El hondo dramatismo que acompañó a José Martí en su corta vida, le siguió persiguiendo en los primeros días de su muerte, hasta el instante en que, ocho días después, su cadáver encontró reposo en una tumba sencilla del cementerio Santa Efigenia, en Santiago de Cuba.
En las primeras horas de la tarde del 19 de mayo, cayó en Dos Ríos de su caballo Baconao, cuando
tres balas alcanzaron su cuerpo. Dos de
ellas fueron fatales: una le rompió el tórax y otra, entrando por la garganta,
le cruzó la boca y salió por el labio superior. Por ello, resulta poco creíble
la declaración del cubano Antonio Oliva de haberle rematado, esperando un
premio del gobierno español. Más atendible es la afirmación que hicieron los
capitanes españoles Fernando Iglesias y Antonio Serra, participantes en aquella
fatídica escaramuza militar, al afirmar que el Apóstol cubano recibió los
disparos encima de su montura, declaración publicada el 23 de mayo de 1895 por
los periódicos La Discusión y El Diario de la Marina.
![]() |
Fotografia tomada al cadáver de José Martí el 27 de mayo de 1895, antes de su entierro en el cementerio Santa Efigenia, en Santiago de Cuba |
Puede ser que Oliva, quien servía de práctico a la tropa del coronel José Jiménez Sandoval, fuera uno de los primeros en arribar a la tierra donde aún estaba caliente la sangre de Martí, junto al primer grupo de soldados que, al identificar el rostro del caído, comenzaron a recoger sus pertenencias. Entonces llegó el Coronel que comandaba la tropa y, ante la significación del hecho –el cadáver pertenecía a quien llamaban Presidente–, decidió salir a marcha forzada con aquel trofeo, antes de que las fuerzas cubanas intentaran recuperarlo.
Para ello, el primer paso fue amarrar el cadáver sobre un
caballo, con las piernas a un lado y el rostro ensangrentado hacia el otro,
para huir en la tarde ennegrecida de nubes, tanto de una posible embestida
mambisa como del inminente aguacero. Ya de noche, después que la lluvia lavó
las heridas abiertas en el cuerpo del mártir, llegó la tropa al poblado de
Remanganaguas. Mientras los oficiales y soldados españoles dormían unas horas,
protegidos por la debida guardia, el difunto continuó amarrado al caballo. En
la mañana del día 20, antes de proseguir la marcha, le enterraron junto a un
soldado español caído en el mismo combate, sin consideración alguna, en la
tierra pelada.
Entonces, la tropa de Sandoval se dirigió a Santiago de Cuba
e informó al alto mando todo lo acontecido. Sin embargo, el capitán general de
la Isla, Arsenio Martínez Campos, quien se dirigió de inmediato a la capital
oriental, no aprobó aquel entierro sin reunir todos los datos probatorios
acerca de la muerte del principal líder político de los independentistas
cubanos. Por ello, envió hasta Remanganaguas otra tropa, bajo el mando del
coronel Manuel Michelena, acompañado del médico forense Pablo de Valencia y
Forns, quien debía exhumar los restos de Martí. Se hizo el día 23 y el médico
escribió un informe con todos los detalles de la fisonomía del Apóstol,
emitiendo un dictamen profesional sobre su identidad y fallecimiento.
Para el traslado del cadáver hacia Santiago de Cuba, se
pidió a un carpintero de la zona construir un ataúd de madera. Pude conocer los
testimonios de ese hombre llamado Jaime Sánchez por su biznieto del mismo
nombre, uno de mis amigos tempranamente fallecido. Este escribió un extenso
artículo con todas las grabaciones que hizo a su antecesor, bajo el título “Yo
extraje el cadáver de José Martí”. En una parte del testimonio, Sánchez
declara: “Serían más o menos las cuatro de la tarde de ese día 23, y nunca
podré olvidar aquellas imágenes, ni tampoco el mal olor de la carne putrefacta
ya. Estábamos presentes el doctor Valencia, su ayudante y yo; extrajimos los
cadáveres de Martí y el sargento enterrado en la misma fosa, estando el Apóstol
al fondo. Tendimos el cadáver de Martí encima de unas tablas al aire libre.
Gran impacto tuve al ver con mis propios ojos las heridas de balas con sangre
coagulada en el pecho, las piernas y cuello”. Cuentan que una anciana se acercó
al rostro extinto y exclamó: “Parece Cristo”.
El día 24, el ataúd con el cuerpo del Maestro –excepto el
corazón y las vísceras que fueron devueltos a la primera tumba– fue amarrado a
un mulo, en el que la tropa de Michelena inicia su traslado hacia Santiago de
Cuba. La noche del 24 descansaron cerca de Palma Soriano y la del 25 en San
Luis, desde donde continuaron el 26 en un convoy ferroviario fuertemente
custodiado. Ese día, al oscurecer, llegaron a la capital oriental. Durante la noche y con la mayor discreción,
le trasladaron a la necrópolis de la ciudad y sobre una parihuela, en el centro
de la capilla, depositaron sus restos mortales.
Los familiares y amigos de Martí no estuvieron presentes,
pero sus restos fueron tratados con respeto por las autoridades españolas. El
propio Sandoval dijo unas palabras de duelo y merece destacarse la actitud de
los militares ibéricos Juan Salcedo, comandante general de Oriente, y Jorge Garrich, gobernador militar de la
plaza, quienes pagaron los gastos del entierro. Así, el 27 de mayo de 1895
encontró descanso, en el nicho 134 de la galería sur del cementerio Santa
Efigenia, el cuerpo inánime del hombre que en el Liceo Cubano de Ybor City
invitara a los cubanos a conquistar una patria “con todos y para el bien de
todos”.