El pasado 30 de marzo, en mi primera visita a Italia, asistí a la Vigilia Pascual del año en curso en la Basílica de San Pedro, presidida por el papa Francisco, una ceremonia conmovedora en un recinto impresionante.
Sin ser católico, ni pertenecer a ninguna institución
religiosa, pude apreciar la riqueza espiritual transmitida en las declaraciones
papales, cánticos, lecturas bíblicas, oraciones y acompañamiento musical en las
diferentes intervenciones propias de la celebración.
Antes de entrar a la Diócesis, se percibe la emoción entre los
cientos de personas que se adentran en la Ciudad del Vaticano, muchos de los
cuales han tenido que esperar durante horas en una larga fila para lograrlo,
pero desde allí ya están imantados con su alta cúpula y su majestuosa
edificación renacentista y barroca. Todos saben que entran a un nuevo estado,
pues así está considerado este espacio geográfico de solo 49 hectáreas y
aproximadamente 800 habitantes. Y sienten, a su vez, que se encuentran en un
sitio sagrado donde, según aseguran siglos de transmisión oral, yace enterrado
el cuerpo de Simón Pedro, uno de los 12 apóstoles que acompañaron a Jesús.
Vendría a ser en la época de Constantino, más de tres siglos después de la
muerte del llamado Primer Pontífice de Roma, cuando sobre su sepultura se
construyó la primera iglesia que tomaría su nombre.
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El papa Francisco bautiza a Yenitza Cartaya |
Pero el edificio actual, el que ahora admiramos, es una obra arquitectónica de inicios del siglo XVI, en el que está la mano de arquitectos y pintores como Donato Bramante, Miguel Ángel y Gian Lorenzo Bernini. Justamente, al entrar al recinto religioso, se destaca la imagen de La Piedad, obra temprana de Miguel Ángel, quien, de una enorme piedra de mármol de Carrara llevada por él mismo, nos dejó esculpida la imagen joven de María con su hijo muerto en los brazos.
La Basílica de San Pedro, declarada Patrimonio de la
Humanidad por la UNESCO en 1980, atesora tantas obras de arte hacia donde
quiera que se corra la vista, que resulta difícil concentrarse en la ceremonia
religiosa a la que se asiste. Mirar desde el interior hacia la alta
cúpula, con pinturas de Miguel Ángel,
Sandro Botticelli y otros famosos artistas renacentistas es un regalo al
espíritu que se sigue enriqueciendo ante el Altar Papal, el Baldaquino con bellas columnas adornadas
con capiteles corintios y el trono de San Pedro, obras de Bernini.
También llama la atención el Monumento al papa Alejandro
VII, la estatua de bronce de San Pedro, creada en el siglo V y que lo muestra
con un traje papal sobre una silla de mármol, así como otras obras de arte,
pero mi atención se concentró en la razón de mi presencia allí: en el marco de
la Misa Pascual correspondiente a 2024, el papa Francisco derramaría agua
bendita sobre ocho personas elegidas
para recibir el bautizo, considerado por la Iglesia católica como el sacramento
de la salvación. Entre ellas estuvo incluida mi hija mayor, bautizada como
Yenitza Cristina, quien me invitó a estar con ella en una fecha de tanta
significación en su vida. Allí estuve y en el instante del rito del agua,
cuando el Sumo Pontífice colocó con delicadeza su mano sobre su cabeza, no
pensé en si con ese acto podía redimirla de algún pecado, sino en el inmenso
amor que se derrama cada vez que alguien acaricia con ternura. Asimismo, al percibir la riqueza de su alma en la
bondad de su sonrisa, yo también la bendije.
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Con Yenitza, en la iglesia de San Pedro |
Ya al final de la primera Vigilia Pascual a la que he
asistido, cuando al término de las bendiciones el Papa, y todos con él,
pronunciaron amén, yo transferí involuntariamente a llana esa palabra aguda,
para decir amen.
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