Por Gabriel Cartaya
El lunes, 28 de enero de 1895, fue el último cumpleaños de José Martí. Ese día cumplió 42 años y casi cuatro meses después murió en el combate de Dos Ríos, en el oriente cubano. Entonces estaba al despedirse para siempre de la ciudad de Nueva York.
En las circunstancias que rodearon esa fecha, es
evidente que no estaba para fiestas. Vivía sus últimos días neoyorquinos
envuelto en una absoluta clandestinidad. Dos semanas atrás habían sido
detenidas en el puerto floridano de Fernandina las 3 embarcaciones que,
cargadas de hombres y armamentos, debieron salir para Cuba a reiniciar la
guerra.
Ocurrido el desastre, Martí tuvo que
regresar a Nueva York y llevaba dos semanas en esta ciudad, sin poder acercarse
a la casa de Carmen Miyares, donde tenía su cuarto. Sabía que la agencia de
detectives Pinkerton pagaba muy bien a sus agentes para seguirle el rastro,
pues a pesar de la vista gorda de las autoridades estadounidenses hacia la
actividad de los patriotas cubanos, la evidencia de tantas armas en la malograda
expedición, violaba los tratados de neutralidad establecidos con España.
Cuando llegó a la estación
de ferrocarril de Nueva York procedente
de Jacksonville, a Martí le buscaron protección en la casa del Dr. Ramón Miranda,
situada en el número 349 de la Calle 46 Oeste. Miranda era el suegro de
Gonzalo de Quesada y también médico y amigo de Martí. En su hogar desarrolló
una febril labor de reorganización del plan para el estallido de la guerra en
Cuba y escribió múltiples cartas, enviadas a Tampa, Cayo Hueso, Costa Rica, a
Cuba, a todos los lugares donde se extendía el Partido Revolucionario Cubano.
Pero la mayor
ansiedad de esos días fue esperar la respuesta de Juan Gualberto Gómez,
informando sobre las condiciones en la isla para el estallido de la guerra,
requisito imprescindible para cursar la orden de alzamiento.En esas
circunstancias amaneció el 28 de enero de 1895. Pero Nueva York era el “amor de
ciudad grande”, como él la llamara en un poema. Aquí había vivido los 15 años más
fecundos de su vida, desde su onomástico número 27 en 1880, acabado de llegar,
hasta este último, casi al partir. Aquí pronunció inflamados discursos y
escribió letras brillantes, de las que habla en otra página el sensible
martiano Leonardo Venta, con fina agudeza.
Nueva York es la
ciudad donde ha traído a quienes más ama, a que le acompañen: a Carmen, su
esposa, con el hijo, las tres veces que intentó estabilizar su matrimonio, hasta
perderla definitivamente en 1891; a su padre, durante un año con él; a su
madre, en el invierno de 1887.
En este lugar fue Cónsul de Argentina, Uruguay y Paraguay,
representando a los pueblos de Nuestra América –concepto suyo– en importantes
eventos continentales. Es la ciudad donde ocupa la presidencia de la Sociedad
Literaria Hispanoamericana.
Carlos Ripoll,
investigador de la obra martiana y seguidor de sus huellas en la moderna urbe,
ha dicho: “No tuvo la ciudad de Nueva York en el siglo XIX cronista más
ilustre y honrado que José Martí. Ni quizás toda la nación americana. Y hasta
puede afirmarse que ningún extranjero dio nunca, en idioma alguno, una visión
tan amplia y acertada como la que ofreció Martí”.Vicente Echerri, otro especialista en el Apóstol
cubano ha escrito: “Martí es el más neoyorquino de todos los próceres de
América y de todos los grandes escritores de habla hispana. Él fue también el
gran cronista de esta ciudad”.
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Restaurante Delmónico, donde Martí fue a comer el día de su último cumpleaños. |
El 28 de
enero de 1895 había renunciado a todas las visiones de la ciudad creciente, a
sus letras, responsabilidades y afectos, ocultándose en la casa amiga hasta el
momento de partir. Pero no pudo renunciar a la tentación de una última mirada
a las calles neoyorkinas, cuando sus amigos le pidieron que, con toda discreción,
les acompañara esa noche de cumpleaños al Restaurante Delmónico, en la Quinta
Avenida y la Calle 26.
Ellos sabían,
presentían tal vez, que no volverían a tenerlo a su lado y quisieron sentarse a
una buena mesa para desearle felicidades y distraerlo un poco de las profundas
preocupaciones con que había sufrido las últimas dos semanas. En un lugar muy
reservado del restaurante, le estuvieron protegiendo de cualquier curioso, dos
amigos al frente y uno a cada lado suyo, dicha que correspondió al Dr. Ramón
Luis Miranda, su sobrino Luis Rodolfo, su cuñado Gustavo Govín y su yerno
Gonzalo de Quesada, de manera que la confianza se redujo a ese pequeño grupo
familiar. Seguramente una botella de buen Chianti, tan del gusto del homenajeado,
fue abierta para pronunciar un brindis silencioso por el gran hombre que
estaba al despedirse.
Al día siguiente firmó, junto a Enrique Collazo y
Mayía Rodríguez, la Orden de Alzamiento. Gonzalo de Quesada viajaría el
sábado ulterior para Tampa, a ocultar el documento en el tabaco que saldrá
para Cuba.
Quién sabe si aquel
refugio fue violado una vez más y si en alguna de esas últimas noches neoyorkinas
caminó hasta la Calle 57 Oeste, buscando el número 424. Allí podría abrazar a
Carmen y sus hijas, dando a las niñas un beso paternal y prometiendo a la
mujer que se cuidaría para volver a verla. Y una vez más mirar su cuarto, sus
libros, sus papeles, sus escasas prendas de los últimos años. Pero el instinto
no ha sido nunca una fuente probatoria, por muy humano que resulte preguntarle.
De todos modos, es atractivo relacionar esta posibilidad con la carta que tres
días después, desde el mar, hace a María Mantilla, apuntando un “dolor de tu
último beso”, que da la sensación de una despedida reciente.
Excelente articulo. Felicidades por este nuevo blog
ResponderEliminarExcelete, pero..Me gustaría contactar con Cartaya. Existe otra versión sobre el último cumpleaños de José Martí en New York...en un artículo de internet , de un ex-museólogo de la Fragua Martiana..Regino...
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