El pasado 30 de noviembre, la afroestadounidense Josephine Baker fue honrada con un memorial y una placa en el selectivo Panteón de París, donde reposan distinguidas personalidades de Francia como Voltaire, Rousseau y Víctor Hugo, por sólo mencionar algunos ejemplos señeros.
Qué
méritos extraordinarios tuvo esta mujer extranjera, sin un reconocimiento
parigual en su país de origen, para que a los 46 años de su desaparición física
la recuerden los franceses con tan alta consideración, convirtiéndola en la
primera persona de piel negra y la sexta mujer en sumarse a las cerca de 80
celebridades allí reunidas.
Hay
muchas razones para ello, pues la niña pobre que nació en Saint Louis,
Missouri, en 1906, a la que nombraron Freda Josephine MacDonald, tuvo una
infancia muy difícil. Sin embargo, con su talento y
voluntad se convirtió en una famosa bailarina, cantante y actriz, excepcional
vedette y estrella internacional.
Josephine
nació con la gracia del arte en sus venas y se unió a una compañía de
bailarinas –The Dixie Steppers– y en 1919 viajó con ella a Nueva York.
Entonces, con 16 años, ya se había separado de su segundo esposo, del que tomó
el apellido Baker. En la Gran Manzana, un cazador de talentos le propuso ir a
Francia, donde quería fundar un espectáculo conformado únicamente por personas
de piel negra.
En 1925
comienza a triunfar en París sobresaliendo en el espectáculo “La Revue Nègre”,
que incluía una orquesta de jazz. Con su baile exótico, extremadamente sensual
y muy desinhibida con su mínima vestimenta, encantó al público francés y se
convirtió en una estrella internacional. Al ritmo del charlestón, que era
prácticamente desconocido en Europa, y con un baile al que llamaron danza
salvaje, aquella adolescente mulata, casi desnuda, se convirtió en una diva aplaudida
frenéticamente en cada aparición.
Según
Michel Fabré, aquel espectáculo “ha permitido hacer de Josephine Baker la
pionera que es calificada por algunos como un renacimiento negro basado en una
mezcla de jazz, dadaísmo, arte negro y cubismo”. En un momento en que París es
el centro mundial del arte, cuando Picasso, Wilfredo Lam y otros pintores
buscaban en el negrismo una fuente de inspiración renovadora, la figura de
Josephine y el exotismo de sus presentaciones debió serle particularmente revelador.
La
estadounidense hizo giras por Europa como vedette del Folies Bergère y luego
abrió su propio club Chez Joséphine. Su fama en los escenarios enseguida pasó
al cine. En 1927, se estrenó su primera película “La Sirène des Tropiques”, a
la que seguirían “Zouzou” y “Princesse Tam Tam”.
Al
baile y al cine le sumó nuevos triunfos al desempeñarse como modelo fotográfica
y, siempre multifacética, se estrena en el mundo musical. A principios de la
década de 1930 grabó sus primeros discos, con canciones como “J’ai deux amours”
que resultó un rotundo éxito.
En
1936, hizo una gira a su país de origen, aunque aquí, cumpliéndose el refrán
“nadie es profeta en su tierra”, no alcanzó los aplausos que cosechaba en
Europa y a algunos, incluso, no les pareció bien cierto acento francés que
había incorporado a su lengua original. Regresa a Francia y contrae matrimonio
con Jean Lion, obteniendo la ciudadanía francesa. El esposo es un magnate del
azúcar, pero ser de origen judío en aquel momento, cuando el antisemitismo
fascista cobraba fuerza en Europa en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, fue
también para Josephine Baker una preocupación.
Estalla
el conflicto bélico que alcanza a Francia y la gran estrella no es ajena a él,
convirtiéndose en una heroína de la resistencia francesa. La mujer que era
llamada “La venus de bronce” guardó los atuendos vistosos del espectáculo y se
vistió de traje militar, sirviendo como subteniente en la Fuerza Aérea
Francesa. Demostrando un gran valor, prestó grandes servicios a la nación
francesa y a la humanidad como espía, labor por la que fue condecorada por
Charles de Gaulle con la Legión de Honor y la Medalla de la Resistencia.
Después
de la Segunda Guerra Mundial, Josephine Baker fue una permanente luchadora por
los derechos civiles. En 1963, volvió a Estados Unidos y se integró a la lucha
antirracista que durante esa década alcanzó tanta fuerza. Fue una activa
participante en la famosa Marcha en Washington y estuvo al lado de Martin
Luther King apoyando su discurso “Yo tengo un sueño”.
Después
volvió a Francia y, aunque había ganado mucho dinero, vivió pobre, al extremo
de tener que volver algunas veces al escenario por presiones económicas. No
pudo tener hijos propios, pero adoptó a 12 criaturas que ayudó a crecer. Murió en Mónaco, en 1975, y la enterraron con
honores militares en un cementerio de ese lugar. Aunque su tumba sigue estando
allí, ahora los franceses la recordaron agradecidos y pusieron una placa con su
nombre en el Panteón de París.
No hay comentarios:
Publicar un comentario