Si
antes de caminar por el extenso puente que une a Manhattan con Brooklyn has
leído las crónicas que José Martí le dedicara, el disfrute de su impresionante
estructura se enriquece con la belleza de una descripción impresionista. Los
dos relatos que en los días de su inauguración escribiera el periodista cubano
–“El puente de Brooklyn”, La América, Nueva York, junio de 1883 y “Los
ingenieros del puente de Brooklyn”, La Nación, Buenos Aires, 18 de agosto de
1883 (incluidas en el tomo 13 de sus Obras Completas)– figuran entre lo más
elevado que se ha escrito acerca del proyecto de ingeniería más innovador y
audaz de su tiempo. Y cuando rememoras que aquel hombre de pequeña estatura, pobremente vestido para la crudeza del
invierno neoyorquino, cruzaba el largo puente dos veces al día –cuando viviendo
en Brooklyn trabajaba en Manhattan–, lo andas ahora como junto a él, como si te
fuera contando a cada paso los detalles de su armazón, el alma de su
engendramiento, el tejido oculto de cada pieza de su engranaje.
Al
adentrarnos en su recorrido, se siente la palabra del cronista decimonónico,
advirtiéndonos que “debajo de nuestros pies, todo es tejido, red, blonda de
acero: las barras de acero se entrelazan en el pavimento y las paredes que
dividen sus cinco anchas vías, con gracia, ligereza y delgadez de hilos; ante
nosotros se van levantando, como cortinaje de invisible tela surcada por
luengas fajas blancas, las cuatro paredes tirantes que cuelgan de los cuatro
cables corvos”.
Estaba
bien entrada la tarde del domingo, 21 de marzo, cuando llegamos a su primer
extremo y vimos a decenas de personas, protegiéndose con mascarillas de la
pandemia que nos acorrala, dispuestas a caminar por el histórico puente. Por
uno de los bordes del carrill destinado a peatones, vemos a muchos jóvenes
cruzar raudos en bicicletas, alguno con una goma al aire, desafiando el cielo,
mientras otros se detienen en los bordillos a preservar el instante en una
fotografía. Entre ellos, adivinamos la variedad de culturas que viven y
visitan Nueva York, sintiéndose en la capital del mundo. Esa pluralidad humana,
junto a la magnificencia de la obra, es muy visible en la descripción que
nuestro incorpóreo narrador nos va contando: “(…) en sus cimientos, que muerden
la roca en el fondo del río; en sus entrañas, que resguardan y amparan del
tiempo y del desgaste moles inmensas, de una margen y otra, este puente
colgante de Brooklyn, entre cuyas paredes altísimas de cuerdas de alambre,
suspensas –como de diente de un mamut que hubiera podido de una hozada
desquiciar un monte–, de cuatro cables luengos, paralelos y ciclópeos, se
apiñan hoy como entre tajos vecinos del tope a lo hondo en el corazón de una
montaña, hebreos de perfil agudo y ojos ávidos, irlandeses joviales, alemanes
carnosos y recios, escoceses sonrosados y fornidos, húngaros bellos, negros
lujosos, rusos de ojos que queman, noruegos de pelo rojo, japoneses elegantes,
enjutos e indiferentes chinos”.
Si en
el artículo para la revista La América Martí destacó las características del
puente, en el destinado al periódico argentino La Nación centró su interés en
los ingenieros que lo hicieron posible. Así, al caminar ahora sobre su
perdurable superficie, sabemos de John y de Washington Roebling, padre e hijo,
quienes diseñaron y guiaron cada detalle de esta magna creación. Si bien el
escritor exalta la concepción estética del puente –“Como crece un poema en la mente del bardo
genioso, así creció este puente en la mente de Roebling”–, pone énfasis en el
valor ético, moral y servicial que
caracterizó a sus edificadores, al informarnos que el padre “murió de su obra, como mueren todos los espíritus
sinceros”, y que el hijo fue también un valiente soldado durante la Guerra
Civil: “Blandió el acero doblemente: en sable, sobre los enemigos; sobre los
ríos, en puentes”.
Cuando
llegamos al final del pontón, comparto una frase del artículo martiano:
“regocija lo inmenso”. Con ese alborozo, culminante de la jornada neoyorquina,
nos sentamos a descansar en un pequeño parque donde comienza Brooklyn.
Entonces, asocio involuntariamente la inmensidad del puente con una metáfora
que extiende su significado; un puente donde se junten orillas no separadas por
el agua, sino por la intransigencia de la política y la ideología; un puente
humano de concordia y pluralidad, incluyente y respetuoso con el credo y
expresión de todos, que es el primero de los derechos humanos.
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