La historia permanentemente nos enseña y, por muy antiguas que sean sus lecciones, siempre la actualidad encuentra asideros útiles en ellas. La frase “aguas pasadas no muelen molino”, no contradice la posibilidad de auxiliarnos en el pasado para entender el comportamiento político del tiempo en que vivimos.
Hay tal cúmulo de entrelazamientos entre los acontecimientos
históricos más lejanos y los actuales que desoírlos es, cuando menos,
imprudente. Uno de ellos lo relaciono con Marco Tulio Cicerón, asesinado en Roma el 8 de diciembre del año 43 a.n.e.
por su enérgica defensa al gobierno republicano establecido, frente a los
intentos de imposición de una dictadura, la que finalmente se implantó con la
creación de lo que fue el Imperio romano.
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Busto de Cicerón, en bronce, en la Biblioteca Mazarine, París |
El móvil para asesinar a uno de los más grandes pensadores de su tiempo encuentra en la historia, desde esos días hasta hoy, múltiples repeticiones, avisos y ángulos interpretativos. Llama la atención que uno de los pocos libros que José Martí incluyera en su mochila de campaña al salir para la guerra en Cuba fue una biografía de aquel senador romano. El 16 de abril de 1895, confiesa en carta a María Mantilla que lleva consigo el libro Vida de Cicerón.
Con aquel libro, adquirido en Cabo Haitiano, llega a la Isla
el 11 de abril de 1895, junto a Máximo
Gómez y otros cuatro compañeros. ¿Por qué, en tan apretado equipaje, junto a la
hamaca, algunos proyectiles, medicinas y un mapa de Cuba, Martí lleva a la
guerra una biografía de Cicerón y no un libro sobre táctica militar? La
elección debió relacionarse, inobjetablemente, con la preocupación más grande
que tenía el líder cubano en el marco de una guerra de la que él fue su genial
organizador: defender desde el inicio el carácter democrático que debía
asegurar el establecimiento de una república libre, frente a
líderes militares que pudieran ponerla en peligro por ambición de poder,
favorecidos desde la gloria de los triunfos militares.
El marco en que se produce la muerte de Cicerón implicaba
esa misma contradicción. Los líderes
militares, triunfadores en las grandes campañas que extendieron el poderío
romano, pugnaban por suplantar una República donde los tribunos, senadores y
otros representantes eran electos, por el poder unipersonal concentrado en un
dictador militar. La rivalidad entre
unos y otros afloró en el asesinato de Julio César (44 a.c., quien subordinó al
Senado y toda la autoridad a su mando. Cicerón era senador y su crítica a César
y a su sucesor, Marco Antonio, cuando se daban los primeros pasos por sustituir
a la república por el imperio, determinó que fuera una de las víctimas de la
purga que persiguió a los defensores de la democracia romana, con todas las
contradicciones y debilidades que poseía en el marco de una sociedad
esclavista.
El historiador Plutarco nos cuenta el último momento del
gran orador, filósofo y político romano:
“Llevándose, como era su costumbre, la mano izquierda a su
mentón, miró fijamente a sus verdugos, sucio del polvo, con el cabello
desgreñado y el rostro desencajado por la angustia, de modo que la mayoría se
cubrió el rostro en el momento en que Herenio lo degollaba (…) Tenía 64 años.
Por orden de Antonio le cortaron la cabeza y las manos con las que había
escrito las Filípicas. Una cabeza y unas manos que Antonio ordenó exponer como
trofeos, para que todo el mundo en Roma pudiera contemplarlos, sobre el Rostra,
la misma tribuna de los oradores desde la que pocos meses antes Cicerón había
sido aclamado por la multitud”.
Finalmente, elijo unas palabras de Stefan Zweig sobre
Cicerón, porque el escritor pacifista austríaco es también un digno ejemplo de
la defensa de la democracia frente al poder de los autócratas. El autor de
Fouché seleccionó a Cicerón para el inicio de su obra Momentos estelares de la
humanidad, donde dice sobre él:
“Ninguna acusación formulada por el grandioso orador desde
esa tribuna contra la brutalidad, contra el delirio de poder, contra la
ilegalidad, habla de modo tan elocuente en contra de la eterna injusticia de la
violencia como esa cabeza muda de un hombre asesinado. Receloso, el pueblo se
aglomera en torno a la profanada Rostra. Abatido, avergonzado, vuelve a
apartarse. Nadie se atreve –¡Es una dictadura!– a expresar una sola réplica,
pero un espasmo les oprime el corazón. Y, consternados, bajan los ojos ante esa
trágica alegoría de su República crucificada”.
Cuánto enseña ese ejemplo, ocurrido hace 2066 años, a estos
tiempos en que, en medio de una democracia considerada una de las más avanzadas
del mundo, se escuchan discursos populistas que arrastran tras una imagen
“salvadora” –arrogantemente cesariana–, la política de una nación
civilizada.
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