En el año 2006, la editorial Gente Nueva, de La Habana, publicó un pequeño libro que dediqué a las relaciones de José Martí con su madre, la canaria Leonor Pérez Cabrera. En el texto, intitulado Luz al universo, a través de cartas y otros testimonios asistimos al drama de amor intenso entre la madre y el hijo, marcado por desencuentros, ausencias, reclamaciones, promesas, cuando el único vástago varón de un hogar pobre se enfrenta a un destino que lo abraza a la patria y a una muerte temprana.
Ahora, en ocasión de cumplirse el 170 aniversario del
nacimiento del Apóstol cubano, extraigo unos fragmentos aislados de ese texto, como homenaje a ambos: la madre que
dio a luz aquel 28 de enero y el ser universal que ella trajo al mundo.
Fragmentos del libro Luz al universo
La Habana, claro, la del amor con su papá. Le contaba [al
hijo] del nerviosismo al conocerlo, cuando lo sorprendió mirándola fijamente en
un salón de baile, creía que en el Escauriza, y por su culpa de no apartar los
ojos a tiempo, él se animó a acercarse y
dirigirle la palabra, escueta, pero nítida y segura, que la electrizó.
Ella tenía entonces veintitrés años y estaba linda, con su
vestido blanco apretado en el talle, y él era un hombre que le llevaba en edad;
trece años le adelantaba, lo supo enseguida, y le pareció imponente con ese
color trigueño, alto, fuerte y fibroso, con un bigote negro y espeso, y de una
pulcritud que hacía creer al instante en su palabra. Por la compostura intuyó
que era militar, y cuando él se lo confirmó, con la noticia de ser Sargento
Primero del Real Cuerpo de Artillería en La Cabaña, ella tuvo la sospecha de
que podía conocerlo su papá, recientemente jubilado de aquella misma plaza, con
la ventaja de que estimaría, a la primera mirada, los merecimientos del
pretendiente valenciano.
Y no se equivocó. Claro que al hablarse de boda ella sabía
más cosas de él que las contadas de sí misma. Es que era más preguntona, y del
continuo inquirir conocía no solo que era soltero y sin descendencia, sino
también que había nacido el 31 de octubre de 1815, en Valencia, de la unión de
Vicente y Manuela Navarro, quienes tuvieron diez hijos además de él, y esto la
hizo temer por el riesgo de que Mariano resultara tan fértil como su padre.
Dijo que el llamado a quinta para ingresar en el Ejército de Su Majestad en
servicio obligatorio, lo condujo al uniforme militar, y que se alegraba mil
veces de haber extendido el tiempo de cumplimiento, porque fue quien le abrió
el camino a La Habana, donde había tenido la suerte de conocer a la más bella
de todas las canarias.
Con los escalofríos inconfesados de aquellos halagos, ¿cómo
iba a esperar por la mayoría de veinticinco años para casarse? Los padres de la
novia otorgaron la licencia para el matrimonio, y entonces empezó la carrera de
los trámites y los preparativos. A Mariano lo representaron sus superiores, una
vez apuntada la formalidad de que la prometida era tan limpia de sangre, vida y
costumbres, como cumplidora de los deberes cristianos. Entonces le pidieron
depositar la suma de quinientos pesos para la dote, y cumplidas todas las
diligencias, decidieron que el día 7 de febrero de 1852, conforme a las leyes
de los hombres y a las de Dios, tendrían a bien bendecir su primera noche de
amor completo. Que fue pleno, cuando al fin, después de rezar, comulgar y
consentir, dejaron atrás la iglesia de Monserrate, a los presbíteros don
Francisco de Paula Gispert y don Tomás de Sala que oficiaron la ceremonia; a
los padrinos don José María Vázquez y doña Marcelina Gutiérrez; a los testigos
don Esteban Aguado y don Pedro Nolasco; a los amigos y a la familia, para
encerrarse, por fin, en la casa número 41 de la calle de Paula, en La Habana
intramuros, donde empezaron a vivir.
Con ningún otro parto experimentó aquel desgarramiento, ese
rompimiento de volcán; no sabía si
porque los otros siete alumbramientos fueron de hembra, o porque el destino la
marcó para parir un hombre que desde su irrupción tenía fuerza de mundo, por
quien la iban a conocer. Porque desde pequeño la asombró. ¿Qué más pedían ella
y Mariano, humildes y honrados, a la vida, que el hijo les saliera bueno? Esto
es, cariñoso, obediente, trabajador. Pero tenía unas ensoñaciones frente al
horizonte, sobre todo cuando contemplaba el sol cayendo en la bahía, y una
mirada tan fija ante cada detalle de la cotidianidad más exigua, que la
asustaba más lo inquirido por el hijo con la vista perdida en la distancia, que
las preguntas atrevidas para las que ella no tenía respuestas.
También eso le pasaba a su papá, y un domingo regresó de un
paseo por el puerto con un comentario que la alteró: el niño se había contraído
al mirar que golpeaban a un negro, como en otras ocasiones había mostrado
turbación por el atropello a cualquier infeliz. El padre, aunque era poco
comunicativo, se desahogó con ella: que no se extrañaría de verlo alguna vez
defendiendo la libertad de esta Isla. La alarma no era infundada, pues este
pedazo de tierra había empezado a inflamarse con Apontes, Plácidos, Agüeros, y
vaya a saber cuánto nombre de negro y blanco, muertes, cárceles y destierros,
como para quitarle la tranquilidad a cualquier madre…