Antes de
las elecciones de 2020, ya había asistido a cuatro en Estados Unidos, dos de
ellas como residente en el país y las últimas con la condición de ciudadano y,
por ello, con derecho al voto. En ellas,
dos veces ganaron los republicanos (George Busch en 2004 y Donald Trump
en 2016), mientras el demócrata Barack Obama triunfó en 2008 y 2012. Como en
todas las campañas electorales del país, en ellas hubo una reñida pugna desde
las bases de ese proceso, primero buscando la nominación por el partido y después
entre los candidatos presidenciales. En múltiples discursos de campaña, en
convenciones y continuos actos en los diferentes estados que componen la
nación, y en medio de una propaganda continua en los
medios de comunicación, vallas públicas, letreros lumínicos y toda una
parafernalia propagandística que cuesta miles de millones de dólares, los contendientes insisten en ocultar los
méritos y agrandar los defectos de su oponente, prometiendo crecimiento
económico, mayor justicia, soluciones a los problemas de salud y educación, así
como, según la amenaza del momento –terrorismo, en primer lugar, desde el 11 de
septiembre de 2001–, derrotar a cualquier enemigo de la nación.
Sin embargo, hasta las elecciones de 2020 nunca vi un lenguaje donde se haya extremado tanto la ofensa al contendiente –persona o partido–, el irrespeto a la dignidad del otro, aunque haya dedicado su vida a servir al país en los cargos más altos de su administración política. Cuando se trata de una nación sin gobernación caudillista en toda su historia y que ha cumplido por más de doscientos años con los ciclos de poder que ampara su constitución, al ofender a la persona del contrincante electoral se ofende a la nación, se ofende a la constitución.
Había leído las críticas de José Martí a las
campañas electorales en Estados Unidos de las que él fue testigo,
particularmente las de 1884 y 1888. Aunque el pensador cubano simpatizó con
muchos aspectos de la democracia estadounidense, observó con mucha preocupación
espurios intereses que se movían detrás de ella para favorecer a grupos de
poder que ponían en tela de juicio su naturaleza democrática. Sin embargo,
creía rebasados los elementos más nocivos que el talentoso hispanoamericano
informó a su público a través de importantes periódicos (La Nación, de
Argentina y el mexicano El Partido Liberal, entre otros), como han sido
superados otros males de la nación que fueron denunciados en su tiempo por el
citado comentarista.
Al menos,
no había advertido en las elecciones pasadas un comportamiento que se
correspondiera al peden leter con
esta visión que nos dejó Martí sobre las elecciones de 1884:
“Una vez nombrados en las Convenciones los
candidatos, el cieno sube hasta los arzones de las sillas. Las barbas blancas
de los diarios olvidan el pudor de la vejez. Se vuelcan cubas de lodo sobre las
cabezas. Se miente y exagera a sabiendas. Se dan tajos en el vientre y por la
espalda. Se creen legítimas todas las infamias. Todo golpe es bueno, con tal
que aturda al enemigo. El que inventa una villanía eficaz se pavonea orgulloso.
Se juzgan dispensados, aún los hombres eminentes, de los deberes más triviales
del honor (...) En vano se leen con ansia en esos meses los periódicos de
opiniones más opuestas. Un observador de buena fe no sabe cómo analizar una
batalla en que todos creen lícito campear de mala fe. De plano niega un diario
lo que de plano afirma el otro. De propósito cercena cada uno cuanto honre al
candidato adverso. Desconocen en esos días el placer de honrar”.*
Confiando
en la sinceridad y agudeza del escritor cubano, nunca dudé de que hubiera
pintado con fidelidad lo que entonces apreció. Pero ha pasado casi siglo y
medio y el sistema capitalista que entonces pugnaba por nacer violentamente en
Estados Unidos ya no es el mismo. Ya los obreros no viven como aquellos que
Martí pintó en “Un drama terrible” donde se refiere a las luchas obreras que
desembocaron en el crimen de Chicago en mayo de 1886. Sin embargo, las
elecciones de 2020 han traído aquellos mismos componentes denunciados por un extranjero
en 1884. “Se miente y se exagera a
sabiendas”, parece haber ocurrido entonces entre quienes apoyaban al
republicano James Blaine y quienes preferían al demócrata Grover Cleveland, quien resultó triunfador.
“Se miente y exagera a sabiendas”, está ocurriendo 136 años después.
Ni Donald
Trump es fascista, ni Joe Biden es socialista. Todos lo saben, pero en la
campaña hacia la presidencia uno y otro título pueden ser decisivos en la
definición del votante. En términos ideológicos, ninguno de los dos es
antisistema y defienden las bases del modelo
socioeconómico al que corresponden. Si
uno fuera fascista (doctrina totalitaria y nacionalista) y el otro socialista
(doctrina contraria a la propiedad privada), no habrían ocupado los cargos de
presidente y vicepresidente de Estados Unidos. Pero, “Se creen legítimas todas las infamias” y no
importan los méritos que un hombre haya acumulado en toda su vida para
ofenderle en la prensa, en los canales de televisión, e inventar cuanta imagen
pueda denigrarle, sin importar el “pudor de la vejez”. Quiero creer, al menos,
que a los niños no se les deje ver las imágenes con las que los adultos se
mienten unos a otros, para que crezcan sin perder la confianza en el legado de
sus padres.
Es legítimo
que unos sean republicanos y otros demócratas, pero cómo respetar la democracia
cuando se desconoce el derecho del que piensa diferente. Cómo respetar al que
“se pavonea orgulloso” cuando “inventa una villanía”. Porque es una villanía
consciente llamar socialista o comunista a Joe Biden y levantar el fantasma de
que este país, con Constitución y todo, sería devorado por él, que es, entre los dos hombres que en el 2020
contienden por la presidencia de Estados Unidos, el que menos semblante de
dictador tiene.
*José
Martí. Obras Completas, tomo 10, pp. 184.
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