El
pasado 19 de mayo, realizamos un hermoso acto de recordación a José Martí en el
126 aniversario de su caída en combate. Nos reunimos en el mismo lugar donde él
pronunció muchos discursos, aunque los únicos conservados fueron “Con todos y
para el bien de todos” y “Los Pinos Nuevos”. Hablaron Emiliano Salcines, Ariel
Quintela, Kenya Dworkin y otros; escuchamos versos de Martí en la voz de la
cantante Alina Izquierdo, en una atmósfera de alegría porque celebramos la
palabra y la vida ejemplar de Martí, no el accidente de la muerte que para él
era vía, no término.
Estas
líneas no son, sin embargo, para exaltar nuestro acto, sino para recordar a la
única persona que fue testigo de aquel
trágico instante en que cayó del caballo el poeta-soldado en quien mejor se
correspondieron la palabra y la acción, con el valor de morir cuando se ha
llamado al combate. A su lado, a otro jinete le derriban el caballo, pero logra
salir debajo de la balacera a comunicar la tragedia y buscar ayuda para, vivo o
muerto, rescatar a quien ya era el Héroe de Dos Ríos.
Ángel de la Guardia Bello |
Lo
sabemos, porque él mismo lo contó, pues no hubo otro testigo para la última
frase que Martí expresara a alguien. A Ángel le quedaron dos años, tres meses y
dos días para recordarlo. Es el tiempo que sobrevivió, pues el valiente soldado
–ya con el grado de Comandante a los 22 años–, murió heroicamente en la toma de
Victoria de las Tunas, el 30 de agosto de 1897. Pero lo dejó anotado en un
diario incompleto guardado en archivos de esa ciudad y en una carta a su esposa
que, fatalmente, no logró conservarse.
Ángel
de la Guardia nació el 16 de febrero de 1875 en Jiguaní, provincia del oriente
cubano. Su padre eran maestro, camino que él siguió, graduándose de esa noble
profesión en la Escuela Elemental Completa para Varones de Manzanillo, ciudad
donde empezó a ejercer unos meses antes de reiniciarse la Guerra de
Independencia, en febrero de 1895. Inmediatamente después del levantamiento
armado, el maestro dejó el aula y se incorporó al Ejército Libertador, a las
órdenes del general Bartolomé Masó.
Cuando
José Martí y Máximo Gómez llegaron a Dos Ríos, el 12 de mayo de 1895, esperaron
en el campamento por la llegada del general manzanillero, quien arriba en la
noche del día 18. Entre los soldados de caballería que le acompañaban iba Ángel
de la Guardia, quien al día siguiente escuchó los discursos de Masó y Gómez y,
con mayor emoción, el de aquel hombre que nunca había visto y a quien señalaban
como Presidente. A los pocos minutos, cuando avisaron que se acercaba una
columna española y Gómez dio la orden de salir a enfrentarla, lo vio montar con
agilidad en su caballo y correr por la sabana hasta llegar al río crecido y
atravesarlo. Un instante después, lo oyó llamarle, sin pronunciar su nombre que
no llegó a saber, para que le acompañara al combate. Le habría gustado decirle
que él era Ángel de la Guardia y que era un honor combatir a su lado. Quién
sabe con qué hermosas palabras lo habría anotado en su Diario el sensible
escritor.
Pero la
muerte lo impidió y no pudo conocerlo mejor. La guerra continuó y Ángel siguió
combatiendo, ganando la experiencia que no tenía en Dos Ríos. Pasó a la tropa
del general Antonio Maceo, combatió valerosamente en Peralejo, acompañó a Maceo
en toda la invasión hasta occidente, donde le consideraron “el Capitán más
valiente de la brigada oriental”. Por su arrojo en una de las últimas acciones
de aquella campaña –la batalla de Paso Real de San Diego en Pinar del Río–, le
otorgaron el grado de comandante. Al
regresar a Oriente, se incorporó a la tropa de Calixto García. Al frente de un
regimiento, estuvo en la primera línea de fuego en la encarnizada batalla por
la toma de Victoria de las Tunas. Allí murió heroicamente, con sólo 22 años.
Aquel 30 de agosto de 1897, muy cerca de él combatía un jovencito de 18 años
que en esa batalla ganó el ascenso a Capitán. Se llamaba José Francisco Martí
Zayas-Bazán y era el único hijo del hombre a quien él vio morir en la tragedia
de Dos Ríos.
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