El martes había enviado, por fin, la orden de
alzamiento a Juan Gualberto Gómez y aquí iban con él los otros dos
firmantes. Ahora hablaba del impacto que
esa resolución estaría desatando en la Isla, donde en la segunda quincena de
este mismo mes se encendería la insurrección.
Justamente hacia allá iría él, cuando se juntara con El Viejo (Máximo Gómez) que lo
esperaba en Santo Domingo.
A todos
ese desvelo, tocando las fibras más hondas de sus compatriotas ya amigos –las
fibras del amor– para que al joven Secretario del Partido Revolucionario
Cubano, que iba por primera vez a esos lugares,
le fuera fructífera su labor.
Al
mediodía, un momento antes de subir al vapor, escribió con prisa a Antonio
Maceo: “Salgo (…) la isla salta (…) Sólo
falta llegar”. Le alcanzaba todavía la
emoción del adiós a Nueva York, del que se despidió con alegría y tristeza,
privándose de delicados afectos. Sabía
que no podía engañarse, atribuyendo asaltos de tristeza a la pérdida del
concierto que al día siguiente ofrecería el maestro Miguel Castellanos en Fifth
Avenue Hall, donde con seguridad incluiría a Chopin, con cuya música siempre se
había conmovido.
Todo
emergía este domingo desde las brumas de Fortune Island y le hacía comprender
que la nostalgia no lo iba a abandonar. Ya el día antes, al mirar atrás desde
la cubierta, en las estelas se dibujó otra vez la casa de Carmen y se sentó a
escribir, con el balanceo del barco, a
la pequeña María: “Tu carita de angustia está todavía delante de mí, y el dolor
de tu último beso”. Acaba de marcharse y ya quiere saber todo lo que ha hecho
en estos tres días sin verla. Un hombre
tan necesitado de ser querido, desea al partir que su presencia siga en el
corazón de la niña y, para que lo recuerde aprendiendo –no sólo que aprenda a
recordarlo–, le pide que vaya haciendo como una historia de su viaje, con lo
que aprenderá a conocer los lugares por los que él va pasando. También le
escribe a Carmen, la hermana de María, para que sepa que ni este mar nuevo, ni este cielo claro, hacen que la olvide.
Le cuenta del camino, de Cat Island, de Watlig’s Island, “que muchos
creen que es la primera tierra de América que vio Colón”. Y detrás de esta
oración la exclamación incontrolada: “Tan cerca de Cuba, y todavía tan
lejos”. Es un día tranquilo para su
cuerpo, caminando despacio, mirando al mar, aunque su cerebro no encuentra
reposo.
Después
le escribe a Gonzalo, detallando lo que hay que hacer, pero antes desborda su
infinito agradecimiento hacia aquella familia que lo hospedó con tanto cariño
en días difíciles. “¿No me sienten en la
casa, apegado, presente, resuelto a no
irme?”. Pero, tan grande como el cariño, es la obra que había que hacer. Toda
la carta de aquel domingo tres de febrero es el entresijo de la extensa conspiración
dentro y fuera de la Isla, y los amarres de esta potala los seguía él
atenazando por el mar, mostrando la
misma seguridad con que el Capitán del Athos levantaría sus anclas al día
siguiente, a la hora de partir a Cabo Haitiano.
(Tomado
de mi libro Domingos de tanta luz (2019), que puede adquirirse a través de
Amazón o escribiendo a cartayalopez@gmail.com.)
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