En ocasión de celebrarse el Día de las madres, felicitamos a todas desde La Gaceta, e incluimos en nuestra columna una de las cartas más hermosas enviadas por un hijo a la suya. Es la misiva enviada por José Martí a Leonor Pérez, cuando iba a salir hacia Cuba para incorporarse a la Guerra de Independencia. Cuando ella la tuvo ante sus ojos, él ya estaba en las filas del Ejército Libertador y no volverían a verse.
También, incluyo un fragmento de mi libro Luz al universo,
en el que se plasman las relaciones de la madre con el hijo, miradas en
retrospectiva a partir del instante en que ella está leyendo la carta.
Madre mía:
Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy
pensando en Ud. Yo sin cesar pienso en Ud. Ud. se duele, en la cólera de su
amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Ud. con una vida que ama el
sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más
útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo
de mi madre. Abrace a mis hermanas, y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día
verlos a todos a mi alrededor, contentos de mí! Y entonces sí que cuidaré yo de
Ud., con mimo y con orgullo. Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi
corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición.
Su, J. Martí
Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que Ud.
pudiera imaginarse. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca.
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Leonor Pérez, la madre de José Martí, vivió en Tampa entre el 11 de abril y el 28 de agosto de 1898. |
Leyendo la carta del 25 de marzo, casi a la ida del sol, apretaba los ojos para sentirlo de nuevo, como en el alba de aquel 28 de enero, a los once meses de casada, cuando oyó el llanto de la criatura que nació de sus entrañas y levantó en vilo, ante los ojos felices de Mariano, para comprobar su condición de varón y, ya satisfecha, reconocerle la piel blanca, los ojos glaucos, las manos finas y la frente ancha, como de inteligencia y porvenir. Con ningún otro parto experimentó aquel desgarramiento, ese rompimiento de volcán.
De la tutela de Mendive lo vieron saltar a hombre sin apenas
darse cuenta. Pero es que él se revolvió junto con el país, como si juntos
hubieran cumplido la mayoría de edad. España empezó a perder a Cuba cuando la
familia comenzó a perderlo a él. No se sabía bien cómo fueron engranándose los
fermentos, pero después del 10 de octubre de 1868 no hubo hogar en Cuba que no
conociera el nombre de Carlos Manuel de Céspedes, un infidente, un abogado
bayamés que tuvo el atrevimiento de alzarse en armas contra el poder de Su
Majestad de España, darles la libertad a sus esclavos para sembrar el ejemplo,
y comenzar aquella guerra de tantos años, casi a machete, contra el Ejército
Real.
Un día el hijo regresó de la escuela como iluminado, con un
poema que evidenciaba su total adhesión al sentir de la patria: No es un sueño,
es verdad: grito de guerra, / Lanza el pueblo cubano, enfurecido; / El pueblo
que tres siglos ha sufrido / Cuanto de negro la opresión encierra.
El niño había visto
un esclavo ahorcado cuando estuvo con el padre en Hanábana, y se había jurado,
en secreto que vertió en versos más tarde, lavar con su sangre el crimen. Solo
tenía nueve años, y eso ya nadie lo pudo borrar de su mente. Después se supo
que a partir del 10 de octubre el señor Mendive se acuarteló en su domicilio,
entre un grupo de hombres donde permitían entrar a su hijo adolescente, a
desplegar un mapa de la Isla para seguir el avance de los insurrectos.
Ya nunca más hubo calma. La Habana fue también un campo de
batalla: tiros, gritos, panfletos, escándalos día y noche, y el colegio de
Mendive hecho un hervidero.
Un día se apareció el hijo con un periodiquito estudiantil y
más nunca, ni a ella ni al padre, entonces celador en Batabanó, se les quitó la
preocupación. La verdad es que siempre llevó juntos los dos sentimientos, la
adoración por la madre y el amor a la patria; aunque los deberes hacia lo que
él llamó madre mayor –por el compromiso, no por quererla más–, le ocuparan la
vida.
Leyendo “Yo sin cesar
pienso en Ud.” recordó el poema que le hizo el hijo cuando apenas tenía 15 años
y ella cumplía sus cuarenta:
Madre del alma, madre querida, /Son tus natales, quiero
cantar; /Porque mi alma, de amor henchida, /Aunque muy joven, nunca se olvida
/De la que vida me hubo de dar.
Todavía lloraba recordándolos, pasando los ojos, casi sin
poder leer, por ese “conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el
recuerdo de mi madre”.
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