El sábado pasado, estuve unos minutos en la pequeña cafetería La Oriental (3117 W Columbus Dr.) conversando con Emiliano Salcines y un pequeño grupo de amigos suyos jubilados que todas las semanas se reúnen allí a tomar un café y charlar del tema que se les ocurra. Por lo general, se encuentran allí los sábados y domingos, aproximadamete a partir de las 11 de la mañana y cuando hay dos sentados en la primera mesa vacía que encuentran, la charla echa a andar. Entonces van entrando otros, que desde asomar en la puerta son recibidos con una frase afectuosa, al preguntársele por la salud y la familia. Si alguno de ellos se ha ausentado en las últimas semanas, se le recibe con un aplauso, mucho más vivo si ha estado enfermo en la casa o ingresado en el hospital.
Emiliano Salcines (segundo de der. a izq.) en uno de sus sábados en La Oriental |
Yo he tenido el gusto de estar entre ellos en varias ocasiones,
oyendo su plática y aprendiendo de sus historias. Pero ahora voy a referirme a
la conversación espontánea del sábado pasado, pues fue un registro inesperado
sobre diversos oficios ya desaparecidos y que antaño enriquecieron las
costumbres de la ciudad.
El tema se fue afirmando cuando uno de ellos preguntó si
habían oido decir que iban a recoger los gallos que andan sueltos por Ybor
City. Otro dijo que sí, aclarando que en ciertas instituciones se han quejado
de clientes que, desde sus zapatos, han ido regando por los pasillos restos de
excrementos que esos bellos gallitos depositan en sus parqueos.
Entonces Salcines explicó que no se puede apelar a razones
históricas para defender que esos animalitos anden sueltos, pues la costumbre
era tenerlos en el patio. Fue suficiente para que otro recordara a los
vendedores de huevos, que pasaban con una canasta casa por casa, ofreciéndolos
por docenas.
Y para que el desayuno estuviera completo, detrás venía el
otro pregonero: “el panadero con el pan, el pan calentico”, con lo que se trajo
a colación otro oficio ya desaparecido.
A éste siguió “el lechero”, pues prácticamente dentro del pueblo se ordeñaban
las vacas para empezar el reparto. Y no sólo de vacas, dijo otro, pues también
se criaban chivas y ovejas, pues su leche es muy alimenticia y medicinal,
aunque no tanto como el caldo de paloma que, como allí se dijo, era capaz de
revivir a un muerto. “Caldo de pichón”, aclaró Emiliano, recordando que lo
recomendaban a cualquier enfermo, sin necesidad de diagnósticos y recetarios
científicos.
Eran muchos oficios aquí, dijo otro y recordó a los
carretilleros, quienes iban calle por calle pregonando aguacates, mangos,
frutas diversas, viandas o legumbres que se le compraban en la puerta de la
casa, sin necesidad de ir a un mercado. Asimismo, con frecuencia pasaba el
afilador, alguien que, girando una rueda de bicicleta, daba vueltas a una
piedra de amolar ovalada, sacando el filo a cuchillos, machetes o tijeras,
mientras volaban al aire diminutas chispas de fuego inofensivas, por lo que en
algunos lugares le llamaban “Chispa” al amolador.
Por asociación de palabras, la frase ‘piedra de amolar’
llevó la memoria de otro contertulio a la piedra de hielo, recordando aquellos pequeños bloques de agua
congelada que iba anunciando otro hijo del pueblo y que una vez adquirido se
depositaba en un cajón convertido en nevera, cuando en la mayoría de las casas
no había refrigerador.
Hubo otros oficios cuyos operarios no deambulaban por las
calles, pues se ubicaban en una esquina fija del pueblo, a la vista de todos, a
ofrecer su servicio. Es el caso de los relojeros, costureros, talabarteros y un
sinfín de reparadores de cuanto objeto pudiera dañarse en el hogar, cuando las
averías eran reparadas decenas de veces y no se pensaba, como ahora, en su
renovación. Hoy no resulta extraño que alguien haya corrido a cambiar el
televisor, porque un falso contacto en el tomacorriente cortó la novela en un
momento apasionante.
Hablar de los antiguos lecheros, panaderos, afiladores,
costureros, me hizo recordar esas mismas estampas en mi pueblo cubano. Es tanto
el parecido, incluso en la procedencia étnica de quienes ejercían determinados
oficios –los chinos en las tintorerías, por ejemplo– que es fácil entender todo
lo que culturalmente nos identifica.
De estas cosas estuvieron hablando el pasado sábado los acompañantes
de Emilano Salcines en La Oriental; pero no todo el tiempo, pues saltan de tema
en tema, como para que la vida les de tiempo a repasar tantos años de historia
acumulada. Saben que ya no es como antes, cuando eran largos los días y los
años. Por eso hablan de las familias tampeñas del siglo pasado, de las comidas
preferidas, de ciudades visitadas y de lo que les venga a la mente. Hablan de
ellos y de quienes conocen, del mundo de hoy y del mundo de ayer, de lo que
oyeron en la televisión y de las cosas que dice la gente; tienen opiniones
propias y respetan las ajenas. Por eso con ellos se aprende, sin programas ni
diplomas, más que en tantas lecciones secas de factura académica.
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