de piel negra se han venido acumulando en
los últimos años y, penosamente, en la actual administración del país se han
exacerbado, junto a un mayor rechazo a otras minorías, como la hispana. El lenguaje de la violencia provoca siempre
su incremento y es lo que hemos estado viendo en los últimos días, cuando el
discurso del Mandatario ha acudido a ella en sus mensajes, en vez de proclamar
una conciliación comprometida con la justicia.
Ahora, cuando no hemos salido de una pandemia que ha
provocado más de cien mil muertes en Estados Unidos, tropezamos con este clima
de violencia racial y social reactivado con el crimen cometido en Minneapolis.
A la enrarecida atmósfera social se suma la política, que en un año de
elecciones presidenciales cada partido culpa a su oponente de las fisuras
sistémicas en que ambos participan. Para los republicanos no sólo es culpa de
los demócratas que en las protestas ocurran actos vandálicos, sino también que
un coronavirus haya matado tanta gente. Y claro, para estos es culpa de
aquellos. Es triste que en un país civilizado, vanguardia del mundo liberal,
institucional y moderno, quepan líderes cuya actitud no coincida con los
verdaderos intereses de todos los componentes de la nación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario