Cuando celebramos el Día de los Padres, hacemos un homenaje a todos los que ostentan la dicha de serlo y miramos detenidamente, en su presencia o memoria, hacia el rostro que identifica a quien nos dio la vida. Por ello me permito recordar a mi padre, con la natural devoción con que cada hijo rememora al suyo.
Ya mi
padre no está físicamente entre nosotros, pero nos acompañó casi hasta sus cien
años (le faltaron 5 meses y tres días para cumplirlos), como si de tanta dicha
familiar hubiera querido prolongar su tiempo de vivir. Hasta unos días antes de
su despedida, caminó hasta la playa a bañarse con hijos, nietos y biznietos,
que le mirábamos en el agua o la arena
con el encanto de sentirlo nuestro rey. Allí, como en la sobremesa, en las
siestas del portal, barriendo el amplio patio, friendo unos chicharrones o ante
un programa de televisión, quienes le rodeamos estuvimos siempre atentos a la
brotación espontánea de una frase suya, un verso, una anécdota o un aforismo
que, para captarlo íntegro, impulsaba a todos a hacer silencio, bajar el
volumen al televisor, apagar la radio o, simplemente, aguzar el oído y escuchar
con respeto y cariño, aun cuando fuera una expresión recurrente.
El autor de estas líneas en primer plano, con el padre (izquierda), un hermano y un tío. En Providencia, Sierra Maestra, 1956. |
Fue
padre y primer maestro, pues de su mano trazamos –yo y mis hermanos– las
primeras palabras en un bohío de la Sierra Maestra. Allí, bajo la luz del sol o
de un quinqué, abrimos los libros iniciales y escuchamos las primeras
historias, poesías, cuentos, y todo ese universo que se va encumbrando desde
las letras. Después fuimos a la escuela, pero fue en la casa donde despertamos
al fascinante mundo de la literatura y la historia universal.
Tal vez
porque había leído mucho a José Martí, él quiso que aprendiéramos primero la
historia propia, antes de ir a “la de los arcontes de Grecia”, como dijo el
Apóstol en el luminoso ensayo “Nuestra América”. Por eso prefirió que
comenzáramos con La Edad de Oro, que íbamos leyendo mientras él nos hablaba de
su autor, contándonos acerca de su vida mientras nos recitaba sus Versos
Sencillos. Después nos habló de Carlos Manuel de Céspedes, Antonio Maceo, Félix
Varela, de los poetas José María Heredia, Juan Clemente Zenea, Julián del
Casal.
Lo
asombroso es que, ya al final de su larga vida, volvió a decirnos aquellos
versos que disfrutamos en la infancia, quizás mirándonos otra vez como a
aquellos niños que, entre cafetales, palmas, algarrobos, cantos de sinsontes y
rumor del río, él fue adentrando en la magia inagotable de los libros.
Cuando
ya teníamos estudios más avanzados, él siguió siendo el maestro mejor. Siendo
yo profesor de historia en secundaria básica y después en una universidad, iba
con él a ampliar mis conocimientos, no sólo relacionados con la materia que
impartía, sino también sobre literatura universal. Por él leí muy temprano a
los franceses Victor Hugo, Balzac, Zola; a los rusos Tolstoi, Dostoievski,
Chejov; a los españoles Blasco Ibáñez, Pio Baroja, Juan Ramón Jiménez; a los
estadounidenses Edgar Allan Poe, Mark Twain, Hemingway; a los latinoamericanos
Rómulo Gallegos, Juan Rulfo, José Eustasio Rivera, por sólo mencionar algunos
nombres de diversos orígenes.
No sé
cómo mi padre se las ingeniaba para llevar a la Sierra Maestra tantos libros,
donde no había librerías, bibliotecas o tiendas donde adquirirlos. No recuerdo
otra casa en aquella zona rural donde los hubiera, aunque sus dueños tenían
cosechas y crianzas más abundantes.
Claro,
otros del barrio recordarán a su padre por otras razones, siempre legítimas. Y
del barrio al país, al mundo, todos tendremos infinitos motivos para hacerlo. Y
si, además de la vida, nos dio la crianza, los primeros cuentos, el ejemplo, el
cariño protector hasta vernos ya padres y repetir con nuestros hijos, en el
papel de abuelo, las viejas historias, entonces la figura agigantada del Padre
se prolonga hacia la eternidad.
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