Cuando salimos del Museo de Arte Moderno, ya al anochecer, supimos que José y Ailicec nos escondían una sorpresa: habían reservado tickets para el mirador “Top of the Rock”, sin decirnos que nos esperaba un elevador en el que ascenderíamos 67 pisos en 42 segundos. Previamente, caminamos hasta el Rockefeller Center, un conjunto de 19 imponentes edificios que van de la calle 48 a la 51, entre la Quinta y la Sexta Avenida de Manhattan. Es un espacio arquitectónico atractivo, donde se enciende cada año el gigantesco Árbol de Navidad de La Gran Manzana, tiene una hermosa pista de patinaje sobre hielo, lujosas tiendas, decoraciones fulgurantes e infinitos encantos. Su edificación, de estilo deco, fue concebida por John D. Rockefeller en 1930 y culminada por su hijo John Davison en 1939. Ha sido considerado el proyecto de edificación privado más grande realizado en los tiempos modernos.
Nuestra
visita fue exclusivamente al “Top of the Rock”, en lo alto del rascacielos
Comcast, entre las plantas 67 y 70. Antes de entrar al elevador, nos detuvimos
ante la célebre fotografía conocida como “Almuerzo en lo alto de un
rascacielos” (1932), en la que once obreros están sentados en una viga a más de
250 pies de altura, comiendo sándwiches y sonriendo plácidamente. Al subir, una panorámica de 360 grados pone
ante nuestros ojos la imagen mirífica de Nueva York. Desde la alucinante
altura, parece posible tocar los rascacielos con los dedos, alcanzar el Empire
State –considerado por muchos una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno–,
admirar el nuevo World Trade Center
–donde estuvieron las Torres Gemelas abatidas por el terrorismo–, llegar a
Brooklyn o adivinar, más al suroeste,
el monumento que exhibe La
Liberté éclairant le monde.
Vista de Nueva York desde el Top of the Rock |
más escribió durante su vida.
El día
antes, mi amigo Orlando Sánchez Soto –uno de los grandes músicos del género
jazz y virtuoso del saxofón, quien vive en Nueva York– me había dicho por
teléfono que nos veríamos temprano al lado de la escultura de bronce llamada
Toro de Wall Street, situada en el parque Bowling Green. Llegó vestido de
negro, con una larga barba y un pequeño kipá sobre la cabeza. Sabía que en los
últimos años se había convertido al judaísmo, por lo que advertí a mis
acompañantes, con cierto orgullo, que estaríamos guiados por un rabino. Pero la
gran sorpresa fue su esposa, finalmente la verdadera cicerone de esa espléndida
mañana, pues conoce cada rincón histórico de aquel sitio inaugural de
Manhattan. Ella, la periodista Carmen María Rodríguez, nos fue mostrando las calles
por las que Martí caminó tantas veces para llegar a su oficina. Ya no existe el
edificio con la numeración que conocemos, pero en la calle adoquinada se siente
como el murmullo de su paso apremiante.
Con Orlando Sánchez y Carmen María |
“En
Delmónico han comido Jenny Lind, la sueca maravillosa; Grant, que después de un
banquete recibió a sus visitantes bajo un dosel; Dickens, a quien un vaso de
brandy era preparación necesaria para una lectura pública (...) Luís Napoleón,
antes de acicalarse con el manto de las abejas, comía allí; (…) y el hijo del
zar, y célebres actores, y nobles ingleses, y cuanto en las tres décadas
últimas ha llegado a Nueva York de notable y poderoso”.
Después,
llegamos a la Iglesia de la Trasfiguración, en Mott Street, número 25. Carmen,
sorpresivamente, se detuvo en aquel sitio para mostrarnos la parroquia donde
predicó el Padre Félix Varela. En torno al monumento que eterniza su memoria,
hablamos sobre el tiempo neoyorquino del “hombre que nos enseñó a pensar”, como
le calificara José de la Luz y Caballero.
Memorial a Félix Varela en la Iglesia de la Transfiguración, Manhattan, NY. |
También,
nos acercamos al sitio en que George Washington fue declarado primer presidente de la nación –el Federal
Hall de Nueva York– y, contemplando la estatua que guarda esa memoria,
recordamos unas palabras suyas de aquel 30 de abril de 1789: “(…) juro
solemnemente que apoyaré y defenderé la Constitución de los Estados Unidos
contra todos los enemigos, extranjeros y domésticos”.
Asimismo,
nuestra afable guía nos muestra el edificio del Ayuntamiento, en City Hall
Park, el más antiguo del país. Allí, nos confesó la razón para detenernos:
“Aquí los cubanos velaron el cadáver de Francisco Vicente Aguilera”. Entonces
dedicamos unas palabras al gran bayamés, el hombre más rico del oriente cubano
cuando empezó la Guerra de los Diez Años. Fue vicepresidente de la República en
Armas y Céspedes lo nombró su Lugarteniente en la región oriental. Murió pobre
y con frío en Nueva York, a los 55 años de edad, pidiendo limosnas en las
calles para hacer libre a su país.
De allí
fuimos a un restaurante del célebre barrio chino, donde saboreamos algunas
exquisiteces de su cocina, conversamos largamente y nos despedimos agradecidos,
preparados para caminar, de un lado al otro, el puente que unió a Brooklyn con
Nueva York.
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