En los últimos años, se ha producido en Estados Unidos una polarización desmedida entre los dos partidos que históricamente han gobernado la política de una nación considerada el ejemplo mundial de la democracia.
Hoy, para muchos, el partido al que pertenecen y defienden
acríticamente está por encima de los intereses del país secularmente bipartidista. Para ciertos demócratas el fulgor estadounidense proviene de su
ejecutoria, actitud que se repite en el bando republicano. Sin embargo, en la
evolución del país hay ejemplos positivos y negativos en ambas
administraciones, bien con un presidente esclarecido que ha jugado un papel
relevante o un estadista mediocre cuyo nombre apenas se recuerda.
Si nos fijamos en el siglo XX, apreciamos la sabiduría con
que el presidente demócrata Franklin Delano Roosevelt condujo el gobierno,
primero en la recuperación de una economía devastada por la profunda crisis
iniciada en la década de 1920 y luego en el curso de la Segunda Guerra Mundial.
Asimismo, sentimos respeto por el papel del republicano Ronald Reagan, con
visibles logros económicos durante su presidencia. Podríamos mencionar diversos
liderazgos que desde uno u otro partido han empujado el país hacia adelante,
nacional e internacionalmente.
Sin embargo, este 14 de abril, fecha en que hace 158 fue asesinado el presidente Abraham Lincoln, preferimos recordar su figura porque, siendo republicano, permanece en la memoria y respeto de toda la nación, más allá del partido al que se esté afiliado. Asimismo, porque el ejemplo de aquel extraordinario político puede contribuir a entender que el deber de quienes ocupan cargos en el gobierno es defender la nación –no el partido o una figura– por encima de cualquier otra consideración.
Nunca el país estuvo tan dividido como en medio de la Guerra
Civil (1861-1865), cuando le correspondió a Lincoln la presidencia de Estados
Unidos. Si bien el centro del conflicto estuvo entre los que defendían la
abolición de la esclavitud frente a quienes se empeñaban en mantenerla,
diversas contradicciones e intereses se manifestaron en ella, discutiéndose
incluso el tipo de gobierno que debía prevalecer (confederado o no) y el
cumplimiento de una Declaración de Independencia, cuyos postulados de libertad
y derechos ciudadanos se contradecían con la existencia de la esclavitud.
Cuando Abraham Lincoln
prometió que libraría a todos los territorios estadounidenses de la
esclavitud, siete estados esclavistas del sur se separaron y formaron una nueva
nación –los Estados Confederados de América–, pero el Presidente se negó a
reconocer la legitimidad de la secesión. Ello costó cuatro años de sangrientas
batallas y la muerte de unos 700 mil estadounidenses, pero fue abolida la
indignante legislación que permitía que unos hombres fueran esclavos de otros y
se mantuvo el tipo de gobierno que ha logrado que el país se llame Estados
Unidos. En la imagen de Abraham Lincoln, que de leñador se convirtió en abogado
y después en el 16.° Presidente de Estados Unidos, se identifican los rostros
anónimos de los que murieron defendiendo sus ideas, en el concepto más amplio
de la libertad y la democracia.
El 9 de abril de 1865, las tropas confederadas del general
Rober E. Lee se rindieron en Virginia a las del general Ulises Grant,
subordinado a Lincoln, con lo que se abría el camino al fin de la Guerra Civil
y a la proclamación del fin de la esclavitud.
El Presidente estuvo feliz con la noticia y cinco días
después decidió ir al teatro Ford junto a su esposa, Mary Todd, a disfrutar de
la obra Our American Cousin, de Tom Taylor. Sin embargo, un hombre malvado que prefería ver como esclavos a los
descendientes de África (un tal John
Wilkes Booth, análogo a los racistas de todos los tiempos), representando el
odio de sus equivalentes, entró a la
sala teatral y, por la espalda –como
hacen los cobardes y traidores–, disparó un revólver al digno cráneo de 66 años
que albergó el sueño cumplido de abolir la esclavitud para que todos los
ciudadanos fueran libres.
Pero en el ejemplar Presidente de Estados Unidos seguimos viendo,
más que a un republicano o un demócrata, el modelo supremo de un político que
puso a la nación, con todos sus ciudadanos, por encima de los intereses
personales o partidistas. Con su obra abrió un camino luminoso –aunque
doloroso, como todo parto– para el futuro democrático de la nación.
Cuentan que hacia 1832 un religioso llamado José Smith tuvo
la revelación de que se acercaba un cruento conflicto armado entre el norte y
el sur de Estados Unidos. La profecía fue cumplida 30 años después. Ahora,
alarmados ante las amenazas de grupos extremistas que claman por un líder
providencial, algunos han dicho que podría estallar otra guerra civil. No lo
creo, son otros los tiempos y los Nostradamus de hoy prefieren pronosticar un
futuro de paz y armonía en el planeta, impulsados con el brillo de hombres como
Abraham Lincoln.
No hay comentarios:
Publicar un comentario