Tiene los pies cansados de caminar, pero las manos dispuestas para escribir decenas de cuartillas. El día antes llegaron al campamento de Vuelta Corta, ubicado en el barrio guantanamero llamado Filipinas, en lo que fue para él su primera jornada a caballo. En Arroyo Hondo, el jueves anterior, oyó de cerca los primeros disparos de la guerra y abrazó a José Maceo, quien enseguida le regaló un hermoso caballo moro-blanco, de buena alzada y mucho brío. Desde verlo lo llamó Caonao, nombre de tanto significado en la resistencia indígena al conquistador español y de la misma Quisqueya en que nació Hatuey. Entonces comenzó una nueva experiencia para él, derivada de la guerra en que participa: ver las carnes rotas por el plomo, oler la sangre, distinguir la muerte en el cuerpo de los hombres, como en el de Arcil Duverger, a quien “le entró la muerte por la frente”. Es el día en que sus manos se estrenan de enfermero en la piel abierta de los heridos, a los que aplica yodoformo con algodón fenicado, pero más que nada, con el cariño puro que encierra el secreto de la curación.
Para él
fue útil el encuentro del 25 de abril, empañado sólo con la muerte de Duverger.
Allí supo de las operaciones que muy cerca preparaba Antonio Maceo; apreció con
sus ojos a jefes negros servidos con devoción por ayudantes blancos –¿quién
dijo que era ésta una guerra de razas?–; encontró a Rafael Portuondo, dirigente
de la nueva generación y representante del Partido Revolucionario Cubano en
Santiago de Cuba. A Carmen Miyares, en carta del viernes, se lo cuenta: “Ahora
escribo en la zona misma de Guantánamo, en la seguridad y alegría del
campamento de los trescientos hombres de Maceo y Garzón (...) ¿Y quién creen
que vino al escape de su caballo a abrazarme de los primeros, todavía oliendo
al fuego de la pelea? Rafael Portuondo, que desde ayer no se aparta de mí”. Con
la familia santiaguera de Portuondo Tamayo, él había compartido buenos momentos
en Nueva York y ahora Carmen transmitiría a Rita –la madre de Rafael– esta
buena noticia.
Obra del pintor cubano Alexis Pantoja |
Fue un domingo de mucho escribir, culminando las páginas que llenaba desde los días anteriores. Entre las que corresponden a este día se destaca una importante circular titulada “Política de la guerra”. En ella, desde el primer párrafo reafirma las ideas que había expuesto en el Manifiesto de Montecristi y en otras circulares precedentes: la guerra debe ser generosa y no ha de reflejar odio al español. Ello no significa debilidad, sino grandeza. Con el enemigo, español o cubano, ha de ser inflexible la revolución, pero “a los cubanos tímidos y a los que, más por cobardía que por maldad, protesten contra la revolución, se les responderá con energía a las ideas, pero no se les lastimará las personas, a fin de tenerles siempre abiertos el camino hacia la revolución”. Qué profundo sentido del cuidado a la unidad, a la diversidad de pensamiento, aun en medio de la guerra, cuando por lógica se es más severo frente a los que no comparten la política establecida. Asimismo, es alentador el tratamiento que propugna para las fuerzas revolucionarias: no es la imposición irrazonada la garantía de la disciplina, sino el respeto al decoro del hombre, que es lo que da “fuerza y razón al soldado de la libertad”. La generosidad no significa, en ningún caso, la contemplación suave frente a conductas que se identifiquen con la traición, delito que será castigado sumariamente “con la pena asignada a los traidores a la patria”.
Ese
domingo escribe una carta al Sr. William Kilpatrick, dueño de una línea de
vapores que realizaba viajes entre Guantánamo y Estados Unidos. Debió conocer
algunas manifestaciones de simpatía hacia la causa cubana expresadas por este
hombre para escribirle en los términos en que lo hace, incluso cuando desconoce
la real disposición y posibilidades que pudiera tener para la empresa que pide
de él: “¿Podría usted traer inmediatamente (...) una provisión de armas y
municiones entregadas en los Estados Unidos?”. Antes de esta directa
interrogante, le ha explicado la discreción requerida. En Nueva York, el único
contacto será Gonzalo de Quesada o Benjamín Guerra, cuya dirección le da a
conocer. En Cuba, Sebastián Oney, dueño en Arroyo Hondo de la hacienda
“Magdalena”. Seguramente a Oney debió conocerlo personalmente a su paso por
aquel lugar y, probablemente, es quien indicó esta posibilidad. No parece que
se derivaran resultados de este propósito, pero hace evidente su incansable
búsqueda de vías para la entrada de recursos de guerra del exterior, hecho que
le obsesiona durante sus días en la contienda bélica.
Otro
desvelo expresado este domingo se relaciona con la convocatoria a la Asamblea
de Delegados para la formación del gobierno de la República en Armas. A Carmen
Miyares, este 28 de abril le dice que dentro de dos días volverá al camino “a
seguir ordenando, como aquí, (...) a recorrer el oriente entero, cubierto de
nuestra gente, y deponer ante sus representantes nuestra autoridad, y que ellos
den gobierno propio a la República”. Considero que para entonces Martí preveía
la posibilidad de formar el gobierno, a más tardar a fines de mayo, mediante
una Asamblea que se reuniría en la región de Manzanillo y representada por
delegados procedentes de todas las regiones incorporadas a la guerra, sólo las
orientales hasta esa fecha. Más adelante, al incorporarse Camagüey y las otras
provincias del país, el gobierno se iría adecuando a las circunstancias nacidas
de la extensión armada. Sólo así tienen sentido diversas expresiones martianas
de esos días, sobre todo la carta a Félix Ruenes fechada el viernes 26:
“Invitamos a Ud., pues, formalmente a cumplir este deber supremo, enviando
desde ahí enseguida a Manzanillo, donde a la fecha se halle el general
Bartolomé Masó, el representante que los cubanos revolucionarios de Baracoa
envíen a la Asamblea de Delegados que allí se reunirá”.
Este
domingo, animado por sus conversaciones con grandes jefes revolucionarios
alzados en Oriente, cree en esa posibilidad. La comprensión con que lo
escuchaban al hablar de las fórmulas político- organizativas de encabezar la Revolución,
mucho ayudaba a la felicidad con que terminaba aquel día: “Son las nueve de la
noche, toca al silencio la corneta del campamento, y yo reposo del alegre y
recio trabajo del día escribiendo...”.
Nota:
Tomado de Domingos de tanta luz, libro que puede adquirirse en Amazon.
No hay comentarios:
Publicar un comentario