Por Gabriel Cartaya
Debió ser un día de aquellos
años en que estaba comenzado la agitada década de los noventa en Cuba cuando,
al yo terminar una conferencia sobre José Martí en la Casa de la Nacioalidad de
Bayamo, Cuba, se acercó a mí el distinguido profesor Víctor Montero para
comentarme, con mucha generosidad, lo que había disfrutado la disertación.
Sentí satisfaccion por el halago del viejo profesor,
quien entonces ya había rebasado los setenta años, con una exquisita lucidez.
Todos reconocían su erudición y gozaba de un enorme prestigio más allá de su
entorno provincial. Había sido fundador
de la revista ACENTO en la década de 1940 y mantenía el programa más antiguo de
la radio nacional dedicada a la música clásica. Un elogio de aquel hijo ilustre
de la ciudad de Bayamo, despertaba las
células del ego al más indiferente hijo de vecino.
Pero el
rumbo más fecundo que tomó el diálogo de
aquella mañana, apareció cuando me preguntó:
–Profesor, ¿usted ha leído Símbolo y color en la obra de José Martí? Le respondí que aunque tenía referencias
sobre el libro, nunca lo
había visto.
-Comprendo –me dijo–. Es una obra de Ivan
Schulman, un norteamericano. Se publicó a principios de la década de 1960, pero
se ha perdido de las librerías.
Entonces comenzó a explicarme los enormes valores de
aquella obra, la sapiencia de su autor, para concluir con una frase apodíctica:
No se puede entender a José Martí sin haber leído esa obra.
De manera que con todo lo que yo había leído a Martí
desde la infancia, debía encontrame con aquel ejemplar, si quería penetrar en
el intrincado bosque de su papelería.
Pero aquel tesoro, me advirtió Montero, era como encontrar una aguja en
el pajar bibliográfico cubano.
Mi interlocutor debió percibir una angustia muy grande en mis
ojos, para descuidar la vigilancia que
montaba sobre aquel privilegiado patrimonio:
-Yo tengo un ejemplar. Haré una excepción con usted.
Se lo voy a prestar.
Dicho y hecho. Lo acompañé hasta su casa, en el
centro de la ciudad, y extrajo del rico manantial de su biblioteca la perla
escrita que extendió a mis manos. No hay que decir la conmoción que despertó en mí la esplendidez con que el profesor me hizo
el préstamo, que prometí devolver tan pronto llegara a la
última página.
En cuanto entré a mi casa, en Manzanillo, abrí el
libro y, como siempre, antes de una lectura detenida, fui saltando entre sus
hojas, deteniéndome en una frase, en una palabra, deslumbrándome con los
matices multicolores con que los símbolos martianos saltaban a mis ojos.
Entonces regresé a la nota preliminar y comencé a leer, como Dios manda. Me
adentré en el simbolismo literario, en la teoría simbólica de Martí y comprendí
que no había sido exagerada la afirmación del maestro bayamés.
A duras penas me aparté de las páginas de Símbolo
y color…, para atender mi labor de profesor en la Universidad Pedagógica y
hacer malabarismos inimaginables para conseguir que mi familia no se acostara
sin comer, en aquellos años difíciles que a alguien se le ocurrió llamar
‘período especial’. En fin, debía
interrumpir la lectura con más frecuencia de lo deseado.
Entonces ocurrió lo inexplicable: llego una tarde a
mi apartamento y no encuentro, por ningún lado, el más mínimo rastro de Símbolo
y color... Busqué una y cien veces,
no hubo gaveta que no fuera virada al revés, ni esquina sin recibir la
más completa inquisición. Pero al libro se lo tragó la tierra. Maldije, grité,
amenacé, ante todos los que acostumbraban visitarme. Cuando agoté todas las
vías de la racionalidad, fui a casa de un médium, por si en estado de
trance lograba que algún espíritu le transmitiera una señal. Pero esta vez el
vidente se quedó corto, los amigos juraron inocencia con los dedos cruzados y
mi esposa estuvo a un palmo de enloquecer.
Esperé más de un mes para decirle la verdad al
propietario del libro. Me costó mucho trabajo llegar hasta su casa, tocar a su
puerta, verlo aparecer. Como con los
tragos amargos, lo apuré sin rodeos.
-Vengo a decirle que me robaron el libro. Se quedó sin palabras. Me miró de arriba a
abajo, como preparándose para embestir. Los labios le temblaron y sus ojos se
achicaron al mirarme de frente. -No lo puedo creer-, es lo único que dijo. Abrió la puerta y en la aridez de su adiós vi
desaparecer los primeros granos de una incipiente amistad.
Lamenté no haber terminado de leer el libro, pero
mucho más percibir que el profesor Montero no creyera en la historia del hurto.
Cuando volví a verlo en alguna calle de Bayamo, mi reacción fue cambiar de
acera. Anduve detrás de un ejemplar del
libro de Schulman por toda la Isla. A los libreros que se concentraban cerca
del Palacio de los Capitanes Generales, en La Habana Vieja, les ofrecí cifras
desorbitadas si lograban conseguírmelo.
![]() |
Pedro Pablo Rodríguez, Gabriel Cartaya e Ivan Schulman |
Cuando ya me estaba acostumbrando a vivir con
aquella deuda de honor, me invitaron a un ciclo de conferencias sobre José
Martí, en la Universidad del Sur de la Florida.
La carta de invitación estaba firmada por Michael Conniff, entonces director del Centro de Estudios
de América Latina y el Caribe de esa institución. Pero mi mayor alegría, al llegar,
fue saber que el organizador de aquel evento, allí presente, era Ivan A. Schulman. Nunca había visto una
fotografía suya e imaginaba que, si
vivía, debía tener una edad muy avanzada, porque un libro de tanta sabiduría,
publicado cuarenta años atrás, debía pertenecer a la madurez de su autor. Pronto
comprendí mi error, cuando él me comentó
haberlo escrito en su primera juventud, con lo que vine a ratificar que los
genios, como Martí, dan muestras de su brillantez desde las primeras palabras.
Al entrar en la sala del evento, pregunté por él y
alguien me lo señaló. Estaba en la mesa de presidir. Al oírlo hablar, mi
primera impresión se correspondió con la elevada opinión que tenía de su libro.
Agradable, locuaz, inteligente, comunicativo, vivaz, ágil, estuvieron entre los
primeros adjetivos de mi apreciación.
En el primer receso me acerque a él, facilitada mi
osadía al apreciar la sonrisa y expresión afectuosa con que saludaba a todos.
Al presentarme, no le hablé de mí. Le hablé de Víctor Montero, gracias a la
delicadeza con que me dispensó parte de su tiempo para oír la anécdota
alrededor de su libro. Le conté, haciendo un esfuerzo de síntesis, quien era el
ilustre bayamés y, conmovido por su atención, me atreví a insinuarle la
felicidad que recibiría(mos) con un ejemplar.
Cuando me preguntó a qué dirección podría
enviármelo, sentí el cielo abierto. Pero
la sed que despierta la cercanía con la grandeza es insaciable y me atreví a
solicitarle una dedicatoria para el martiano que tanto le admiraba. Entonces me
dijo, con una sencillez y bondad sin
límites:
-También voy a incluir un ejemplar para ti.
Antes de las dos semanas, vi que el cartero dejó una
pequeña valija en la dirección donde yo me hospedaba. Al ver que procedía de
San Agustín, agradecí a todos los dioses por tanta bendición. Abrí el primer
ejemplar y leí: A Víctor Montero, con un
saludo cordial de Ivan Schulman. Y el
siguiente, con igual cordialidad, a mi nombre, ambos firmados el 30 de julio de
2001.
Al regresar a Cuba,
fui inmediatamente a Bayamo. Nunca había recorrido sus calles con tanta
emoción. Toqué a la puerta de Víctor Montero,
con un nudo en la garganta. Abrió y al responder asombrado a mi saludo,
me oyó con toda claridad:
-Vengo a entregarle un regalo que le envía Ivan Schulman.
Incrédulo, abrió el libro y en la primera hoja
vio su nombre, junto al saludo y la firma.
Me abrazó con lágrimas en los ojos, sin palabras para conjugar los dos
sentimientos que pugnaban por un espacio
en la exquisitez de su alma: la recuperación de Símbolo y color en la obra
de José Martí, junto a la corazonada
fiel de que alguien en quien confió no le había engañado.
-Vengo a entregarle un regalo que le envía Ivan Schulman.
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