Conocí a Peggie Schmechel en junio de 2014, cuando commencé a trabajar en La Gaceta ocupando la posición de editor en espanol. En un pequeño colectivo laboral, compuesto mayoritariamente por miembros de la familia Manteiga y donde todos hablan únicamente inglés, mi dificultad para comunicarme en ese idioma parecía ser el inconveniente principal que tendría que enfrentar. Excluyendo esta limitación, las relaciones de trabajo en este lugar han sido positivas.
En esas circunstancias, la presencia de Peggie me resultó grata y solidaria. Ya tenía más de 80 años cuando la conocí y, con diligencia, llegaba cada mañana a su trabajo, manejando su auto, y entraba saludando a todos con un cariño especial que se le notaba en la mirada. Ser la madre de Patrick –el dueño de esta empresa familiar que pronto llegará a un siglo– no le hacían considerarse con un privilegio especial en su jornada de trabajo; pienso que fue así cuando era la esposa del anterior propietario –Roland–, y, seguramente, en sus primeras relaciones con esta publicación, como nuera de Victoriano Manteiga, el legendario fundador.
Pero los largos años, el corto cabello blanco, las nobles
arrugas de su rostro bondadoso, el andar pausado por los espacios del edificio
que alberga a La Gaceta –apoyándose en un bastón– sí le daban con amplitud la
primacía entre el pequeño grupo laboral. Se notaba en la deferencia con que
todos le cedían el paso, en la manera de escucharle un mínimo comentario, en el
modo de acercarse a su mesa de trabajo a
recibir de sus manos un encargo, el cheque semanal o un caramelo, en abrirle la
puerta al advertir su llegada, en la paz que su cercanía callada enriquecía.
Si para todos era agradable tenerla alrededor y comentar con
ella la última noticia pública o familiar, para mí se duplicaba el significado
de su atención, pues valoraba el esfuerzo disimulado con que ella intentaba
comprender una respuesta al hacerme alguna pregunta. Y lo hacía siempre con una
naturalidad que me despertaba confianza, por su manera de entenderme con los
ojos o, tal vez, con el corazón. Muchas veces se acercó a mi mesa, a traerme el
pago de la semana, un papel, un dulce o, simplemente, a saludar. Pero, a
diferencia de otros que cumplen ese gesto sin palabras, ella me preguntaba o
comentaba algo, encontrándole significado a mi comentario, por baladí que fuera
y quién sabe cuántas veces aparentando que me había comprendido. Otras, cuando
ella conversaba con alguien cerca de mí –casi siempre con Leonardo Venta– a
cada instante me miraba, incluyéndome en la plática, queriendo lograr con la
afabilidad de su rostro que me sintiera parte del diálogo. Pocas veces he visto
ese esfuerzo de inclusión conversacional hacia alguien de otro idioma que, de
antemano, se sabe no puede alcanzar el nivel discursivo de quienes le
rodean.
Recuerdo a Peggie, especialmente feliz cuando daba regocijo
a otros. Nunca participé en las fiestas que ella organizaba ofrecía año en su casa
para los días de Halloween, pero imagino sus ojos radiantes de alegría ante el
desfile de niños a quienes prodigaba un aluvión de caramelos. La rememoro, en
cambio, en el día de diciembre que La Gaceta destina a celebrar La Navidad
entre sus trabajadores, colaboradores y amigos. Peggie recorría mesa por mesa,
con un regalito a cada quien, sonriente y cariñosa, como una Diosa que rinde
cuentas de un año vivido y desea a todos que el siguiente sea venturoso.
Así recuerdo a Peggie, voluntariosa y buena. El pasado 10 de
febrero le tocó finalilzar su presencia física entre nosotros, a los 88 años de
edad. Aunque en los últimos meses no estaba viniendo a su acogedora mesa de
trabajo, creía que en algún momento llegaría a vernos. Ahora sé que no vendrá
más, pero desde aquí, donde tanto bien hizo, la seguiremos viendo a través
de la obra humana a que amorosamente
contribuyó, sentada en la eternidad y bendecida por quienes la seguiremos
llevando en el recuerdo del corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario