Por Gabriel Cartaya
El pasado 4 de mayo, en un
pequeño pueblo situado en el oriente cubano, se apagó la vida física de un
verdadero Maestro. Con más de noventa años, Hugo Suárez se mantenía erguido,
sonriente, con un libro en la mano, tan atento a la última noticia editorial
como a la voz solícita de cada hijo de Niquero.
Saludarle al verlo asomar en la puerta de su casa,
ha sido común en todo niquereño. Adiós, Maestro; Maestro, ¿cómo está? brotaron como voces del pueblo, en labios de
profesores, pescadores, bodegueros, poetas, camioneros, amas de casa,
oficinistas, zapateros. A diario, muchos se detenían un momento, a preguntar la
opinión suya sobre la última noticia, o para aclarar un dato, una fecha, una
curiosidad de la historia, una anécdota, un nombre olvidado, el origen de un
apellido, muchas veces para dirimir una polémica con un vecino, al que se podía
regresar con la carta de triunfo: lo ha confirmado Hugo Suárez.
Otras
veces, la visita se extendía a horas de rica conversación, al amparo de su
vasta cultura, ya sentados en la pequeña sala, ya de pie al lado de los
libreros repletos, hasta salir a la acera a retardar la despedida. Porque a la
casa de Hugo Suárez ha llegado cuanto
escritor, historiador, maestro, investigador y, esencialmente, cuanto
apasionado lector ha tenido Niquero, aun
de visita, en las últimas cuatro generaciones.
En este cálido núcleo urbano, ningún preceptor ha
tenido un reconocimiento popular tan legítimo como Hugo Suárez. Sin embargo,
por esas paradojas que se pierden en el zoon politikón aristotélico, el
maestro fue apartado del aula. Ocurrió en la década de 1960, cuando a la
dirigencia política municipal llegaron
las primeras ventiscas de una tormenta que azotaría a las prácticas religiosas de la isla. Suárez
ejercía entonces como profesor de Matemáticas en la Secundaria Básica “Arturo
Pacheco”, la única del pueblo. Era, y fue siempre, miembro de la Logia
Masónica, como lo fueron en su tiempo Carlos Manuel de Céspedes, Antonio Maceo
y José Martí, de quienes tanto heredó.
En aquellos días, cuando ocultarse a rezar fue para
muchos creyentes una artimaña protectora del empleo, Suárez no escondió a su
Dios. Lo despidieron de la docencia.
Después encontró trabajo en el central azucarero, en el departamento de
transporte. Anotar los números de las placas de los camiones que entraban y
salían, con pesos y volúmenes de carga, vino a sustituir a los logaritmos,
raíces cuadradas y geometrías que el profesor enseñaba, enriquecidas sus
lecciones con la reflexión, ética y cultura general que los jóvenes requerían
para su formación.
Hoy nadie recuerda el nombre de quienes firmaron
aquel despido injusto y dañino, hace ya cinco décadas. Quién sabe el número de
firmas similares, repetidas en decenas de municipios del país, que apartaron de
las aulas a maestros ejemplares, porque el horario dominical de la iglesia no
lo dedicaron al trabajo voluntario, ni desmontaron la imagen de Jesús en las
paredes de su hogar. Pero no es necesario hurgar en los archivos, ni prestaría
algún servicio saber a quién correspondió informarle al profesor Hugo Suárez
que no podía seguir ejerciendo la profesión que tanto amaba.
Lo que importa saber, lo que sabemos, es que Hugo
Suárez siguió siendo Maestro, ahora con mayúscula. Los que entonces fueron sus
discípulos –muchos ya jubilados- han contado una y otra vez a los amigos, a los hijos, a los nietos, el
orgullo de haber sido discípulos suyos. Los que no asistieron a sus clases,
porque crecieron después o llegaron a Niquero cuando ya él no estaba en el
aula, fueron en búsqueda de lecciones a su hogar, de donde era común salir con
un libro prestado. En esa lista me encuentro, porque llegué a Niquero en 1971,
nombrado, con 20 años, profesor de la Secundaria Básica donde Hugo había ya
dejado de educar.
La primera alusión que tuve de Suárez –como cientos
de referencias después– se relaciona con
los libros. Todo niquereño al que le recomendaban leer un libro, si no lo
encontraba en ninguna parte, se dirigía a la casa del Maestro, como todos le
empezaron a llamar. Mi primera tentativa fue con La Tournée de Dios.
Mi amigo Valentín Gutiérrez me contó que era para partirse de la risa el
finísimo humor con que Enrique Jardiel Poncela
había novelado la llegada final de Dios a la tierra. -¿Pero dónde
encuentro ese libro?, le pregunté. Entonces me habló de Hugo, quien había sido
su profesor, y me acompañó hasta su casa. Hablamos de Jardiel Poncela, de quien
tenía –y me prestó– La Tournée..., pero también Amor se escribe sin hache,
Espérame en Siberia, vida mía y otros, que después fui buscando y
devolviendo, hasta quién sabe cuántas decenas de visitas, libros y autores.
Más fecundo que entrar a una biblioteca, fue
siempre llegar a casa de Hugo a buscar,
devolver un libro, o simplemente a conversar. Porque, en todos los casos, la
visita se enriquecía con su comentario agudo sobre el último libro llegado a
sus manos, con la vivacidad de su mirada inquisidora y con la sonrisa ampliada
de compartir –como verdadero Maestro– el conocimiento sobre los más disímiles
campos de la historia, la literatura, la filosofía, la ciencia, y los temas
eternos de la indagación humana.
Seguramente en todos los lugares sobresale un
educador, cuya certificación y trascendencia desborda los diplomas y
nombramientos, al superar los cánones temporales de la norma impuesta. En Niquero se distingue a Hugo Suárez como
Maestro y ganar esa consideración en el lugar donde al hombre le toca vivir
–por pequeño que sea– alcanza significado universal.
Que descanse en paz, y llegue a su alma pura el
sentimiento de todos los hijos del pueblo que le llamó Maestro.