Mi amigo Alberto Sicilia acaba de regalarme una copia en bronce de El pensador, tal vez la creación más distinguida de Auguste Rodin. Por esos intersticios del azar, recibo la escultura en miniatura (si hay miniaturas para las obras grandes) de manos de un rapsoda –El Poeta fue el nombre inicial que recibió esta obra– y, sorpresivamente, en la misma fecha en que se cumple el 183 aniversario del natalicio del célebre escultor francés, felizmente ocurrido el 12 de noviembre de 1840. A esa concurrencia se agrega que la presente edición de La Gaceta coincide con el 106 aniversario de la muerte del artista, pues su deceso se produjo a los cinco días de haber cumplido 77 años, el 17 de noviembre de 1917.
Ante esta antojadiza sincronía, nada mejor que escribir el
agradecimiento en unas líneas que rindan homenaje al artista inmortal, con
acento en la escultura de la que recibo una copia, en cuya pequeñez material se
concentra su profunda belleza simbólica y espiritual.
Auguste Rodin está inscrito en la historia del arte como un fundador de la escultura moderna, al romper con los moldes tradicionales de un arte que exponía una figuración imitativa de la naturaleza, para abrir paso a una interpretación de la realidad en la que también participara el espectador.
Aunque desde los 14 años Rodin asistió a la Escuela Imperial
Especial de Dibujo y Matemáticas, donde aprendió a modelar y dibujar de memoria
bajo técnicas tradicionales, no tuvo éxito las tres veces que intentó entrar a
una Escuela de Bellas Artes, lo que lo llevó a completar sus estudios de forma
más autodidacta, tanto en anatomía,
modelado escultórico, como en otras disciplinas relacionadas con sus
inquietudes artísticas.
Hacia los 15 años ya modelaba con arcilla en el Museo del
Louvre y dos años después comienza a participar con esculturas decorativas en
la reconstrucción urbana de París. A los
20 años realiza la primera escultura que se conserva, dedicada a su padre: el
Busto de Jean-Baptiste Rodin, dando paso
al estilo neoclásico del que iba a ser uno de sus más grandes exponentes.
Sin embargo, para él su primer gran escultura fue La máscara
del hombre de la nariz rota, donde se abre a una estética propia, lo
típicamente rodiniano. El salón de París de 1865 la rechazó, como muestra de la
resistencia ante lo nuevo. La obra no representaba a una reconocida figura
histórica o legendaria, sino a un hombre pobre de un barrio parisino y tuvo que
esperar diez años (1875) para ser aceptada por la Academia.
En la década de 1880, época que corresponde a El pensador
(incluído en el grupo escultórico bautizado como La puerta del infierno, ya
Rodin es un escultor ampliamente reconocido. En este tiempo crea Los Burgueses de Calais, otro conjunto que se
estudia entre sus obras más relevantes. Esta década cierra con la exposición
que la Galería Georges Petit le dedicó, con una exposición de treinta y seis
esculturas, junto con setenta lienzos
del pintor impresionista Claude Monet,
la que describió Octave Mirbeauión como “un evento colosal, de un
aplastante éxito (...) Son ellos los que, en este siglo, encarnan de la forma
más gloriosa, de la forma más definitiva, estas dos artes magníficas: la
pintura y la escultura”.
Sobre la obra que destacamos, Rodin escribió al crítico
Marcel Adam: “El pensador tiene una historia. En los días pasados, concebí la
idea de La puerta del Infierno. Al frente de la puerta, sentado en una roca,
Dante pensando en el plan de su poema. Detrás de él, Ugolino, Francesca, Paolo,
todos los personajes de la Divina comedia. Este proyecto no se realizó.
Delgado, ascético, Dante, separado del conjunto, no hubiera tenido sentido.
Guiado por mi primera inspiración concebí otro pensador, un hombre desnudo,
sentado sobre una roca, sus pies dibujados debajo de él, su puño contra su
mentón, él soñando. El pensamiento fértil se elabora lentamente por sí mismo
dentro de su cerebro. No es más un soñador, es un creador”.
Inicialmente, esta
escultura fue nombrada El poeta, en alusión a Dante. Vino a ser en la exposición Monet-Rodin de
la Galería George Petit en 1889 –ya separada como obra autónoma del conjunto
referido–, al exhibirse la figura con sus dimensiones originales, que Rodin
dejó de identificarla con ese nombre y la tituló El pensador. La razón del
bautizo la dio el mismo creador: “Lo que hace que mi pensador piense es que él
piensa no solo con su cerebro, piensa con su ceño fruncido, con sus fosas
nasales distendidas y sus labios comprimidos, con cada músculo de sus brazos,
espalda y piernas, con su puño apretado y sus dedos de los pies agarrados”.
La primera fundición
en bronce de El pensador se efectuó en 1884. En 1902, el artista decidió agrandar la
escultura y alcanzó una altura monumental de 183.6 centímetros x 97, la que se
expuso en el Salón de París en 1904. En abril de 1906, fue instalada frente al Panteón de París y
permaneció ahí hasta 1922, cuando fue trasladada al Museo Rodin (en el VII
Distrito de París), donde se encuentra en la actualidad.
El pensador es una de las obras escultóricas más
reproducidas en el mundo, tanto, que a mi casa del Beverly Hill floridano ha llegado la copia que,
gentilmente, me ha obsequiado un poeta amigo.
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