El 26 de marzo de 1887 murió en Nueva Jersey, Estados Unidos, el poeta y ensayista Walt Whitman, uno de los intelectuales norteamericanos más grandes de todos los tiempos. Para rememorarlo en el 135.° aniversario de su desaparición física, elijo las palabras que sobre él escribiera el cubano José Martí, publicadas entonces en el periódico argentino La Nación.
En el
escrito, titulado “El poeta Walt
Whitman”, el poeta antillano da a conocer en Hispanoamérica la grandeza del
autor de Hojas de hierba, quien algunos consideran muy cercano a la propia
grandeza literaria del autor del Ismaelillo. Así lo aprecia la ensayista,
filóloga y poeta cubana Diana María Ivizate González cuando afirma: “Por
caminos estéticos y geográficos diferentes,
la creación martiana y whitmaniana convergen en un sentido trascendental
del poema como una forma de reconstrucción humanista, donde individuo y
sociedad son el centro de inspiración de sus grandes temas literarios”
(Letralia, 17 de agosto, 2020). Pero, disfrutemos unos fragmentos de este
escrito que dedicara Martí a Whitman:
Nueva York, abril 23 de 1887.
Señor Director de La Nación:
“Parecía un dios anoche, sentado en su sillón
de terciopelo rojo, todo el cabello blanco, la barba sobre el pecho, la mano en
un cayado”. Esto dice un diario de hoy del poeta Walt Whitman, anciano de
setenta años, a quien los críticos profundos, que siempre son los menos,
asignan puesto extraordinario en la literatura de su país y de su época. Sólo
los libros sagrados de la antigüedad ofrecen una doctrina comparable por su
profético lenguaje y robusta poesía, a la que en grandiosos y sacerdotales
apotegmas emite, a manera de bocanadas de luz, este poeta viejo, cuyo libro
pasmoso está prohibido.
¿Cómo
no, si es un libro natural? Las universidades y latines han puesto a los
hombres de manera que ya no se conocen; en vez de echarse unos en brazos de
otros, atraídos por lo esencial y eterno, se apartan, piropeándose como
placeras, por diferencias de meros accidentes como el pudín sobre la budinera,
el hombre queda amoldado sobre el libro o maestro enérgico con que le puso en
contacto el azar o la moda de su tiempo: las escuelas filosóficas, religiosas o
literarias, encogullan a los hombres, como al lacayo la librea: los hombres se
dejan marcar, como los caballos y los toros, y van por el mundo ostentando su
hierro: de modo que cuando se ven delante del hombre desnudo, virginal,
amoroso, sincero, potente; del hombre que camina, que ama, que pelea, que rema;
del hombre que, sin dejarse cegar por la desdicha, lee la promesa de final
ventura en el equilibrio y la gracia del mundo; cuando se ven frente al hombre
padre, nervudo y angélico de Walt Whitman, huyen como de su propia conciencia,
y se resisten a reconocer a esa humanidad fragante y superior el tipo verdadero
de su especie, descolorida, encasacada, amuñecada.
Dice el
diario que ayer, cuando ese otro viejo adorable, Gladstone, acababa de
aleccionar a sus adversarios en el Parlamento sobre la justicia de conceder un
gobierno propio a Irlanda, parecía él como mastín pujante, erguido sin rival
entre la turba, y ellos a sus pies como un tropel de dogos. Así parece Whitman
con su “persona natural”, con su “naturaleza sin freno en original energía”,
con sus “miríadas de mancebos hermosos y gigantes”, con su creencia en que “el
más breve retoño demuestra que en realidad no hay muerte”, con el recuento
formidable de pueblos y razas en su “saludo al mundo”, con su determinación de
“callar mientras los demás discuten, e ir a bañarse y a admirarse a sí mismo,
conociendo la perfecta propiedad y armonía de las cosas”; así parece Whitman,
“el que no dice estas poesías por un peso”, el que “está satisfecho, y ve,
baila, canta y ríe”, el que “no tiene cátedra, ni filosofía, ni escuela”,
cuando se le compara a esos poetas y filósofos canijos, filósofos de un detalle
o de un solo aspecto, poetas de aguamiel, de patrón, de libro, figurines
filosóficos o literarios.
Hay que
estudiarlo, porque si no es el poeta de mejor gusto, es el más intrépido,
abarcador y desembarazado de su tiempo. En su casita de madera, que casi está
al borde de la miseria, luce en una ventana, orlado de luto, el retrato de
Víctor Hugo; Emerson, cuya lectura purifica y exalta, le echaba el brazo por el
hombro y le llamó su amigo; Tennyson, que es de los que ven las raíces de las
cosas, envía desde su silla de roble en Inglaterra, tiernísimos mensajes al
“gran viejo”.
Robert
Buchanan, el inglés de palabra briosa, “¿qué habéis de saber de letras –grita a
los norteamericanos–, si estáis dejando correr, sin los honores eminentes que
le corresponden, la vejez de vuestro colosal Walt Whitman?”. La verdad es que
su poesía, aunque al principio causa asombro, deja en el alma, atormentada por
el empequeñecimiento universal, una sensación deleitosa de convalescencia. Él se
crea su gramática y su lógica: él lee en el ojo del buey y en la savia de la
hoja: “Ese que limpia suciedades de vuestra casa, ese es mi hermano”. Su
irregularidad aparente, que en el primer momento desconcierta, resulta luego
ser, salvo breves instantes de portentoso extravío, aquel orden y composición
sublimes con que se dibujan las cumbres sobre el horizonte.
En José
Martí, Obras Completas, La Habana, 1975. Tomo 13, pp. 131-143.
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