Probablemente el
vocablo más reiterado durante la Navidad y advenimiento de un nuevo año sea el
sustantivo abstracto felicidad, sea en singular, plural u otra de sus variantes
gramaticales (feliz, felicitar, felices, felicitación).
Para la academia
de la Lengua Española esa voz indica el “estado de ánimo que se complace en la
posesión de un bien”, sin especificar si el mismo es de índole material o
espiritual, seguramente porque el nivel de satisfacción adquirido a que remite
el “mataburros” corresponde a la naturaleza de cada quien. La Academia agrega
otras acepciones como experimentar gusto, contento, satisfacción, suerte, gozo,
identificadas con la sensación de felicidad, aunque tampoco define su
temporalidad.
Es evidente que
el alcance de una meta deseada produce en el ser humano una especie de regocijo
que se identifica con la felicidad, especialmente cuando el objetivo cumplido
tiene un relieve personal y mejor si conlleva un alcance colectivo.
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Jan Havicksz. La familia feliz |
A pesar de estas
digresiones generales, en la conceptualización de una palabra que en su origen
latín se pronunciaba felicitās-ātis, según la asunción de cada quien hay tantas
variantes como personas. Para algunos la felicidad no existe, sino solamente
momentos felices. Otros tocan el extremo de no reconocer siquiera la
posibilidad de esos instantes.
De la
multiplicidad de opiniones, han surgido refranes para avalarlas. “La felicidad
es como un eco, contesta pero no viene a nosotros”, dicen algunos, incapaces de
aprehenderla. Otros, más cuidadosos, han comparado a la felicidad con los
relojes, al creer que “los menos complicados, son los que menos se estropean”.
Aunque no hay
sabios con poder suficiente para determinar si existe o no la felicidad, es
oportuno oír la voz de figuras relevantes del pensamiento universal, al
pronunciarse sobre esta condición. La sagacidad de Aristóteles fue grande al
afirmar, hace más de 23 siglos, que
“sólo hay felicidad donde hay virtud y esfuerzo serio, pues la vida no es un
juego”. Benjamin Franklin entró al siglo XIX entendiendo que “La felicidad humana generalmente no se logra
con grandes golpes de suerte, que pueden ocurrir pocas veces, sino con pequeñas
cosas que ocurren todos los días”.
Filósofo al fin,
Jean Paul Sartre sintetizó esta cualidad con un inteligente juego de palabras:
“Felicidad no es hacer lo que uno quiere sino querer lo que uno hace”. Parece
que Voltaire no tenía claro dónde encontrarla, pero sabía que existía, por lo
que la comparó con aquellos borrachos que no encuentran su casa, “sabiendo que
tienen una”. Albert Camus fue más perspicaz, al hacerla depender de uno mismo:
“Puede que lo que hacemos no traiga siempre la felicidad, pero si no hacemos
nada, no habrá felicidad”.
Con todo, me
quedo con la profundidad insustituible de los poetas y grandes escritores.
“Ayudar al que lo necesita no sólo es parte del deber, sino de la felicidad”,
nos advirtió José Martí, quien también identificó el ser feliz con la
apropiación cultural y el ejercicio de la libertad del individuo. Gabriel
García Márquez, con la belleza poética de su prosa y buceo insondable del ser
humano, comprendió que “no hay medicina que cure lo que no cura la felicidad”.
No existen
recomendaciones para ser feliz, pero si
me fuera dable sugerir algún atajo que nos acercara a ella, no dudaría
en afirmar que en las relaciones interpersonales positivas descansa su fuente
de mejor caudal. Sé que algunos han alcanzado el capital monetario que se
propusieron, sin conseguir la armonía dentro del hogar; que otros han subido al
carro del poder político sin la sinceridad de un amigo, que aquel llegó al
estrellato farandulero sin un verdadero amor y, al final, dinero, poder y fama
se desvanecieron, sin legar algo trascendente siquiera a la familia y la
amistad.
Sé, y agregaría a
la sugerencia, que en la lectura de un poema, en la arena y el sol, en la noche
profunda y el silencio, en la bulla del gentío, en la espuma de una cerveza, en
la risa y la meditación, en la mano extendida y el abrazo, abunda la felicidad.
Felicidades a todos en el veinte veinte que
ya está con nosotros y en el que, obrando bien, se hace espacio a la dicha.