Como todos sabemos, el 12 de octubre de 1492
llegó Cristóbal Colón al continente que habría de llamarse América. La fecha
del 16 de enero de 1493, día en que el bravo Almirante echa a la alta mar las
dos naves sobrevivientes –había perdido la “Santa María”– para regresar a
España, es menos citada. Si ahora la llamamos a colación es únicamente para
observar que la Navidad de aquel año
encontró a un grupo de españoles brindando, por primera vez, en una playa
insólita del Nuevo Mundo.
Recordemos que después de avistar tierra en
Guanahani (Bahamas), el navegante siguió al frente de las tres embarcaciones en
que comenzaron a “descubrir” las márgenes frondosas del Caribe, pobladas de
hombres y mujeres de piel aceituna y pelo lacio, a los que llamaron indios por
creer que habían alcanzado los reinos de la India.
Entre el asombro y la ambición de oro,
exhaltada al observar el desperdicio de tan rico metal por los nativos,
llegaron a las islas mayores. El 28 de octubre se encontraron con la tierra
“más hermosa que ojos humanos hubieran visto” y la llamaron Juana, nombre que
nunca pudo sustituir a Cuba, como le llamaban sus taínos.
El 6 de diciembre nombraron “La Española” a la isla que hoy comparten Santo
Domingo y Haití (entonces Quisqueya, madre de todas las tierras, para sus dueños originales). El Día de
Nochebuena, bordeando la ínsula, encayó la Santa María en un banco de arena.
Gracias a las canoas con que los nativos le auxiliaron, pudo salvarse la
tripulación. Al día siguiente y gracias al regreso de los navegantes de “La
Pinta” –se había separado de las otras dos naves en las costas
de Cuba, bajo el mando de Martín Alonso
Pinzón– todos los hombres de Colón
estaban juntos en la costa norte del actual Haití, entre la desembocadura del río Guárico y la Punta de Picolet.
Aquel 25 de diciembre de 1492, en aquella desolada franja americana,
deslumbrados con la naturaleza radiante del Caribe, impresionados con aquellos
hombres que pasaban frente a su vista vestidos con taparrabos y aquellas
“indias” paradisíacas casi desnudas, sin saber dónde estaban ni qué sorpresas
les esperaban a tantos miles de leguas de sus hogares, aquellos hombres
brindaron por la Navidad. Quién sabe si en las despensas del Almirante quedaba
una botella de ron cerrero, o si los taínos más avanzados le ofrecieron alguna
jícara de jugos fermentados, pero seguramente levantaron algún jarro para
brindar por las cosas que más necesitaban en aquel desamparo: que Dios les
acompañara, que todos los Santos les cuidaran y, de paso, que las esposas, los
hijos, la familia y vecinos, nunca les olvidaran.
En aquel ambiente de heroica investidura, para que los sueños de
gloria y fortuna alimentados en Navidad fueran dejando una prueba material, al
Almirante se le ocurrió construir la primera fortificación europea en el nuevo
continente. Dicho y hecho. Mandó a sus hombres a rescatar toda la madera de la
nave encallada y a lomos de canoa juntó todo el material que se necesitaba para
emprender una obra de ingeniería civil. En los días siguientes aquellas decenas
de marineros, junto a los nativos que seguían a su cacique Guacanagari,
edificaron un fuerte que no pudo recibir mejor nombre que el de “Fuerte de la
Navidad”.
Una vez asentados en aquella fortificación registrada en lengua
castellana, Colón creyó que era la hora de regresar a España, a dar cuenta a
sus Majestades, los Reyes Católicos Fernando e Isabel, que gracias a él, el
Almirante de la Mar Océana Cristóbal Colón Fontanarossa, sus reinos habían sido
extendidos más allá de todo lo conocido por hombre alguno de la tierra. Pero en
el informe no podía faltar la noticia de que las nuevas tierras de Su Majestad
estaban bien guardadas, pues allá dejó, en el “Fuerte de la Navidad”, a 39
guardianes españoles, mientras él retornara al mundo descubierto con el
dictámen de la Corona: (...)que vos el dicho Cristóbal Colon, dempues que
hayades descobierto e ganado las dichas islas e Tierra-firme en la dicha Mar
Océana, o qualesquier dellas, que seades nuestro Almirante de las dichas islas
e Tierra-firme que ansi descobriéredes e ganáredes, e seades Nuestro Almirante
e Virrey e Gobernador en ellas”.
Las Navidades del año siguiente, 1493, encontrarían al Almirante otra
vez en La Española. Para entonces ya la penetración europea en América estaba
marcada por la violencia. Habían muerto algunos cristianos en el enfrentamiento
con los aborígenes y le acababan de incendiar su prístina fortificación de
madera. En esos días estaba dando los primeros pasos para fundar otro
asentamiento más al este, al que llamaría “La Isabela” en consideración a la
atrevida Reina. A más de 6 mil kilómetros de su casa y con tan incierto futuro,
no creo que las segunda Navidad, lejos de lo suyo, fueran muy felices para Cristóbal Colón y su
cohorte.
Que bueno saber estas historias que yo desconocía. Porque no asen películas de estas historias verdaderas.
ResponderEliminar