Cuando a principios de la década de 1990 leí Martí a flor de labios, acabado de publicar en Cuba, encontré al Martí que yo andaba buscando: a quien fue, en medio de su grandeza y genialidad, antes que un héroe, un ser humano.
Cuando muchos de los textos que se publicaban en Cuba
presentaban al autor de La Edad de Oro como un héroe nacional insertado en un
lenguaje estereotipado de servicio ideológico, o inmerso en el yeso intocable
de innumerables bustos, vino el libro de
Escobar a traernos una
imagen menos sacralizada sobre aquel hombre inmerso en la complejidad de
una guerra de la que fue el mayor organizador, pero también en la naturaleza
íntima de su ser. De aquel texto, dijo Cintio Vitier: “Este libro es un suceso
prodigioso (...) no conozco otro semejante”.
Después, apenas oí hablar de Froilán en Cuba, aunque en 1997 apareció una hermosa edición crítica titulada José Martí, Diarios de campaña, ricamente anotada e ilustrada, en la que su nombre aparece en segundo lugar, precedido por el de Mayra Beatriz Martínez, si bien quienes leen Martí a flor de labios adivinan en las notas la jerarquía del mismo autor.
Es ahora que he venido a saber que desde 1992 Froilán
Escobar vive en Costa Rica, donde ha publicado varios libros, ha sido un
reconocido profesor universitario, ha recibido premios nacionales de periodismo
y literatura, así como una atención de la crítica que hace justicia a su
riqueza y originalidad narrativa.
El motivo de la pesquisa sobre el escritor fue encontrarme
con la novela La noche bella no deja dormir, publicada en Alemania por Ilíada
Ediciones y con prólogo de Amir Valle. Desde identificar en el título una frase
martiana del Diario de campaña, entendí que el autor de Martí a flor de labios
nos entregaba novelada la travesía del héroe entre Playitas y Dos Ríos. Lo
encontré en redes sociales, le escribí y antes de dos horas tuve la sorpresa de
su llamada a mi teléfono, desde Costa Rica. Hablamos largamente, una, dos, tres
veces, y la afinidad martiana nos convirtió en amigos, desde cuya cualidad le
pedí responder a unas breves preguntas para La Gaceta:
Aunque sabía que pintabas exquisitamente con la palabra (lo percibí desde leer tu bello libro Martí a flor de labios), no conocía que también lo hacías con el pincel. Lo supe al ver tu nombre como autor de una obra que se presentará próximamente en una exposición en Creative Pinellas, en la bahía de Tampa. Háblame de esa pintura –Flora y fauna– y de tu creación como artista plástico.
Desde niño, como mi padre, hago ventanas. Él como carpintero
las hacía para ponerlas en las casas. Yo las escribo, las pinto, las imagino,
para ver el mundo. Es mi manera de asomarme, desde mí mismo. Avizoro así lo que
me espera, me acerco a lo que me falta. Es así como hago para estar o para
tener lo que está fuera de mí, o para encontrar lo que vive en mí.
Asomémonos a tu mundo literario, felizmente iniciado con el
famoso curso délfico de José Lezama Lima. ¿Qué significó para un hijo de San
Antonio de los Baños el enorme regalo de la amistad con el padre de Orígenes?
Corría el año 1962 cuando conocí a Lezama. Rondaba yo
entonces los 18 años. Recién había llegado a La Habana desde San Antonio de los
Baños, mi pueblo. Escribía mis primeros poemas y leía como un desaforado.
Estaba descubriendo el Yin y el Yang de la literatura cuando, en una librería
de segunda mano de la calle Neptuno, encontré dos cuadernos de poemas de Lezama
que me sacudieron: Enemigo rumor y Aventuras sigilosas.
Entonces yo trabajaba como mensajero en una revista en la
calle Trocadero y alguien de allí, que vio el nombre del autor, me dijo que
Lezama vivía al cruzar la esquina, en la casa número 162.
Al salir del trabajo fui corriendo, toqué y quedé
expectante, detenido ante la puerta. Cuando él salió, gordo, bamboleante, sin
que mediara ningún preámbulo, le dije: Lezama, soy un joven poeta que encontró
estos dos libros suyos y quiere conocerlo. Y sucedió lo inolvidable. Sonriente
me respondió: “Que pase la poesía”.
Fue el comienzo. No paré de ir a verlo. Fui uno de los
lectores de los textos de fundación que él prestaba en su Curso Délfico (Popol
Vuh, Bhagavad Gita, I Ching, la Biblia, la Torá, el Chilam Balam, El Monte, de
Lydia Cabrera, etc., para cerrar el revelador círculo con el Diario de Campaña
de José Martí). Fuimos amigos hasta su muerte, en 1976.
Aunque no es tu primer libro, Martí a flor de labios (1991)
provocó una fascinación en los lectores cubanos, no solo en especialistas de la
estatura de Cintio Vitier, sino en
general en el amplio público martiano. ¿Hasta dónde te propusiste con esa obra
una sincera y necesaria desmitificación del héroe más sagrado de los cubanos?
A finales de los años 60 trabajaba como periodista en La
revista de Cuba y recorría la Isla queriendo descubrirla. Ya había leído,
muchas veces, los diarios de campaña de José Martí y tenía conmigo una edición
crítica donde, para mi sorpresa, por problemas de lectura en la transcripción
del original, escrito a mano por José Martí, aparecían errores en nombres de
lugares y quedaban vacíos en la transcripción (como en la noche del 18 de abril
de 1895) que no se habían podido desentrañar, porque la fuente era, únicamente,
el documento escrito. Entonces se me ocurrió hacer, como diría Cintio Vitier,
“una lectura del Diario contra la vida”. Diario en mano, recorrí los casi 300
kilómetros que van desde Playita hasta Dos Ríos. Para mi sorpresa, descubrí que
aún vivían siete de los campesinos a los que se hacía referencia en el Diario.
Excepto uno (el hijo del prefecto Rosalío Pacheco), vivían en el mismo lugar
donde Martí los había conocido. Hablé con ellos, los entrevisté, me detuve con
minuciosidad en lo que decían, en sus casas y en los lugares donde los mambises
hicieran campamento. Las entrevistas, después, se convirtieron en un libro:
Martí a flor de labios, publicado por Editora Política, 1991, con un hermoso
prólogo de Cintio.
Como salí de Cuba en 1992, la edición crítica que dejé
armada, con prólogo y anotaciones de mis hallazgos, titulada José Martí,
Diarios de campaña, quedó en manos de Mayra Beatriz Martínez, para ser
publicada por la Editora Abril, la cual finalmente apareció en 1997 con el
crédito de Mayra Beatriz y el mío (en las sucesivas ediciones que se han hecho,
mi crédito ha sido borrado).
Creo que a partir de ese texto el resto de tu obra literaria
la has escrito en Costa Rica, aunque los libros aparecieran en editoriales de
Colombia, Argentina, España. En esos libros en que se entrelazan ficciones y
realidades, ¿cuánto hay de Cuba?
Del lugar donde uno pasó su infancia y adolescencia no hay
escape. No importa hacia dónde caminemos, Cuba está en nuestros pasos sin
importar la estrella que nos espera o donde pongamos el pie.
¿Prefieres ser llamado cubano-costarricense, como te
identifican algunos medios, o ser nombrado como un cubano que vive en Costa
Rica?
El universo pasa por el patio de cualquier casa. Pero, para
un cubano excomulgado, que ve críticamente la realidad que vive la Isla, es
bueno irse a vivir al mundo, sin detenerse en cómo lo nombren.
¿Qué satisfacciones te ha traído tu labor docente en Costa
Rica?
Hago lo mismo que hicieron conmigo Lezama, Cintio, Fina y
Onelio. Reconozco. Motivo. Impulso. He sido profesor universitario alrededor de
30 años, especialmente de la crónica, en la carrera de periodismo. Actualmente
imparto talleres, vía Zoom, sobre los posibles puntos de partida de la
narración en el cuento y en la novela.
José Martí sigue en uno. Va con uno. Se teje con nosotros su
urdimbre. Como dice Lezama: “Es un misterio que nos acompaña”.
¿Podrán los lectores cubanos disfrutar La noche bella...,
como disfrutaron tu Martí a flor de labios?
Me gustaría, pero no creo que en Cuba se publique. No creo
que se acepte que lo descubro de otra manera, fuera de los estereotipos, en
relación con el amor y con la muerte, porque esa manera mía rompe con las
estatuas en que lo hemos convertido.