Madre hay una en el mundo, dice la voz popular, sintetizando la sabiduría milenaria que guarda la memoria de la humanidad. Para cada uno, la mujer a quien debe la vida es la mejor madre del mundo, única vez que el calificativo se desviste de egolatría por la fuerza del corazón.
Múltiples refranes aluden a la madre como máxima expresión
de la grandeza humana, hasta el extremo de concederle una exclusividad que
relega al padre a un inmediato segundo plano. Uno de ellos se le atribuye a Lao
Tse, considerado desde la antigüedad padre del pensamiento chino. Para el
filósofo oriental “el padre y el hijo son dos. La madre y el hijo son uno”,
remitiendo a la inseparabilidad del sentimiento que les enlaza.
Aunque en el acto de la procreación intervienen el hombre y
la mujer –padre y madre–, la relevancia materna se aviva porque de su vientre
venimos, a lo que se suma la ternura natural de la lactancia, el infinito amor
de su mirada, el femenil arrullo y la sonrisa única al abrazar a la criatura
que, como una diosa, ampara entre sus brazos. En ese gesto inigualable de los
labios maternos debió pensar León Tolstoi para afirmar: “El niño reconoce a la
Madre por la sonrisa”. Madre, así, con mayúscula, asumiendo el nombre propio
que a cada hijo corresponde.
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Juana Enedina López Quesada, mujer que, plena de amor, me trajo al mundo. |
La gratitud hacia la madre alcanza a toda la existencia, no solo a la niñez en que es su primera protectora. A diferencia del reino animal, en que el instinto guía el cuidado del hijo hasta que puede valerse por sí mismo, en los seres humanos el celo materno nos acompaña mientras viva la mujer que nos trajo a la luz. Así lo sintió Abraham Lincoln, quien confesó: “Todo lo que soy, o espero ser, se lo debo a la angelical solicitud de mi madre”, mujer que falleció mucho antes de él convertirse en presidente de Estados Unidos.
El cariño hacia la madre hace exclusivo el concepto de
hermosura. “Mi madre fue la mujer más bella que conocí”, escribió Jacinto
Benavente, el dramaturgo y poeta español que obtuvo el Premio Nobel de
Literatura en 1922. En la evaluación, nunca desmedida, no intercede el color de
la piel, los rasgos del semblante u otros atributos de la fisonomía, sino esa
mirada desde el corazón que siempre ofrece el más fiel e imperecedero amor. Por
ello, cada persona lleva su propia verdad cuando repite la frase de Benavente.
Yo tengo muchas formas de recordar a mi madre, la mujer más hermosa del mundo. Hay diversos gestos suyos que con frecuencia ocupan mi mente, entre ellos su acento único al achicar mi nombre, o su risa para celebrarme cualquier ocurrencia. Pero hay una frase suya, siempre en diminutivo, que constantemente viene a mi memoria, arropada en su rostro bondadoso. Es una expresión asociada a los alimentos, fuera en el desayuno, el almuerzo, la comida o una simple merienda. Ella siempre se detenía un momento a mi lado –o ante mis tres hermanos, claro– para inquirir “¿otro poquito?”.
Cuando éramos muy pequeños no nos percatábamos de que ese
“otro poquito” disminuía excesivamente su propia ración de alimento, como no
entendíamos que prefiriera un ala del pollo y, en casos extremos, hasta una
patica. Después, cuando crecimos y no podía engañarnos, inventó lo de estar muy
llena o, incluso, que le hacía daño algún comestible que, inmediatamente, nos
miraba ingerir con delicia. ¿Quién sabe cuántas veces se privó de alimentos que
le gustaban para que los hijos pudieran disfrutarlos? ¡Cómo no decir, entonces,
que fue la mejor madre del mundo!
Cuando somos hombres, no siempre hablamos bastante de
nuestra madre. A veces hablamos más de una novia, de una mujer que amamos, o de
una hija. Pero mi amigo Leonardo Venta me habla más de su madre que de ninguna
otra mujer. Por eso quiero recordar, con
su permiso, una anécdota que me relatara conmovido. Llevaba muchos años sin
verla cuando logró traerla de visita a Estados Unidos. Fueron unos días como de
fiesta, mirándola y mimándola como a una novia. El día en que ella regresó a
Cuba, iba vestida como una princesa cuando él la miró perderse en el
aeropuerto, sin atinar a mantener en las manos el enorme equipaje con los
regalos que llevaba a la familia. El hijo, sin poder acompañarla al rebasar el
espacio exclusivo de los viajeros, o guiarla, o besarla otra vez, se quedó solo,
infinitamente solo, y, mirándola por última vez, volvió a llorar.
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