Por Gabriel Cartaya
Los
primeros meses de 1892 fueron arduos y decisivos en la consagración de José
Martí como máximo dirigente del independentismo cubano. Desde su primera visita
a Tampa, a fines de noviembre de 1891, dedicó todo su esfierzo a la creación
del Partido Revolucionario Cubano (PRC), definiendo en el primer artículo de
sus Bases su objetivo central: “…lograr, con los esfuerzos reunidos de todos
los hombres de buena voluntad, la independencia absoluta de la Isla de Cuba, y
fomentar y auxiliar la de Puerto Rico”.
El fervor
que en Tampa, Cayo Hueso, Nueva York y otras ciudades donde radicaba la
emigración revolucionaria cubana, permitió que en abril de 1892 se proclamara
oficialmente el nacimiento de esa organización, de la que resultó electo José
Martí para su máxima dirección.
La
organización del reinicio de la guerra de independencia, detenida en 1878 con
el Pacto del Zanjón, la habían encabezado hasta entonces los máximos líderes
del 68, pero ni los grandes generales Máximo Gómez, Antonio Maceo, Calixto
García y otros que lo intentaron, consiguieron vertebrar un movimiento
unificado eficaz para lograr sus propósitos. Sin embargo, el valor y gloria de
ellos era imprescindible en cualquier proyecto encaminado a desatar nuevamente
la guerra.
Consciente
de esa realidad y sobre todo estimando los valores de los veteranos, Martí
sabía que mientras no se incorporara la
jerarquía militar de la Guerra Grande
al proyecto del PRC, no era posible avizorar el triunfo de sus postulados. No
resultaba una tarea fácil, por las viejas rencillas cultivadas desde los años
de la guerra entre la dirección militar y la civil del Gobierno de la República
en Armas. La ojeriza hacia el elemento civil del que Martí procedía, podía
despertar suspicacias en los militares a la hora de ser llamados a las filas de
la nueva organización.
Los escollos eran mayores porque en las relaciones del Delegado del
PRC con el General más acatado por toda la oficialidad del 68, había una página
discrepante a la que podían acudir los detractores de un movimiento que no
procedía de los militares.
Es la página de 1884, cuando Gómez y Maceo hicieron un enorme esfuerzo
para organizar un plan que propiciara el reinicio de la guerra. Los dos
generales consideraron que era imprescindible el apoyo de la emigración cubana
de Nueva York, donde Martí era una de las figuras más sobresalientes. El 2 de
octubre de ese año Martí se reúne por primera vez con los dos grandes héroes
que tanto admira, en el hotel de Madame Griffou, situado en la calle 9,
n.º 21 este. Se entrega al proyecto con
todo su entusiamo, pero cuando aprecia en los días sucesivos su carácter
militarista y ante las objeciones de los generales cuando intenta sugerir ideas
nuevas, decide separarse de un intento que fracasó por carecer de un sustento
ideológico que hubiera podido nutrirse con el pensamiento que el nuevo líder ya
estaba proponiendo.
Es verdad que la carta de
ruptura que Martí le dirige a Gómez, el 20 de octubre de ese año, es bastante
dura, amarga y hasta injusta, si se desprende de las circunstancia en que se
produce. Es su “determinación de no contribuir en un ápice, por amor ciego a
una idea en que me está yendo la vida, a traer a mi tierra a un régimen de
despotismo personal”.
El método de ‘ordeno y mando’ con que lo generales llegaron a pedir
apoyo a la emigración, hicieron temer a Martí que los líderes de la causa
independentista, como pasó en tantas repúblicas hispanoamericanas, se
enseñorearan del país. “Un pueblo no se funda, General, como se manda un
campamento”, le dijo entonces a Gómez el mismo hombre que llegó, a caballo
hasta la finca La Reforma, en Montecristi, el 11 de septiembre de 1892, para
apartarlo de los bueyes con que labraba la tierra y pedirle que se pusiera al frente
del ramo militar del PRC.
Grandeza de los héroes verdaderos. Tres días estuvo Martí en la casa
de campo del General, que estaba al cumplir 57 años cuando él llegó a pedirle
que abandonara la tranquilidad de la esposa, los hijos, la casa amada, para volver
a la guerra en un país que no era el suyo, “sin más remuneración que brindarle
que el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres”. Al final
de esa carta, inmensamente bella, el Maestro le declara no tener un “orgullo
mayor que la compañía y el consejo de un hombre que no se ha cansado de la
noble desdicha, y se vio día a día durante diez años en frente de la muerte,
por defender la redención del hombre en la libertad de la patria”.
La aceptación inmediata de Máximo Gómez fue la consagración definitiva
de José Martí como el máximo conductor del movimiento revolucionario cubano de
su tiempo. Al conocerse la entrega de Gómez al proyecto de Martí, desde su
puesto como Jefe del Ramo Militar del PRC, se despejó el camino para que el
resto de los prestigiosos oficiales del Ejército Libertador se sumaran a la
convocatoria martiana, la que no sólo se limitaba a la conquista de la
independencia, sino a la construcción de una república libre y democrática.
Por esa idea cayó el Apóstol en combate, al lado del Generalísimo, a
quien en septiembre de 1892 fue a visitar en su casa dominicana, para pedirle
que lo acompañara.
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