Cuando, la semana pasada, el escultor Carlos Camargo me dijo
que Zoraida Díaz acababa de mudarse a Saint Petersburg, inmediatamente sentí
que debía entrevistarla para La Gaceta, al tratarse de una reconocida
fotorreportera de origen colombiano que ha documentado importantes acontecimientos
de Latinoamérica y varias partes del mundo a través de su cámara fotográfica. Entre ellos, sobresalen sus
testimonios gráficos de la guerrilla colombiana, su presencia en Panamá al
producirse la intervención armada de Estados Unidos en 1989; en Venezuela,
cuando el intento de golpe de estado dirigido por Hugo Chávez (1992), o en Cuba
durante la visita del papa Juan Pablo II (1998). Frente a esos y otros
acontecimientos trascendentes, Zoraida
informó al planeta a través de
Reuters, The New York Times, The
Washington Post, International Herald Tribune, O Globo, el Clarín
y otros medios de prensa, sobre el drama de la violencia, los conflictos
sociales, la soledad, la muerte, el olvido y la esperanza de miles de seres
humanos.
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Zoraida Díaz con su cámara fotográfica |
La documentalista, formada en periodismo y literatura en la
Universidad de Maryland, ha llamado la atención no sólo por el testimonio que
denuncia la violencia, exalta las raíces de nuestros pueblos o legitima los
sueños de todo ser humano, sino también por el profundo lirismo con que
convierte en arte el testimonio que eterniza con su vista y mentalidad
creadora.
Cuando la llamé para expresarle la bienvenida a la bahía de
Tampa, le pregunté si accedía a una entrevista para La Gaceta, y la gentileza
de su respuesta fue inmediata y emocionada.
Para una mujer que muy joven realizó estudios en Estados
Unidos (periodismo y literatura latinoamericana en la Universidad de Maryland)
y que desde entonces conoció a escritores como Octavio Paz, Jorge Luis Borges y
Eduardo Galeano, es sorprendente que haya decidido irse a vivir muchos años a
Guanacaste en Costa Rica, ¿cómo lo explicas?
En realidad, no es sorprendente, Gabriel, pues los que me
conocen saben que creo en los mágicos enjambres que cocina el destino y que
cada sitio sobre este planeta tiene la posibilidad de ofrecer las más
maravillosas imágenes; precisamente por haber estado empapada en ese furor que
causó el boom latinoamericano y especialmente la obra de García Márquez,
siempre me sedujo la magia de nuestra América Latina.
Me fui a vivir a Costa Rica por esas cosas del destino y de
querer descansar de los ajetreos de una realidad menos colorida. Ya había
dejado de trabajar con Reuters unos años antes y mi vida se había volcado sobre
lo personal: me había casado por segunda vez y tenía un bebé gateando cuando
llegamos a vivir a un pueblito en la costa del Pacífico llamado Playa Potrero.
Lo había descubierto en un viaje de ocio con mis padres siguiendo un mapa de
esos que te dan en los alquileres de autos. Así fue que manejamos por
carreteras destapadas hasta ver morir el camino en las playas de Potrero y
Sugar Beach. Eso fue hace dos décadas, cuando el desarrollo turístico no había
aún explotado.
Guanacaste tenía aires macondianos con esa naturaleza
exuberante y esas tradiciones carnavaleras de los pueblos de herencia ganadera.
Imagínate las historias: dueños de miles de hectáreas heredadas de la época de
la conquista vendiendo tierras costeras con vistas espectaculares por cifras
irrisorias, simplemente porque no eran aptas para la ganadería. Y hablo de las
décadas de los 70-80s… O las ferias de pueblo donde las corridas de toros son
benévolas para el animal, ya que además de las tradicionales montas de toros, no se enfrentan a un matador con espada, sino a hombres envalentonados por
el guaro. Y lo mitológico del asunto: en los años que viví en Guanacaste,
llegué a fotografiar posiblemente al toro más famoso del país: el Malacrianza,
originario de una hacienda en Playa Garza, donde existe una escultura del
famoso animal de más de 700 kg, venerado por matar a un par de hombres en el
redondel y de herir a unos cuantos más.
¿Qué influencia tuvo tu formación literaria en la
comprensión de la realidad latinoamericana?
Como te contaba, los libros fueron mi escuela y al llegar a
Colombia, reconocí al país dividido, sitiado y reprimido leído en las obras de
Rulfo, de Bryce Echenique, de Asturias, de Vargas Llosa y, claro está, de
García Márquez. Los eventos políticos de
ese momento eran profundamente influenciados por la Revolución Cubana y
Colombia era un país con grupos guerrilleros profundamente arraigados en
visiones disímiles de extrema izquierda.
Pero no sólo cargaba con ese bagaje literario teórico, sino
que también había conocido a varios intelectuales latinoamericanos durante esos
años universitarios. El boom latinoamericano
estaba en boga y el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de
Maryland era liderado por Saúl Sosnowski, el director de la revista literaria Hispamérica
y especialista en Cortázar. En esos
años, tuve el privilegio de tener como profesor a Tomás Eloy Martínez (con
quien ‘colaboré’ en un par de artículos para Página 12) y de conocer a Octavio
Paz, a Jorge Luis Borges, a Eduardo Galeano, a Rosario Ferrer, a Jorge Aguilar,
a Raúl Prebish, a Ana María Escallón y a Ángel Rama.
Era yo jovencísima y acompañaba a esos ilustres invitados a
cenas o simposios o me sentaba a escucharlos en sus casas. Ellos fueron mi primer contacto adulto con la
Latinoamérica que había dejado de niña. A Ana María Escallón, la crítica de
arte colombiana, la conocí en una Feria Internacional del Libro que se dio en
Washington. Con Ana María nos hemos
encontrado esporádicamente por la vida. Con Prebisch me sentaba en el jardín de
su casa en la capital estadounidense, a escuchar los tangos de Julio Sosa, una
que otra cátedra sobre el estado incierto de Latinoamérica. Con Eduardo Galeano salimos a comer un día y
se murió de la risa cuando pasamos por el restaurante Chi-Chi’s (me dijo que en
México, chichis eran los senos de una mujer –me puso las mejillas de color
púrpura–); con Octavio Paz, recuerdo haberle entregado uno de mis dibujos
durante algún acto de la universidad; de Ángel Rama, rememoro su gran sonrisa
en los pasillos de la universidad, las reuniones en su casa de Washington,
donde pasaba yo largos ratos ensimismada en el arte que él y su esposa Marta
coleccionaban y su ternura hacia mí. También recuerdo gordas lágrimas lloradas
después de aquel fatídico accidente en Barajas.
A fines de la década de 1980, regresas a tu Colombia
natal y con tu cámara fotográfica te adentraste al centro de las guerrillas,
documentando por varios años la violencia, el modus operandi de las FARC y el
entorno psicológico y social en que actuaban. ¿Cómo influyó esa etapa en tu
pensamiento alrededor del largo conflicto armado que ha vivido tu país?
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En la fotografía Escuela cerrada, Zoraida expone el drama de los niños armados en las guerrillas colombianas. |
Cuando volví a Colombia, a los 21 años, lo único que sabía
sobre Colombia eran las memorias difusas de mi niñez, lo que me habían contado
mis padres, las novelas de García Márquez, y una concepción del sentir
latinoamericano marcado por los libros y las dictaduras asesinas de Argentina,
de Chile, de Colombia, de República Dominicana, de Perú, Paraguay…básicamente
de todos nuestros países.
Cuando llegué a Colombia la fascinación con encontrar
imágenes que ilustrasen tanta inhumanidad me obsesionaba: soñaba con hacer
fotos gráficas que captasen la intensidad de las guerras por las que atravesaba
mi país de origen. Tenía la noción algo ingenua de querer cambiar la percepción
de la gente con mis fotos, aspirando a hacerlo con toda la rigurosidad del
hacedor de imágenes que dispara sin inmiscuirse. No podría saber en esos
primeros momentos que es imposible no ser afectado por la barbaridad de los
actos que me tocó vivir: los asesinatos de líderes políticos con quien compartí
un café o un chiste, o la tristeza de ver campesinos mutilados por minas
antipersonales con el tristísimo apodo de “quiebrapatas”.
En ese primer viaje que hice a los campamentos de las FARC
en el monte, sentía un leve sosiego pues era una época de tregua en la que
había comunicación cordial entre el gobierno y Casa Verde (la sede histórica de
las FARC). Es difícil definir lo que se siente estando al frente de aquellos
hombres, cuyo líder era ya para ese entonces una leyenda (el gobierno lo
persiguió durante más de cuatro décadas para verlo morir de viejo). Difícil
saber cómo decirle al guerrillero más buscado del mundo que necesita salir del
cambuche para poder hacerle una mejor foto o que se corra tres pasos para
adelante… Difícil no tener miedo. Difícil enfrentar al hombre que amablemente
me ofreció su agua de panela con queso, cuando me quedé mirando al hombre cuyas
acciones causaron la muerte de miles.
Lo que aprendí en ese primer viaje es que mi misión como
fotógrafa era retratar la realidad a la que me enfrentaba intentando en toda
instancia ir más allá de lo obvio. No era suficiente fotografiar la explosión o
el cadáver masacrado; mis imágenes debían indagar, cuestionar, contextualizar.
Estuve en Colombia siete años y retraté la gama del accionar humano: está el
retrato de Tirofijo en un momento en que baja la guardia ante una chica con una
cámara. Pero también está el dolor de los familiares de 13 policías emboscados
en el Sumapaz por las FARC.
Mis fotografías son el producto de una comunicación personal
con la persona o situación que tengo al frente. Es como cuando un amigo te
cuenta un secreto, salvo que a diferencia de los años que se puede necesitar
para que llegue ese momento en una relación, la cámara debe descubrir esos
secretos instantáneamente y, muchas veces, sin necesidad de que se
intercambien palabras.
Mirando hacia aquella etapa, ¿cómo aprecias que un
exguerrillero sea hoy el presidente de Colombia?
Es complicado decir que uno es apolítico pues denota una
neutralidad que me hace acordar a los condenados a la antesala del infierno en
la obra de Dante: aquellos que viven sin intencionalidad ni siquiera merecen
entrar al infierno propio. Una de las proezas de la vida fotográfica es la de
poder enfrentar situaciones que la mayoría de la gente sólo conoce a distancia.
Me gustaría pensar que esa neutralidad requerida por el periodismo tradicional,
que fue mi escuela, me ha servido para desasociarme de cualquier grupo, pero
así, caminando sobre esa fina línea, he emprendido mi labor con seriedad,
respeto y empatía.
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Desesperanza, fotografía de Zoraida Díaz |
Que un exguerrillero haya llegado a la presidencia significa
que ha habido un sismo en la política colombiana. Un sismo que empezó con
temblores menores, posiblemente desde que los españoles llegaron a nuestras
tierras. La elección de un exguerrillero era inimaginable hace 35 años cuando
fui a documentar a las FARC en Casa Verde. Las intenciones de aquellos fuera de
la política tradicional como Tirofijo o Pizarro –más allá de lo admirable de
sus motivaciones originales– yo interpreté como ideas anómalas en una era en
que los movimientos de izquierda en Latinoamérica pretendían aplicar teorías
que fueron rotundamente desvirtuadas unos meses después de mi última visita a
La Uribe con la caída del Muro de Berlín. Jamás pensé que la izquierda llegaría
al poder en un país como el nuestro con sus arraigados poderes
políticos-militares.
Aludo a esa máxima que la definición de la locura es optar
por lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados distintos, al decir
que el conflicto colombiano demuestra que después de 60 años de optar por las
mismas opciones políticas y después de la muerte de más de 400 mil colombianos
y de millones de desplazados, tal vez sea hora de optar por la opción jamás
considerada.
Aun así, es un trago amargo ver que la historia de violencia
se repite y que ninguna foto ha podido detener ese ciclo, ya que en lo que va
del 2022, y según INDEPAZ, 162 líderes sociales y 36 excombatientes de las FARC
que se acogieron al último proceso de paz han sido asesinados.
En tu testimonio fotográfico de la realidad colombiana,
¿ocupa algún espacio el drama del narcotráfico y el paramilitarismo?
El narcotráfico y el paramilitarismo están íntimamente
ligados a los grupos guerrilleros en Colombia, ya que fue tras el secuestro de
la hermana de los Ochoa del Cartel de Medellín por el M-19 que los narcotraficantes
crearon el MAS (Muerte a Secuestradores) en 1981 bajo el mando de Pablo
Escobar. Cuando llegué a Colombia en el 87, estaba en auge el exterminio de los
miembros de la Unión Patriótica, un partido fundado por las FARC y el Partido
Comunista Colombiano en 1985, después del proceso de paz entre el gobierno de
Betancur y la guerrilla. Fue precisamente unos años después de esos acuerdos
que viajé a La Uribe.
El MAS fue el precursor de los llamados grupos de
autodefensa –uno de los cuales, las Autodefensas de Puerto Boyacá, fueron
apoyados por otro narcotraficante del Cartel de Medellín, Gonzalo Rodríguez
Gacha. Yo cubrí el asesinato de dos candidatos a la presidencia de la UP,
Bernardo Jaramillo Ossa y Jaime Pardo Leal, y el de Carlos Pizarro del M-19.
El informe del Centro Nacional de Memoria Histórica constata
que la violencia contra la Unión Patriótica dejó más de 4,153 personas
asesinadas, secuestradas o desaparecidas.
Yo no llegué a cubrir la violencia descrestadora que se vino
a mediados de los 90 con el auge de las Autodefensas Unidas de Colombia, pues partí
para Buenos Aires en 1994.
¿A qué acontecimientos relevantes de América Latina has
llegado con tu cámara, talento y corazón?
¡A muchos, Gabriel! Incluyendo la invasión a Panamá en 1989;
el golpe de estado de Hugo Chávez en Venezuela en 1992, el secuestro de cientos
de dignatarios por el MRTA en Lima en 1997, y la visita del papa Juan Pablo II
a Cuba en 1998. También he fotografiado en otros escenarios: estuve en Chubut,
cuando la princesa Diana viajó a ver las ballenas; en el Jardín de Rosas de la
Casa Blanca, cuando Bill Clinton fue enjuiciado por el congreso por su relación
con Monica Lewinsky; y en el desierto de Tunisia, con Hillary Clinton en una
gira mientras era primera dama.
También participé en múltiples eventos deportivos, como la
Copa América en Uruguay y Bolivia; ¡un Panamericano en Mar del Plata, mundiales
en Estados Unidos y Francia y hasta un Kentucky Derby!
Como reportera gráfica, has
vivido el tránsito entre la fotografía analógica y la digital. ¿Cómo aprecias
las virtudes de una y otra modalidad?
Empecé
fotografiando en blanco y negro y cargando con un laboratorio y un transmisor de
tambor como parte de mi equipaje. Mis cámaras eran Nikons F3 y me gustaba la
película Ilford. En el fotoperiodismo de agencia no había tiempo para revelados
exactos ni para impresiones perfectas, pues había que llegar corriendo a
revelar, secar, editar, hacer una ampliación 8x10 en el laboratorio portátil
para luego transmitir por línea telefónica. La transmisión de una foto en
blanco y negro duraba 7 minutos. Era una tecnología imprecisa y tenías suerte
si las imágenes salían en un primer intento.
De ahí, llegó el
color, los transmisores de negativos que escaneaban las imágenes hasta hoy día
cuando el editor ve las imágenes del fotógrafo que está cubriendo un evento de
fútbol casi que instantáneamente. Imagínate que cuando empecé en 1985, Reuters
distribuía 21 fotos diarias a nivel mundial, hoy día cualquier cliente de
Reuters tiene la capacidad de recibir miles de fotos diarias.
Como puedes
imaginar, para un fotógrafo de agencia la fotografía digital fue caída del
cielo. La calidad de una cámara Canon digital de primera generación era menor
que la de un iPhone de hoy en día, ¡y costaba cerca de 30 mil dólares!
Pero la tecnología
digital avanzó muy rápido: recuerdo que fui una de las primeras fotógrafas en
Latinoamérica en hacer cubrimientos digitales, específicamente en eventos como
la Copa América en Bolivia y en Abancay, Perú, donde más de 300 personas fueron
sepultadas por una avalancha de fango, ambos en 1997.
Nunca he sido una aficionada de la tecnología, ya que las
imágenes se hacen con la mente y el corazón. Solamente en esos primeros años en
que la tecnología digital era primípara fue que me desesperaba ver las imágenes
sin el rango de tonalidades que brindaba el negativo y sus colores empastados.
Paradójicamente, ahora he vuelto a lo análogo, pero en el
ámbito del formato medio y utilizando película 120. ¡Estoy experimentando con
una Minolta Autocord que tiene casi los mismos años míos!
Acabas de mudarte a Saint Petersburg, alrededor de la
bahía de Tampa, ¿a qué debemos el placer de tenerte aquí?
Otra de esas jugadas del destino: después de vivir en
Baltimore 8 años y ver graduarse a mi hijo de la secundaria, decidí empezar una
nueva vida. ¿Qué te puedo decir, Gabriel? Esencialmente, que no quería pasar
otro invierno en el norte y que aquí estoy mucho más cerca de Latinoamérica.
Muchas gracias, Zoraida.