Este fin de semana, alargado un día más por el feriado del Día de los Caídos, pude ver como miles de personas cubrían las arenas y aguas tranquilas de las playas de Clearwater, donde la transparencia del mar legitima el hermoso nombre del lugar. En el momento de llegar, se hizo difícil encontrar un espacio donde colocar la amplia sombrilla que debía cubrirnos del intenso sol con que el Caribe expande su luminosidad hacia el golfo de México.
Una vez
descubierto el sitio ideal, al lado de dos pequeñas palmeras casi solitarias,
colocamos en el centro del oasis a mi nieto Stanley Gabriel –de apenas tres
meses y medio– para su bautizo de mar. Entonces, extendí la mirada a todo el
rededor para (ad)mirar la diversidad humana que, sonriente y feliz, entraba, salía
y volvía a entrar al agua, apartando la ola, la espuma blanca, saludando las
vísperas del verano, como si todos quisieran recuperar los largos meses en que
la pandemia del Covid-19 obstruyera el disfrute de esta dádiva natural.
Allí,
oímos reiterarse el comentario que relaciona la explosión masiva a la playa con
el fin del encierro sanitario que impidió, durante más de dos años, el disfrute
no solamente de un espacio tan atractivo como el mar, sino también de toda
manifestación social que reuniera un pequeño grupo de personas.
Y
aunque este fin de semana observamos también los restaurantes llenos, las
calles aledañas a la costa copiosamente transitadas –parece un carnaval de
Manzanillo, dijo mi esposa– ninguna igualaba a la muchedumbre que vimos en la
playa, tal vez porque el propio vestuario exclusivo de ese lugar, desprovisto
de la indumentaria que oculta la realidad del siempre digno cuerpo humano, nos
hace ser más nosotros mismos. A diferencia de las pasarelas, de los honorables
estrados, o de los tronos monárquicos, en la playa basta un short, un bikini y
hasta un llamado hilo dental para ocultar –a veces mínimamente– el cuerpo
natural con que llegamos al mundo. Allí se aprecia, en vivo, lo que permiten
las normas impuestas: se enseña lo que a dos cuadras se oculta, se exhibe
alegremente lo que el pudor esconde unos minutos después, se admira con la
naturalidad que se mira, sin que algún tabú estorbe el desinhibido
vestuario.
Por suerte, vivimos en una sociedad moderna e inclusiva. Si antes los prejuicios raciales o culturales impusieron espacios separados para el disfrute de un espacio geográfico, hoy, y es lo que experimentamos en Clearwater, un mosaico de colores humanos adornó el espacio que compartimos y donde, la tez negra, mulata, trigueña, blanca, como la diversidad de voces, cantos, costumbres, risas, saludos y abrazos, embellecen desde la diversidad un universo sin restricciones para el disfrute público.
Allí,
como tantos alrededor, picamos frutas, ingerimos un bocadillo, conversamos, nos
zambullimos en el agua, caminamos en la arena y, en nuestro caso, tuvimos el
gozo de ver los piececillos del principito nuestro mojándose de mar, felices de familia
y humanidad.
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