El jueves de la semana pasada, 22 de agosto, murió Rafael Martínez Ybor, un nombre que desde pronunciarlo despierta admiración y respeto, porque nos remite al fundador del pueblo que lleva su apellido, aquel intrépido español que convirtió un terreno estéril en el hermoso pueblo que es Ybor City. Y también, por la dignidad con que vivió sus 95 años un hombre que, con su trabajo, servicio a la comunidad, integración útil a instituciones como el Club Rotario y esmerado cuidado a la tumba y la memoria de su bisabuelo, ganó el cariño de todos los tampeños que apreciaron en él la presencia viva de su honorable estirpe.
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Durante una visita de Rafael a La Gaceta |
Conversé varias veces con Rafael, aunque no todas las que hubiera querido. Sé que en sus últimos meses de vida la tristeza lo fue arrinconando en su hogar, porque al morir su esposa, él comenzó a morir. Sin Cecilia Martínez Torres, que lo acompañara durante más de 60 años, creía que era hora de acompañarla donde su espíritu, lleno de amor, le estaría esperando. Una vez me dijo, en La Gaceta, que debía llegar temprano a la casa, porque su novia lo necesitaba. Al faltar ella, no se animó a salir más, sino que prácticamente dejó de hacerlo, tal vez para no encontrase con el vacío al regresar.
Me gustaba oír a Rafael por la emoción con que hablaba no
solo de su bisabuelo, de quien mucho se sabe, sino también por la delicadeza
con que recordaba a su bisabuela Mercedes, de quien se habla menos. Pero Mercedes de las Revillas fue una heroína
cubana, en cuya casa atendió a decenas de expedicionarios cuando iban para la
guerra de independencia en Cuba y prestó innumerables servicios a esa causa
redentora.
También me hablaba de Rafael, el abuelo, igualmente un
rostro sobresaliente en la memoria de Ybor City. Llegó con sus padres y
hermanos en 1886, cuando apenas tenía seis o siete años. Jugó en las calles del
pueblo recién fundado cuando aún eran de tierra, aprendió a leer y escribir,
oyó hablar a los expedicionarios –muchas veces cenando en su casa–, en vísperas
de partir para la guerra en Cuba.
Rafael podía hablar de su tía abuela Amalia Elena, que se casó con un hijo del Mayor General
Calixto García. En todas las charlas, desbordaba tanto orgullo por sus orígenes
como cuidado en que su comportamiento se
correspondiera con ese honor. Y lo lograba a tan alto nivel, que por donde
quiera que pasaba podía decirse: ahí va Martínez Ybor. Lo percibí muchas veces,
como en una ocasión en que almorzábamos en el restaurante Columbia y más de uno
se acercó a saludarle. Otros, le señalaban desde su mesa, comentando a su acompañante: es el biznieto de Vicente Martínez Ybor.
En algún momento, Rafael me llamó por teléfono a decirme que
había leído esta columna, a veces con una felicitación desmedida. Otras veces
me envió fotografías y escritos sobre sus ancestros y, también, más de una vez,
me invitó a su casa para conversar y
mostrarme documentos relacionados con su familia. Ese propósito se
interrumpió por el Covid que duró mucho tiempo; después, porque la enfermedad
de su esposa le consumía el quehacer
del hogar. Ahora, ha llegado la noticia
de su muerte y por mucho que relacionamos su acercamiento con la longevidad, es
siempre inesperada. Me queda transmitirle el respeto y admiración que siento por él y, desde esta
página, decirle que ese es el sentimiento de Tampa hacia él, hacia su familia,
hacia su apellido, que es un apellido de la ciudad.